Hay dos clases de personas: las que escuchan la radio, y las que no.
¿Son mejores, están más en lo cierto, unas que las otras? No. Sencillamente, unos escuchan la radio, y otros, como yo, no. Ni me jacto ni me lo reprocho.
En mis visitas a Barcelona a veces me cruzo en el Ensanche con un amigo escritor que va de paseo, con los auriculares en las orejas: va escuchando la radio. No le abordo, sé que está en otra película, sumido en una conversación con los locutores de a saber qué emisoras.
Pensaba en él, y en toda la gente que escucha la radio, el otro día, en La Central de Callao, donde la cosmopolita y penetrante ensayista de la contemporaneidad tecnológica Marta Peirano (1975) presentaba al comisario de arte y novelista Javier Montes (1976) que ha sacado un libro breve, vibrante, penetrante, como siempre en su caso, titulado La radio puesta (Anagrama).
Javier Montes teorizó sobre la naturaleza ecuménica de la radio y contó entre otras anécdotas que él se despierta cada mañana y en seguida pone la radio. Hasta se ducha escuchándola. Daba Javier muchos argumentos sobre los beneficios animosos y conectivos de ese hábito.
A mí me asombra. En general me cuesta aceptar las voces de la radio, salvo las del anuncio cantarín de la tienda madrileña de alfombras Hermanos Fernández, que pregona, alegre, que “Los Fernández son muy amables…”.
Ése sí me pone de buen humor cuando lo oigo en un taxi, pero en general la radio no me gusta, no me he conectado casi nunca, salvo para escuchar música, y desde que me subscribí a Spotify y a Idagio, que tiene un archivo interminable de música clásica, dejé ya de sintonizar la radio. Me parecía que los locutores hablaban demasiado y sus voces no me gustaban. Espero que si alguno me lee me disculpe: sobre gustos...
A usted, señor locutor, quizá tampoco le gustaría mi voz. Ni a mí me gusta cuando la oigo en alguna grabación, experiencia de extrañamiento turbadora.
Paul Léautaud (1872-1956) detestaba la radio. El autor de un monumental Journal, que es una obra maestra del diarismo, con miles de páginas (hay edición abreviada en español, (Fuentetaja), era un espíritu independiente y un escritor originalísimo, pero también un cenizo y un irresponsable de tomo y lomo. En los primeros compases de la segunda guerra mundial, cuando la imparable Wermacht se acercaba a París, él, en vez de angustiarse por la catástrofe nacional y los muertos, despotricaba contra sus conciudadanos parisienses porque en todas las ventanas abiertas tenían puesto un asqueroso transistor radiando las (malas) noticias y turbando la tranquilidad de sus paseos meditabundos.
Marta Peirano y Javier Montes comentaban el Diario de Ana Frank y la función esperanzadora de la radio que aliviaba el aislamiento de su familia con sus noticiarios sobre el avance de los ejércitos aliados –ay, avance demasiado lento para salvarlos--.
Yo también me acordaba del Diario de Mihail Sebastian, el gran escritor rumano, que, abandonado por casi todos sus amigos de aquella generación formidable de intelectuales de entreguerras, escondido como una fiera acorralada en un piso de Bucarest con las ventanas bien cerradas, cada noche, girando el selector de canales, escuchaba ávidamente un concierto crepitante que oficiaba la gran orquesta filarmónica de alguna ciudad europea lejana, inaccesible. Berlín, Londres, Ginebra…
No escucho la radio pero no cabe duda de que ahí sucede algo que parece mágico. No cabe duda de que las ondas de la radio acercan y provocan sintonías inesperadas que son difíciles de explicar. Cuando yo sintonizaba France Musique, Radio Classique FM o Klara, automáticamente pensaba en Adelaide, que en Bruselas, mientras prepara el desayuno en la cocina, escucha precisamente esas emisoras…
Los niños descubren en la radio tesoros increíbles, vías de escape de la vida familiar y escolar, como tan bien cuenta Woody Allen en su película Radio days (1987).
Las señoras viejas y solitarias se duermen escuchando su pequeño transistor a todo volumen, porque están bastante sordas. El aparatito con su antena extendida al mundo se cae de la cama, pero no por eso ellas se despiertan. A la mañana siguiente la radio sigue hablando y ellas todavía soñolientas la buscan, la encuentran sobre la alfombra y murmuran: "Mecachis, qué tonta soy”.
Yo entraba en Barcelona en coche y a veces, al aparcar en el garaje a oscuras, veía en la plaza contigua a un vecino detrás del volante de su coche con las luces de posición encendidas. Me intrigaba. Hasta que oí el oleaje musical: mi vecino antes de subir a su casa esperaba a que terminase alguna composición encantadora que en un intervalo entre trabajo y familia se permitía el lujo de escuchar en su radio.
Son muchas cosas. Todas las resumió mejor Dyango en su canción: El misterio de la noche, con sus versos, sus canciones, / harán que reviva tu esperanza. / Quiero que no desesperes, la belleza de la noche/ y estos tus amigos de la radio/ con canciones te dirán que él volverá. / Es tu buena compañera: la radio”.