Es una pena que ya no esté entre nosotros José Luis Giménez Frontín porque --entre otros motivos de más gravedad— ahora que se cumple el cuarenta aniversario de la muerte de Sebastián Juan Arbó (San Carlos de la Rápida 1902- Barcelona 1984) podríamos preguntarle su opinión sobre este autor interesante, al que ahora se le están dedicando algunos homenajes. En el Archivo Comarcal del Montsià y en la Facultad de Filosofía y Letras de la UAB se celebró en octubre pasado un primer congreso sobre su obra ficcional y memorialística, especialmente relacionada con las gentes del Delta del Ebro: querido territorio natal que Arbó, hijo de campesinos promovido a oficinista siendo aún un niño, abandonó a los veinticinco años para trabajar en Barcelona como periodista en La Vanguardia y en ABC, pero al que volvía a menudo y, como adelantado a estos tiempos, recorría en bicicleta, hablando con sus gentes y tomando notas sobre sus paisajes, que eran su poética, su mito. (Sus cuentos y artículos sobre ese ámbito fueron rescatados hace poco por la editorial Proa y publicados bajo el título Totes les narracions del Delta).
Frontín era un pozo de sabiduría sobre nuestra literatura y conocía no sólo a las grandes figuras sino también había leído a las menores y a las más olvidadas y las más huidizas –Arbó, que tenía un aspecto físico un poco bruto, de recia mandíbula, no se prestaba de buen grado a la publicidad, por cierto— y me hubiera contado cosas interesantes del autor de Los hombres de la tierra y el mar (sus recuerdos de los años fundamentales en Amposta) y de Sobre las piedras grises, novela de Barcelona (las piedras grises son las de la ciudad en la monotonía pobre de la posguerra) con la que ganó el premio Nadal en 1948… y a qué motivos respondían, por ejemplo, sus tránsitos de ida y vuelta de la escritura en catalán al castellano, y de vuelta al catalán, y otra vez al castellano…
Incluso como biógrafo ha sido semiolvidado Arbó, ya que, aunque tuvo un gran éxito con su biografía sobre Cervantes, ulteriores estudios de muchos otros eruditos la han descatalogado de forma yo día que definitiva. Y también escribió una magnífica biografía de Pío Baroja (Pío Baroja y su tiempo, 1963) que ha caído también en el olvido, opacada por ulteriores estudios y trabajos biográficos de Mainer, entre otros varios, además de las muchas publicaciones sobre el autor de La busca con motivo del 150 aniversario de su nacimiento, en el 2022.
Ahora bien con la copiosa biografía de Arbó, que conoció y trató abundantemente a Baroja, el cual recíprocamente apreciaba también su escritura, ya es suficiente, no hace falta saber mucho más sobre el gran novelista vasco.
Comenté aquí el otro día la extraña frase, de macabras resonancias, del Baroja ya senil, según la recoge Arbó: “Y yo, ¿cuándo me he muerto?”. Tenía esta pregunta que el gran novelista repetía con frecuencia una variante: “Y a mí ¿cuándo me van a enterrar?”. (Que encuentra, para mí, un eco en la frase de Pla viejo enseñándole el brazo esquelético, en el que se marcan las venas azules, a su editor, Vergés, mientras le pregunta: “Saps què és? La mort. N'has sentit a parlar?”
En la copiosa biografía de Arbó, que conoció a su biografiado y habló largo y tendido con él, se cuentan muchas anécdotas divertidas e ilustrativas sobre la vida de los escritores de la República y del primer franquismo, con los que Baroja se había naturalmente relacionado, a menudo de forma poco amable, poco simpática.
El análisis sobre el estilo o la crítica textual rigurosa no era el fuerte de Arbó, pero sí las “páginas vividas”, que son estupendas. Entre ellas, mis preferidas son las que atañen a Benavente, que era tan despreciado o envidiado por sus contemporáneos de estética literaria más adelantada, pero a los que, por lo menos en los duelos dialécticos improvisados, solía ganar por goleada. Así, por ejemplo, cuenta Arbó que el prolífico premio Nobel (1922) hablaba siempre bien de Valle-Inclán; le advirtieron que éste, por el contrario, decía pestes de él, y Benavente, tras un momento de reflexión, concluyó: “A lo mejor los dos nos equivocamos”. Benavente era un hombre de trato afable y cordial, pero cuando tenía que defenderse de envidias y desprecios podía ser extremadamente ingenioso. Parecida anécdota es la del encuentro de ambos escritores que se encontraron de frente, sobre la estrecha acera de una calle del barrio antiguo madrileño. Era obvio que uno de los dos tenía que apearse de la acera para dejar que el otro pasase, pero Valle sacó pecho y dijo: “Yo no cedo el paso a un hijo de puta”. En respuesta, Benavente se bajó de la acera y con un gesto gentil respondió: “Pues yo sí”.
Parece que en los círculos literarios de aquella época, antes de la guerra, se estilaba un trato un poco bronco. Signos de unos tiempos que acabarían muy mal. El más bronco y camorrista de todos era Maeztu (que luego en el 1936 sería apresado por milicianos y asesinado en una “saca”). Así es como Maeztu presentó a Baroja a Galdós: “Éste es Pío Baroja, hombre atravesado, que habla mal de todo el mundo y también de usted, don Benito”. Baroja, naturalmente –apostilla Arbó—se quedó mudo, sin saber qué decir. Si estuviera entre nosotros todavía José Luis, podría yo llamarle, y consultarle, para abrochar este escrito con un juicio definitivo, seguro que generoso, sobre el borroso Arbó.