Se ha publicado un libro de Michael Finkel sobre la peripecia de Stéphane Breitwieser: El ladrón de arte (Taurus). Dice Félix de Azúa que el libro está bien escrito. Dice también don Félix (con perdón: es que llevo unos años viviendo en Madrid, y aquí, de la misma manera que en Barcelona te llaman “señor” y a continuación dicen tu nombre de pila --“señor Joaquín”, “señor Pepe”--, aquí en la capital, a la que te descuidas te llaman “don” o “caballero”: yo mismo soy para algunos vecinos y tenderos “don Ignacio”, lo cual no puedo decir que me consterne pero sí me causa algo de estupor…), dice también Azúa que el caso del joven Breitwieser es muy interesante. Desde luego que sí.
Pero en su comentario al libro de Finkel él pone el acento en las extraordinarias habilidades del ladrón, en su celeridad y su disimulo, y en su desinteresado amor al arte. En efecto, si Breitwieser (Mulhouse, Francia, 1971) sustraía obras maestras de los museos, en su descargo hay que decir que no lo hacía movido por la codicia, sino por el amor.
Era Breitwieser un joven camarero muy sensible a la belleza, que rondaba los museos provinciales y pueblerinos –y poco vigilados-- de Suiza, Bélgica, Holanda, Alemania y Francia, países por los que se movía como Pedro por su casa. Con la complicidad de su novia, que distraía a los vigilantes con su coqueto atractivo, se apoderaba de las piezas que más le gustaban. Y como ya hemos dicho, no lo hacía por motivos venales sino puramente estéticos, para contemplarlas a sus anchas; en el caso de los objetos artísticos, las esculturas, los objetos y las armas, para acariciarlas amorosamente.
Era un esteta. Sencillamente, se emocionaba con las obras de arte –con determinadas obras de arte, como las de Watteau, Teniers, Cranach, por mencionar a tres de los artistas que integró en su colección-- y quería tenerlas siempre a su disposición, en la buhardilla de casa de su madre, Mireille, con la que vivía en Eschentzwiller (Alsacia, Francia)--, para gozar de su contemplación a voluntad.
Reunió cientos de piezas de museo. Ahora se publica el libro sobre su “caso”, pero éste se remonta a hace más de veinte años, que es cuando saltó a la prensa y cuando me interesé por él. O más bien, por su madre.
Porque cuando por fin la policía le echó el guante a Stéphane, éste aceptó deportivamente su derrota y la dirigió a casa de mamá; y, mientras tanto, manifestaba su proyecto de cambiar de estilo de vida y, una vez cumplida la condena que le impusiera la justicia, que imaginaba benigna (ya que él se prestaba a restituir las obras), emplearse en alguna institución para contribuir a mejorar la protección de los museos contra gente como él.
No contaba con que su madre, Mireille, enterada de la detención de su retoño, se desharía, para protegerle, de los cuerpos del delito. Quemó algunos óleos; algunas piezas de orfebrería se encontraron tras desecar el canal donde las arrojó; otras aparecieron abandonadas en las ermitas de los alrededores. Se ve que la señora Mireille era piadosa, pero sobre todo necia, pues, como una deidad provincial, aciaga y mezquina de una mitología pequeñoburguesa, destruyó parte de un patrimonio artístico.
En atención a que no había en aquellos robos propósito de lucro, a Stephan le impusieron una pena benigna, salió libre en seguida, publicó un libro sobre su historia y gozó de sus consabidos quince minutos de fama, a los que ahora hay que añadir la prórroga que le proporciona el libro de Finkel.
Hace veinte años pensé que, al enterarse de que su madre había destruido aquellas obras maestras que él tanto amaba, Stéphane Breitwieser sufriría en su celda; quizá incluso lloraría.
Pero lo veo en la foto que le hicieron cuando ya había sido puesto en libertad y presentaba un libro autobiográfico, y ahí sonríe, sonríe con la estupidez que define y resume su andadura depredadora por cinco países.
En La balada de la cárcel de Reading, Wilde afirma que el hombre siempre destruye lo que más ama. Eso siempre me ha parecido una tontería. Es falso, salvo en el familias como ésta.