Cogí mi primer lumbago arrastrando una edición lujosa de Herrumbrosas lanzas (1983-1986) de Juan Benet en mi mochila de estudiante de Filología Hispánica. Trabajaba en una biblioteca y no hacía ni caso de los usuarios: desplegaba mi mapa de Región y me zambullía en ese libro hipnótico para aislarme del vulgo municipal y espeso, porque de joven yo era libérrimo, postsimbolista y bastante arrogante. La forma de escribir de Benet se me pegó como una garrapata y tardé muchos años en quitármela de encima, creo que lo conseguí justamente cuando los lumbagos empezaron a volver para no irse ya nunca más. Pero tampoco se ha ido mi convicción de que la reforma benetiana de la narrativa española es la aportación más fundamental entre 1960 y el año 2000.
Y quien dice Juan Benet dice también Luis Martín Santos, de quien celebramos este año el centenario de su nacimiento. Cuando yo criaba mucho acné y deambulaba por las librerías con una gabardina negra tremebunda, también devoré Tiempo de silencio (1961) en una edición de kiosco con las tapas duras y las páginas amarillentas y llenas de manchas de óxido. Todos mis amigos leyeron también Tiempo de silencio en ediciones destrozadas de los años ochenta y noventa. En esa época también leía furibundamente a Beckett y a Faulkner, antes de que descubriera a Chéjov y a Balzac. Pues bien, ha sido un placer para mí volver a comprar esta novela, esta gran novela inaugural que parece mentira que sea una primera obra, así como también parece mentira que este texto pasara la censura. Realmente increíble. El salto hacia adelante que hay de las novelas comunistas a Tiempo de silencio es, sencillamente abismal; estoy de acuerdo con las interpretaciones que consideran este libro el inicio de un nuevo modo de pensar la literatura, considerándola una cosa importante y a la vez fútil.
Decía que ha sido importante para mí reencontrarme con este clásico debidamente adecentado, de nuevo en Seix Barral, con portada satinada que produce un placer de níquel ballardiano, con un prólogo de Enrique Vila Matas que no tiene desperdicio, y del que hablaremos por extenso, y con buen papel ahuesado. Yo también llevo mejor las uñas, aunque no he conseguido exactamente peinarme. En el instituto, durante esos años en los que dicen que nos oprimían y excluían y pegaban y nos hacían memorizar listas raras de reyes godos, nos habían explicado en un curso de Literatura Española del Siglo XX que de la novela existencial (la de Laforet) se había pasado en los 50 a la novela social (la de Ferres y López Salinas) y, en los 60, gracias precisamente a Martín Santos, se había inaugurado la llamada “novela estructural”, es decir, lo que en la actualidad viene a denominarse “textualismo”, y que no sería otra cosa que el desembarco de las formas del Modernism anglosajón a nuestras pobres letras mesetarias. La sequía pertinaz había terminado. Lo había sentenciado Gonzalo Sobejano. A Ángel Vázquez lo descubriríamos más tarde.
Esto es lo que nos explicó nuestra profesora de Literatura de COU, que se llamaba Gloria Prado y que era una absoluta maravilla: desde aquí le lanzo un homenaje totalmente frontal, emocionado y camusiano. Cuenta Vila Matas en este prólogo imperdible a esta edición conmemorativa de Tiempo de silencio que en su época de estudiante los maristas y los jesuitas le decían siempre que la manera correcta de escribir era la de José Ortega y Gasset. Y que, obviamente, esto entró en crisis exactamente cuando Juan Benet publicó Nunca llegarás a nada y Martín Santos Tiempo de silencio. En cambio, a nosotros cuando estudiábamos en la Facultad siempre nos decían que la forma correcta de escribir era la de los textualistas, por ejemplo, el Guelbenzu de El mercurio (1968). Pero Guelbenzu y los pesados de los neocortazaristas, que era una legión pegajosa entonces, porque los ligones adiposos eran todos cronopioides, no nos interesaban demasiado. En realidad lo que nos gustaba más era, precisamente, Vila-Matas, todo lo que publicó antes de París no se acaba nunca (2000). Y eso que la obsesión por Benet a mí, personalmente, no me ha abandonado nunca.
La versión oficial, pues, sobre Tiempo de silencio, era la siguiente: había importado los modos, las epifanías y el estudio del presente y el abuso de las palabras-maleta de James Joyce y había proyectado hacia adelante, por fin, a la literatura española, sacudiéndole todas las telarañas, los garbancismos y las adherencias mesetario-carlistas. Lo que yo me propongo plantear aquí es la tesis contraria, de qué modo Tiempo de silencio es un texto que se está proyectando continuamente hacia atrás, hacia el pasado, y que de esos idiolectos de los que se propone huir construye una nueva lengua residual y neosedimentaria que consiguió que se abandonaran de una vez por todas una serie de atavismos y parálisis mentales que ya en 1960 formaban una amalgama fangosa insostenible. Pero a la manera de Jameson, convirtiendo la materia fecal, el subdesarrollo, la desnutrición y las pesadillas nacionales en una coral de fósiles en movimiento atrapadas en un mundo de esperpentos, cafés ahumados, prostituciones romantizadas y zarzuelas.
¿Acaso no suena a Galdós y a Valle esto que copio aquí?: “Como noche de sábado, Pedro comió más rápidamente. En el comedor estaba detrás el matrimonio arrugadito y entre otras dos pequeñas mesas en que se sentaban dos hombres solos. La pescadilla mordiéndose la cola apareció sobre su plato, tan perfecta en sí misma, tan emblemática, que Pedro no pudo dejar de sonreír al verla. Comiendo esa pescadilla comulgaba más íntimamente con la existencia pensional y se unía a la mesa de mártires de todo confort que han hecho poco a poco la esencia de un país que no es Europa. El uróvoros doméstico tenía una apariencia irónica, sonriente” (p.83). Sólo faltan aquí Miau o Máximo Manso escurriéndose cautamente hacia la puerta de salida del madrileño piso.
Acabar con la literatura regeneracionista
Un 50% de Tiempo de silencio se sitúa en interiores descubiertos por Galdós, de su mundo de pensiones y de sueños de una clase media lumpenizada por la que hemos de sentir más compasión que odio. Hasta el monólogo interior ya lo encontrábamos en La desheredada (1881). Y la parte que no es Joyce suena muy intensamente a Baroja y a los esperpentos urbanos de Valle-Inclán, a Luces de Bohemia (1920) y El Trueno dorado (1936). Amador y las niñas cloróticas, el Muecas y los matrimonios arrugados, las pelas de naranja y la basura del suburbio son elementos barojianos. Con estas metáforas quevedescas (porque la novela no está nada exenta de goyismo precisamente), con estas maldiciones y esta furia estilizada propia de Valle y la caricatura de los diagnósticos hispánicos, ya tenemos lengua jamesoniana que soporta toda la novela. Con todos estos elementos del pasado (las tertulias ultraístas y ramonianas, que también son evocadas, y los pintores desubicados y un mundo entero de somnolencia y café con leche), Martín Santos dio carpetazo a un mundo ajado y abrió posibilidades impensables.
Todo lo que explica Vila-Matas en su prólogo elíptico es esencialmente verdad: Kafka está presente en esta novela que muestra como ninguna otra las cloacas de una capital, con su mugre policial, sus mazmorras y sus cárceles mentales de miseria y primitivismo. Cervantes, el sabio que consiguió brillar entre desgracias e integrismos, y que es la preocupación de Don Pedro mientras desciende al Madrid tabernario, también es un modelo para Martín Santos. De la misma forma que Cervantes consiguió acabar con la balumba absurda de las caballerías cuantitativas, con el ciclo artúrico a peso y a granel y las ampulosidades neogriegas, Martín Santos consiguió acabar con la morbosidad de la ya intolerable literatura regeneracionista, castellanista o sobre el “problema de España”. Son multitud los paisajes en los que el autor se mofa de los celtíberos, el ruedo, las glorias antediluvianas, el caballerismo hipócrita y las piedras santas.
Un pelín más cosmopolitas
Pero veámoslo; lo mejor ves plasmarlo sobre el papel: “El retrato del hombre de la barba, frente a mí, que lo vio todo y que libró al pueblo ibero de su inferioridad nativa ante la ciencia, escrutador e inmóvil, presidiendo la falta de cobayas. Su sonrisa comprensiva y liberadora de la inferioriad explica –comprende- la falta de créditos. Pueblo pobre, pueblo pobre. ¿Quién podrá nunca aspirar otra vez al galardón nórdico, a la sonrisa del rey alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la península seca espera que fructifiquen los cerebros y los ríos?” (p.19). Y es que ya iba siendo hora de cerrar con siete llaves el sepulcro de Costa.
España sigue siendo cutre y socialmente deforme, pero nos han dejado ser un pelín más cosmopolitas y salir de vez en cuando del valle. Actualmente, a los Ramones y Cajales y Severos Ochoas vuelven a enviarlos al exilio. ¿Sabían ustedes que Gregorio Marañón tuvo que aprender a operar abriendo perros en canal sobre sillas? Puedo decir que en general he podido vivir sin telarañas en los ojos o, por lo menos, combatiéndolas, como las combatió Martín Santos, autor de frases geniales como “El bajorrealismo de su vida no llegaba a cuajar en estilo” (p.92). ¿Pudimos nosotros, los del año 2000, avanzar algo? Y es que en los años cincuenta (de aquí la broma sostenida con Ortega y la manzana) la reflexión jeremíaca sobre el destino nacional ya debía de ser un cadáver demasiado putrefacto, una de esas bromas calavera con sus dientes mondos que hunden al prójimo en la desesperanza. ¿Ustedes se imaginan que en un país las esperanzas quedaran depositadas en los libros de Laín Entralgo y Calvo Serer? (Por cierto, que Laín dirigió la tesis doctoral de Martín Santos, en 1953). Ese ciclo ya tan horrendo de la meditación mesetaria tuvo, en cambio, una culminación en forma de rebrote feliz en 1985, con la publicación de España inteligible, de Julián Marías, pero esa culminación estaba tratando de insuflar vida a una democracia joven, y no de tomarle el pelo a una población sometida y, sobre todo, aburrida. (Un apunte que no tiene nada que ver con todo esto: Todas las almas de su hijo Javier es de 1989).
Al prólogo de Vila-Matas sólo le encuentro dos ausencias: Faulkner, del que se mofan indirectamente los intelectuales de la novela cuando intentan embromar o humillar a la chica del jersey amarillo limón, y Juan Goytisolo. Porque cuando se dice demasiado a la ligera que la escritura complicada y amplia de Martín Santos y Benet ni dejó discípulos ni le quedan seguidores, habría que tener presente toda la trayectoria de Juan Goytisolo posterior a Señas de identidad (1966). Nos lo explicaba en clase el profesor Jordi Gracia y asentíamos, con el boli bic en la boca, un poco perplejos, hacia 1999, porque Jordi Gracia han de saber ustedes que daba las clases moviéndose arriba y abajo, a veces incluso corriendo, diciendo que unas cosas eran “vomitivas” y bendiciendo otras con grandes movimientos de los brazos y las manos, pero ahí la clavó: Juan Benet es más heavy y faulkneriano que Martín Santos; y quien llevó su ironía hasta la exasperación y el paroxismo (Reivindicación del Conde Don Julián, 1970), fue Juan Goytisolo en sus mejores momentos.
Toda esta historia de la novela estilizada e hiperliteraria, del hipergusto y la hiperfrase con hiperestilo, que ciertamente inició Luis Martín Santos, terminó con su último descendiente: Tomás Nevinson, de Javier Marías (2021). Este ciclo ha terminado; como diría David Lynch: “There is no band”. Díganme si no suena esto a Marías, Javier, procedente de Tiempo de silencio: “Ya está más lejos. Ha atravesado la fugaz ciudad nocturna tan apesadumbrada de iglesias cerradas y tabernas abiertas, de luces eléctricas oscilantes y de esos coches que se lanzan a toda velocidad a estas horas, por la confluencia de las grandes vías como conducidos por suicidas lúcidos, autos descapotables abiertos en las noches frías para que se vea la cabellera rubia de la mujer de precio o su estola de visón, autos plateados de marcas caras cerrados para que no se vea la máscara de la brutalidad ebria de los grandes, autos inmensos, potentísimos, con formas de elegantes cetáceos que caminan lentamente, contoneándose con balanceo de lujuria tras otra que ha salido del bar de nombre famoso y que espera sólo que la noche se haga más cerrada para decidir sin esfuerzo de la portezuela de mandos automáticos, autos lanzados como proyectiles hacia un futuro de placer tangible” (p.87). Aquí sólo falta el perrillo en la plaza tis-tis-tis.
La pregunta es: ¿qué nos tocará leer ahora? ¿Quiénes nos harán de papi y mami? Yo lo tengo bastante claro: Antonio Orejudo va a su completa bola y nos cuida bastante; y el foco ahora mismo está sobre la gran literatura (grande por tamaño y madurez) que están dando los mutantes y no nocilleros fieles a sí mismos: Agustín Fernández Mallo, que se nos ha vuelto filósofo, Jorge Carrión, Laura Fernández, Javier Calvo y Vicente Luis Mora. Personalmente me cuesta mucho soportar a neovictorianos y moralizantes. Los del año 2000 se han hecho mayores. Y se parecen más a Vila-Matas que a Juan Benet. Pero lo que parece indiscutible es que Tiempo de silencio, ese milagro enorme de 1961, nos redimió a todos de tanta caspa y tanta metafísica y nos enseñó a centrarnos en la gran literatura que se ríe de todo y de todos. Creo que nadie actualmente discutiría esto.