El romanista Joaquim Mallafrè aplicó al arte de la traducción este principio del poeta y dramaturgo húngaro, Stephen Vizinczey: “Ante todo, complácete a ti mismo”. Traducir es cuestión de adaptarse al camino más duro por medio de la gimnasia mental, como lo hacen los aficionados al teatro de Shakespeare o los lectores de Balzac. Mallafrè no conocía bien otros idiomas cuando empezó a bregar con las traducciones del inglés; confesó que de joven se decía si “Joan Sales tradujo del ruso, sin dominar la lengua de Tolstoi, yo me convertiré en traductor gracias al aprendizaje de los idiomas que todavía no domino”. A esta vía se accede a menudo por medio de versiones puente de otras lenguas conocidas; se aprende comparando como lo hizo Ezra Pound, flotando en gramáticas lejanas, o con el rigor de Josep Maria de Sagarra, en La Comedia de Dante, a la que aplicó su gran maestría. Sabio o menos sabio; rico o pobre; instalado o no, el buen traductor combina pasión y afición. Realiza el trabajo extenuante, al que nunca renunció Mallafrè. Sobre La Comedia en catalán dijo un día con descaro amable: “La versión de Andreu Febrer, de 1429, es muy próxima al original; es muy interesante y tiene cosas que Sagarra o Mira no superan”. Lo provenzal tira, el origen de una superación en la etapa medieval o renacentista pone en jaque al académico.
Mallafrè, doctor en Lingüística y profesor de la Universidad Rovira i Virgili, hasta su jubilación, en 2006, falleció el pasado jueves a los 82 años, en Reus, su ciudad natal. Ha sido el gran traductor de Joyce al catalán: Ulisses, aquella versión tantas veces comparada en calidad con la de José Maria Valverde, en castellano. De su pluma vernácula han nacido otros clásicos, como Samuel Beckett, Rudyard Kipling o Laurence Sterne; de este último, dos entregas especialmente reseñables: Vida i opinions de Tristram Shandy, y Un viatge sentimental per França i Itàlia. Mallafrè ha vertido con especial énfasis las dualidades de sus logros como transponedor de ideas e imágenes, como las de Trim y su amo, en el caso de Shandy. Lanza sobre el lector la cercanía familiar de los viajes mochila al hombro y equipaje ligero, utilizando como espejo el camino del amo y el criado, a partir del cenit cervantino, de Alonso Quijano y Sancho. Mallafrè ha mostrado al mundo una evidencia, que muchos no lo vieron tan claro, como el propio Adolfo Suárez, cuando dudaba de que en catalán se pudieran escribir manuales de química o de física: las mejores obras de la literatura universal se vierten en la lengua catalana, y ofrece al lector impagable, la riqueza de las lenguas.
A lo largo de su vida, el traductor se ha hecho visible porque nunca vivió de su vocación de traductor, muy mal remunerada en la tradición latina de los Sellos fuertes y los sueldos bajos. Ha mantenido a su familia gracias al mundo académico y se ha dejado la piel y los ojos en las noches de papel, Underwood y pantalla.
El tan comentado Joyce de Mallafrè es la pintura del periplo dublinés de Leopold Bloom, nacido con anterioridad, en Los Muertos, el fragmento de Dublineses que prefigura la exhalación de una novela tan comprimida como la noche del mejor cuento, convertido en noche interminable. La traducción de Mallafrè exhala estampas demasiado glorificadas, pero expertas en la adolescencia del amor. Nos habla de un mundo que se enfrenta, en la calle y en la taberna, a la autoritaria y sibilina cultura religiosa de aquella Irlanda oscura, que pedía gritos su propia profanación.
Mallafrè es un traductor de capilla; no se sale de la concreción que exige el autor, lejos de las versiones romantizadas que inundan el mundo editorial en todo el planeta. En el caso de Joyce, deberíamos decir que el traductor pilla el espíritu fundacional. Expresa la mezcla entre el realismo impresionista de Flaubert o Zola con el mundo subjetivo pero objetivable de Conrad, las dos fuentes del escritor irlandés. Una vez más, otra lengua –el catalán concreto y rítmico tras la muerte de la retórica de la Renaixença- expresa la fusión salvaje de Leopold y Molly, cuando, el uno y el otro, descubren lo más soterrado de sus emociones.
El buen traductor es un hombre interior. Alguien que desprecia la activación de las luces del éxito y siente la profunda llamada del silencio. La consellera de Cultura de la Generalitat, Natàlia Garriga, asegura que Mallafré “deja un legado inmenso”, y resalta que su labor ha permitido leer en catalán a Beckett. Sí, Samuel Becket, hay que ser muy valiente para aceptar esta llamada del autor que funde pasado, presente y futuro, en una coexistencia que anula el tiempo. A veces porque el infierno está en los otros, otras por la exclusión del concepto y también por la celebración insólita de la idea. El lector de Beckett encuentra la solución en las versiones de Mallafrè, pone a su alcance las inspiraciones del autor sobre la libertad que habita en el inconsciente.