Letra Global con Pablo Acosta. Tras un acuerdo con la prestigiosa revista Granta en español, publicada por Vegueta, nuestra publicación presenta una selección de los mejores textos, una muestra de la literatura contemporánea, con los mejores creadores. Granta en español, que dirige la editora Valerie Miles, ha logrado una gran repercusión gracias a la atención y al mimo de escritores de todos los continentes, con números de una enorme calidad, que han tenido eco en Letra Global, como el que se centró en la literatura de Perú.
Granta en Español, es émula de la revista británica Granta, y se publicó por primera vez en mayo de 2003 por iniciativa de los editores Valerie Miles y Aurelio Major, motivados por la necesidad de interpelar y trasvasar las literaturas que han ido surgiendo en países hispanoparlantes y angloparlantes en los lustros recientes.
El texto seleccionado es El recibidor (Un habitáculo de La casa de mi padre), que apareció en la web de Granta en español en 2018. La crítica sobre el libro se recogió aquí en Letra Global.
El recibidor (Un habitáculo de La casa de mi padre)
Hace años se inundó la casa de mi padre. Sin avisar, un día, cayó una tromba impensable sobre la isla y por fin la gente, al reventar de las alcantarillas, pudo echarse a la calle como tantas veces habían visto en los reportajes. Sacaron los botes hinchables del trastero al rescate de viejas que venían de la compra, se habían quedado de agua hasta los sobacos y esperaban atascadas en rotondas. Los coches flotaron y se dejaron bogar hacia el mar; primero suaves nenúfares por las carreteras, después como cayacs embravecidos rodando por los barrancos… Llevo lejos cada vez más años y me burlé al oír a mi madre contarme todo esto por teléfono. Exageraciones de las islas y el desterrado que se carcajea, no es para tanto, gota fría, a quién se le ocurre. Pero sí, ahora sé que no solo se inundaron las ciudades y las carreteras. En el ático de mi padre el sumidero de la terraza no dio abasto y vomitó un agua incansable que se colaba por la puerta corredera del salón y desde allí se derramaba por todo el piso, llana, inexorable, extendiéndose bajo sofás, empapando cables y revistas, recorriendo el pasillo como un niño en triciclo, también en tromba, hasta el estudio.
Ya mi padre no vivía ahí recién casado con mi madre, ni después con alguna de sus múltiples mujeres, ni yo ni mis novias jipis de la universidad, ni siquiera los amigos a los que después alquilé la casa porque no quería que la habitaran extraños. La noche de la inundación solo estaba allí una desconocida inquilina, que llamó a mi madre para comunicarle el desastre (el parquet hundido, resquebrajado, toda una noche de achicar a cubazos y manos llagadas). Que el ático casi desapareciera bajo las aguas me dio absolutamente igual, de hecho no estaría contando esto si no fuera porque la inundación demostró algo: la isla había quedado vacía de mí y todo lo que ocurría a cientos de kilómetros de océano me resultaba ajeno. Al fin dejaba de sentirme como un mártir roto, como si hubiera dejado un trozo mío haciendo guardia en aquella tierra y, a mi pesar, allá se hubiera seguido desarrollando. Yo no estaba en ningún sitio cuando la lluvia comenzó a restallar contra los cristales y no pasé días en una casa húmeda iluminada con velas. Lo común había acabado, al fin estaba en otro lugar y lo sabía porque la casa de mi padre, la que resistía dentro de mí, siempre había permanecido seca y ajetreada.
Parece que ha pasado un tiempo infinito desde que mi padre se erguía en su casa, pero en realidad no han sido más de diez años. Diez años. Qué es esa cifra a la que me obligo, cuando para mí aquel tiempo posee una textura determinada, una rugosidad que siento al cerrar los ojos e imaginarme automáticamente aquel espacio como un cuerpo, las paredes órganos internos, y mi padre paseándose como un condenado pasillo arriba pasillo abajo, fumando su tabaco negro, esperando que yo lo vaya a buscar. Diez años que miro desde este maravilloso exilio y que son un olor que contengo de maderas oscuras, como de humo agrio al fondo de una máscara. Para mí, la casa de mi padre, la mía, no existe afuera, ahora alquilada, sino que está adentro, adentro, y nunca he podido hacer nada por sacármela, por ordenar todo lo que pasó allí y plantearlo sobre una fina línea narrativa que nos lleve a sentir pena, sorpresa o deseo o asco. Así, la inundación de hace unos años me importa nada: solo fue una tormenta que afectó al piso que aún existe y que para mí ya no es un problema. Las verdaderas inundaciones que temo son otras.
En la casa de mi padre hay lugares que no importan nada o lugares densos, mares en los que cada vez buceas más hondo, y no quieres, y la cabeza te va a reventar. Son los lugares en los que pasaron cosas y que están impregnados de sentido. Allí me esperan los objetos que me pueblan por dentro y viven algunas personas. Y esto no solo es una licencia poética: ellos duermen en mí y aparecen cuando bajo la guardia, toman diferentes formas, me recorren y traman historias en las que me veo envuelto, investido de un yo anterior. De estos hay varios, yo diría que tres: uno en la prehistoria, el niño querúbico (gordo) que vivía allí con sus padres, que tenía un triciclo para despertarlos y sisaba pinzas quirúrgicas para meterlas en los enchufes. Otro en el año cero, cuando nació mi padre tal y como hoy lo concibo: el adolescente greñudo y delgado que fui, que se hizo tatuaje bajo el cogote a los dieciséis, que visitaba a su padre en fines de semana alternos y llevaba chaqueta de cuero y gafas de finas monturas de metal. El último, en el inicio de la poshistoria, el universitario que estaba acabando la carrera y ya se iba quitando los trapos negros y engordando, que vació los cajones, regaló la ropa a la beneficencia y acababa en el salón cada fin de semana con un grupo de amigos para ver vídeos mientras amanecía y tomaban las últimas cervezas. Ellos tres conviven en la casa de mi padre, se enfrentan a los caprichos de las figuras que la habitan y se sumen a su mandato. Están dentro y están vivas. Me gustaría olvidarlos, pero los alimento como una madre a su feto, inevitablemente.
Yo soy la casa de mi padre, pues esta solo habita en mí y conmigo desaparecerá. ¿Puedo sacarla de mí, atorar las puertas, hacer que viva en otros? Salvar nuestra memoria de barones descastados (porque yo a mi padre lo quise), al tiempo que doy un paso adelante, y otro, y otro más, dejando lejos la mole del palacio y sus gemidos apagados, los temerosos ecos de las bestias impotentes. Quiero construirle en el mundo un palacio a mi padre y que mi padre se fosilice allí dentro. Quiero construirle un palacio y que cualquiera, sobre todo yo, pueda rondar por él sabiendo lo que allí se va a encontrar. Quiero crear una casa de la memoria en la que solo se abran las puertas que yo deseo. Vaciar las habitaciones de todo lo que desconozco o no me importa y solo dejar allí los objetos de mi desasosiego: un cuaderno escrito en duermevela por mi padre, algunos libros marcados de su biblioteca, un revólver. Encerrar a los vivos en habitaciones determinadas, desarmarlos, controlarlos. Poder mirar el espacio dentro de mí pero desde lejos, como si fuera un relicario, una cajita de madera con un cristal que te deja ver huesos, dientes de santos, trozos de madera del naufragio del arca de Noé. Y que esos fragmentos me permitan dejar de olvidar.
Pero la palabra padre me apuñala y me da nauseas: ahí está el problema. Los ángeles subían, pero también bajaban por la escalera de Jacob.