Picoteando La sociedad del espectáculo de Guy Debord, coincide en que “cuando el yo solo existe por poderes, es que el yo no es nada”. Sin referirse a ella en ningún momento, Hans Magnus Enzensberger convierte esta declaración de anti-principios en epígono de su tiempo. En su último libro, Artistas de la supervivencia (Viñetas literarias del siglo XX), editado por Altamares, en el que se incluye una parte inédita de su revelación póstuma -el eminente poeta, ensayista y traductor murió en noviembre de 2022, a los 93 años-, resume fragmentos de análisis y conversaciones con escritores que han sobrevivido al terror del Estado y de las purgas; y se pregunta: ¿Por qué no capitularon?

¿Escaparon de la prisión, del campo de concentración y de la muerte por una suerte rayana en el milagro o ello se debió a estrategias que fueron desde el congraciamiento al mimetismo? O simplemente se apartaron del Diablo, para dedicarse a las letras, como hizo Robert Musil, refugiado y empobrecido en el cantón suizo de Ginebra, retocando y añadiendo círculos a El hombre sin atributos, obra magna, -comparada en su momento con la trilogía Los sonámbulos de Herman Broch- cuyas verificaciones y confusiones empequeñecen a la Recherche de Proust.

Hans Magnus Enzensberger

El primer Musil deja escrito El joven Törless, una restauración dramática del artista adolescente, figura central de la narrativa alemana a partir del Werther de Goethe. El Musil maduro no termina los atributos, mientras disecciona aspectos aparentemente menores, como el deporte y su conversión en fenómeno de masas.

En el artículo titulado 'El día que papá empezó a jugar al tenis(publicado en Der Querschinitt), el autor analiza el calzado de los jugadores y la elasticidad de las damas que juegan sin corsé; y ahí, en esta curiosa pieza menor, Musil muestra el mismo doble campo que domina toda su obra: especulación intelectual y exactitud científica. Muy lejos de él, su congénere Alfred Döblin, nacido en Maguncia, es un médico de vida acogotada y un literato de obra difícil, salvo en el caso de la conocida novela Berlín Alexanderplatz, llevada al cine por Bob Fosse, en Cabaret. 

Emil Cioran en París

En su templo de los dioses de las letras, Enzensberger, incubado en las universidades de Friburgo, Hamburgo y la Sorbona, además de viajado y políglota, pone a prueba a parejas no parangonables, como los Miller (Arthur y Henry), a los aislados Ciorán, Céline y Cocteau, a los que abren su poético corazón a un tiempo nuevo, como Pessoa o Gertrude Stein, o a cumbres que acaso no merecieron tanto, como Sartre y García Márquez.

Sus páginas recorren biografías casi desconocidas, como la de Ricarda Huch, cuya casa en Jena se convierte en un lugar de peregrinación, cuando en pleno ascenso del nazismo, ella, excomunista desclasada, recibe felicitaciones de Hitler y Goebbels en su octogésimo aniversario. Es el tiempo de Gabrielle D’Anunzio, un hombre kitsch, con uniforme de aviación y veleidades de noble, que influye en Mussolini y convierte en musa a la actriz Eleonor Duse, una de las tres gracias, junto a Sarah Bernhardt y Ellen Terry.

Fernando de Pessoa ALMADA NEGREIROS

Enzensberger resume las letras en viñetas literarias; aplica el feuilleton francés germanizado, el estilo defendido a capa y espada Peter Altemberg, Ludwig Speidel o Heinrich Heine; la pieza coloquial y simple, capaz de contar la verdad del mundo moderno. Es el periodismo puro al que se opone el ceremonioso Karl Kraus, acusando al género de socavar el rigor de la lengua alemana. En Viena, en cualquier caso, el feuilleton se impone y su influencia llena corrientes literarias, como el naturalismo, el Vormärz, el impresionismo, el jung-wien o el expresionismo.

La guía de Hans Magnus atraviesa los heterónimos del gran Pessoa: Alexander Search, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Antonio Mora o Bernardo Soares; para acabar aceptando que Portugal es demasiado pequeño, un país que sueña en la grandeza del pasado y está “gobernado por caciques”, una cita hallada en fragmentos de baúl, con los que se recompone El libro del desasosiego. Enorme.

El dolor que produce la palabra a los que la escriben está grabado en la piel de la gran poetisa rusa, Ana Ajmátova, una mujer cuya vida se oscurece a partir de la revolución bolchevique. Sus dos maridos son depurados; a la autora del poemario La tarde le prohiben escribir y se hunde en el olvido hasta la visita de Isaiah Berlin a San Petersburgo, donde departe confidencias con la escritora, reflejadas en Impresiones personales (Fondo de Cultura Económica).

César Vallejo DANIEL ROSELL

Ajmátova se ve obligada a escribir y recitar poemas laudatorios dedicados a Stalin, el carnicero. Protagoniza un triángulo amoroso con Ósip Mandelstam y su esposa Nadezhda Mandelstam, biógrafa de la poetisa, señalada en público como dama entre el “tocador y el reclinatorio, mitad monja mitad ramera, mezcla de fornicación y oración”. Insultos, silencios, asesinatos, deportaciones, mentiras y tristeza absoluta por aquel pasado humillante. Y ella, la belleza orgullosa, más cerca de Juno que de Venus, que sobrevive al Siglo de los lobos (título de la autobiografía de Nadezhda). 

Boris Pasternak le va a la zaga. Le entrega el manuscrito de Doctor Zhivago al editor Feltrinelli en Milán y le dice: “En este momento, queda usted invitado a mi ejecución”. El ucraniano, entonces ruso, Mijaíl Bulgálov recibe a su muerte los parabienes de la misma Ajmátova: “incluso para él ha sido difícil soportar el desprecio”. En Sarajevo, la capital atormentada de Bosnia y crisol de confesiones, Hans Magnus encuentra la pista del complejo Ivo Andric, el superviviente de Un puente sobre el Drina (Debolsillo). Mas tarde, se encarama en los Andes latinoamericanos para conocer la geografía envolvente de César Vallejo, la fuerza caótica y atormentada, que habla el castellano callejero de Lima, mezclado con entonaciones de Góngora y retruécanos de Quevedo.

El escritor Ernst Jünger

De regreso a Europa, el autor se sumerge en la pasión de la ancianidad, sobre el rastro de Ernest Jünger, aquel soldado de la Legión Extranjera, acusado de cobardía por los dos bandos. Jünger se mueve demasiado bien en el París de Jean Cocteau, rodeado de ostras y champagne, mientras miles de prisioneros semidesnudos de todas las naciones cavan zanjas en la línea Maginot. Años después, sus espléndidas crónicas de Guerra, Radiaciones (Tusquets), son víctimas de los izquierdistas en Frankfurt, cuando este hombre pulcro y siempre bien vestido es galardonado con el Nobel, siendo casi centenario.

En La Bibliotèque de la Pléiade de Gallimard, el escritor alemán repasa las obras completas de André Breton y reconoce que, con el paso del tiempo, Francia sabe rendir homenaje a sus clásicos. Atraviesa los Alpes para caer sobre Capri, en la Villa de Curzio Malaparte, con espacios dignos de Moravia, Romel o Godard. Conoce a Raymond Queneau, el hijo de la dueña de una mercería, demasiado inteligente para ser escritor y con su obra recopilada también en la Pléiade. Piensa en el sueño americano de Neruda, el hombre-museo de Isla Negra (Chile), con miles de poemas cayéndose de sus bolsillos, de los que una docena son inolvidables. Reduce la explosión del varsoviano Witold Gombrowicz, pero admira su vitalismo vocacionalmente inmaduro, su impaciente paso por Buenos Aires y su encaje en la revista parisina Kultura, el medio que salvó del hambre al exiliado intelectual polaco. 

El escritor Elías Canetti

El paso de Hans Magnus bajo el umbral de Elías Canetti significa la canonización de un autor aburrido, maledicente y mirando siempre a lo más alto. La llaman “jeringuilla envenenada”; explota a sus amantes y amigos desde sus ojos tristes, detrás de unas gafas de montura negra, casi luctuosa. Su obra se divulga en España, gracias al editor Mario Muchnik, que publica sus ensayos como Masa y Poder y sobre todo la novela Auto de fe, escrita antes y traducida en Londres, cuando se nacionalizó británico.

Al terminar Artistas de la supervivencia, Enzensberger agradece a The Paris Review que haya elaborado su Olimpo privado de autores que se supone han complementado su propio canon. Después de la selección de 63 escritores, sin referir autoridades morales frente a méritos artísticos, resulta lógico pensar que la subjetividad es la norma. En un breve prólogo, el autor responde a preguntas menos azarosas de lo que parece. ¿Por qué no salen todas las culturas y todos los colores de piel en su libro?: “La literatura no es una olimpiada y no hay un medallero”. ¿Dónde están las mujeres? En el elenco solo hay una minoría: “Esta proporción no la puedo compensar yo. Por favor diríjanse al Patriarcado”. 

El libro, considerado la última entrega de Hans Magnus, una de las más testimoniales y marcada por el humor de un hombre que se extingue, “exige la forma de la primera persona del singular”. Como tantas veces en la historia de los ensayos literarios, la selección define el formato. Él responde al desafío inconsciente de Guy Debord, sobre el enigma del Yo, citado al principio: “Solamente el Yo acepta a regaña dientes que le manden callar”, sentencia Enzensberger parapetado, como buen alemán, detrás de la afinidad electiva de Goethe.