Descubrí a la peculiar familia Addams en la infancia, cuando TVE emitió la serie que en Estados Unidos estuvo en antena entre 1964 y 1966, pero reconozco que no le presté mucha atención. Puede que los niños no fueran el público ideal para la serie y que se me escaparan muchas cosas que me habrían llamado la atención unos años después, pero, además, yo estaba enganchado a La familia Munster, que me hacía mucha gracia y se pasó en España antes que La familia Addams, propiciando la falsa sensación de que la segunda era una copia de la primera (nada más lejos de la realidad: ambas coexistieron en su país de origen entre el 64 y el 66). En realidad, no tenían mucho que ver, más allá del uso de un humor relacionado con el terror. Los Munster eran más fáciles de entender, más simples en sus recreaciones de clásicos del cine de miedo como Drácula o el monstruo de Frankenstein, más adecuados para una mente infantil. Los Addams eran más sutiles y más perversos, pues constituían un reverso siniestro de la tradicional familia americana que se regía por unas normas que tenían toda la lógica de puertas adentro, pero ninguna de puertas afuera. El cabeza de familia, Gómez Addams (John Astin), era un presunto millonario de origen español o sudamericano; su esposa, Morticia (Carolyn Jones), siempre vestida de negro, se daba aires de vampiresa, pero gozaba de un temperamento práctico del que Gómez carecía. Vivían en un caserón lóbrego y lúgubre y, curiosamente, parecían pasar inadvertidos en el vecindario. Tenían dos hijos, el rollizo Pugsley (con el que Gómez compartía sus habanos) y la deprimente Wednesday (en España, Miércoles), una niña gótica no, lo siguiente, que parecía obsesionada por la muerte. Para completar el desastre familiar había un mayordomo con pinta de fiambre mal enterrado, una mano sin cuerpo, pero con vida propia, y el indescriptible y calvorota tío Fester (Fétido, en español), entre cuyas insólitas habilidades figuraba la de encender bombillas poniéndoselas en la boca.
Con el paso del tiempo, descubrí que aquella serie que no había acabado de entender de crío estaba basada en los cartoons de una página (una gran ilustración con un breve texto al pie) que un señor llamado Charles Samuel Addams, en arte Chas Addams (Westfied, Nueva Jersey, 1912 – Nueva York, 1988) publicó en el semanario The New Yorker entre 1937 y el año de su fallecimiento a causa de un ataque al corazón que le sobrevino nada más aparcar el coche. Como no podía ser de otra manera, siendo como soy, no tardé mucho en convertirme en un fan absoluto del señor Addams, dedicándome a comprar sus libros en inglés porque aquí no se traducían (lo acabó haciendo la editorial Valdemar, ya en el siglo XXI, pero no de manera exhaustiva: me temo que las ventas no debieron ser precisamente como para tirar cohetes) y a interesarme por su personalidad, que intuía tan peculiar y tan excéntrica como sus personajes: no me equivocaba.
Chas Addams fue un niño rarito, aunque de progenitores tirando a normales: su madre, Grace, era un ama de casa de Nueva Jersey; su padre, Charles, aunque había estudiado arquitectura, se ganaba la vida trabajando para una compañía que fabricaba pianos. Al pequeño Charles le gustaba mucho visitar el cementerio presbiteriano de su pueblo, situado en Mountain Avenue, pues una de sus obsesiones infantiles consistía en tratar de entender qué se sentía estando muerto. Animado por su padre, se dedicó al dibujo y la ilustración. Tras un breve paso por la publicidad, encontró trabajo en la revista de sucesos True Detective, donde se dedicaba a retocar fotos de cadáveres para hacer desaparecer la sangre y que así resultaran publicables (aunque él insistía en que los muertos tenían mucha más personalidad bañados en ese espeso líquido carmesí).
Tras publicar algunos chistes en The New Yorker, ya de temática tirando a siniestra, en 1937 se le permitió iniciar las andanzas de la familia Addams, que no dejó de publicar hasta su muerte en 1988. Pese a sus aparentes tendencias morbosas, quienes lo conocieron lo recuerdan como un excéntrico, sí (es célebre su foto doméstica ataviado con una armadura), pero también como un tipo sociable y simpático con el que daba gusto conversar en las fiestas. Se casó tres veces (la última, en un cementerio de animales) y, en sus ratos libres, no le hacía ascos a ejercer de chevalier servant (sin necesidad de ser gay) de celebrities como Jackie Kennedy o las actrices Greta Garbo o Joan Fontaine, a las que acompañaba encantado a reuniones sociales de alto copete. Si Chas Addams era un sujeto levemente desequilibrado y obsesionado por la muerte y por todo lo siniestro (abordado desde una perspectiva cómica), hay que reconocer que lo disimuló muy bien, pues nadie ha tenido nunca una mala palabra para él. Fue amigo de Alfred Hitchcock y en 1946 conoció al escritor Ray Bradbury, con el que hizo amistad y se puso a planear un libro a medias que nunca llegó a materializarse. La asociación de escritores de novela policíaca de Estados Unidos le distinguió en 1961 con un prestigioso premio Edgar en reconocimiento a toda su extraña obra: a esas alturas, el señor Addams se había convertido en eso que los anglosajones definen como un national treasure (tesoro nacional).
Con el paso del tiempo, los Munster llegaron a parecerme simples, facilones y propensos al humor barato. Por el contrario, me enganché a la serie de los Addams (en DVD o en reposiciones televisivas) y me tragué encantado los largometrajes que se rodaron a finales del siglo XX, protagonizados por Anjelica Huston y Raul Julia (¡hasta me zampé la serie de Netflix Miércoles, con Jenna Ortega en el papel de la niña gótica!). También me dediqué a releer los libros de la familia Addams, con su particular versión de lo que es alcanzar el sueño americano y su aparente impresión de haber entendido el mundo al revés (cuando yo creo que lo entendieron perfectamente y obraron en consecuencia).
En Estados Unidos pasan cosas insólitas. En Nueva York, más. Y ya en The New Yorker puede pasar cualquier cosa. Como que no solo se permita, sino que se aplauda un humor desquiciado y no para todo el mundo como el que practicó Chas Addams a lo largo de toda su vida. De ese aplauso disfrutaron también Edward Gorey, Gary Larson o el británico Glenn Baxter, a los que dedicaremos los siguientes capítulos. Un último dato sobre el señor Addams: se calcula que a lo largo de su vida produjo unos 1300 dibujos/chistes/ilustraciones/tebeos reducidos a la mínima expresión. No sé qué pensarán ustedes, pero a mí me parece una cifra muy respetable.