El destino tiene una forma irónica, que a veces se torna burlesca, de deformar nuestra huella sobre el mundo para reemplazarla por esa convención ajena que llamamos posteridad. En el caso de Stefan Zweig (1881-1942) su formulación puede resumirse así: el mejor autor de biografías de la época moderna nunca pudo escribir la suya. Son otros quienes han tenido que encargarse de esta tarea. Cabe imaginar, sin embargo, que la trágica muerte del escritor, su suicidio en Petrópolis (junto a su esposa Lotte), tras llorar la irreparable pérdida de la mejor estampa de la historia de Europa, sumido en un exilio amargo, al cabo, quizás fuera una manera de facilitarle el trabajo a sus herederos. Matarse cierra –sin remedio– el desenlace de su autorretrato, cuyo comienzo quedó antes fijado por el lugar y el año de nacimiento.
La dificultad de biografiar a Zweig consiste en cómo narrar su entretiempo: los años felices de Viena, la lepra de los totalitarismos, la huida, los días (sin noches) de trabajo titánico y escritura. A esta labor se ha dedicado, con una meticulosidad admirable, el germanista y traductor Luis Fernando Moreno Claros, que acaba de publicar un condensado relato de todas las horas posibles del escritor en un ensayo de la editorial Arpa, que a su vez edita las misteriosas Leyendas de Zweig, con traducción y prólogo de José Rafael Hernández Arias.
El diálogo entre ambos libros es inmediato. La exuberante obra del escritor austriaco acaba de pasar, una vez cumplido el plazo legal, a ser dominio público. Ya no hay que abonar regalías a sus herederos por publicar sus libros, que ocho décadas después de su muerte continúan vendiéndose maravillosamente. La extinción de los derechos de autoría augura una avalancha de versiones editoriales nuevas. Hasta ahora, esta prerrogativa la ejercía el sello Acantilado, que ha hecho una labor ejemplar de recuperación de sus títulos en prosa, publicando todas sus biografías, diarios y colecciones narrativas, y Fórcola, que editó una parte de su poesía.
La utilidad de esta proliferación editorial, al margen de la puramente comercial, dependerá de las traducciones y de las nuevas aportaciones filológicas. Replicar la gesta de Acantilado, en cuyo catálogo cohabitan casi medio centenar de zweigs, se antoja un gesto estéril. El sello de los Palau ha elegido para sumarse a este calambre editorial, en el que ya han hecho sus respectivas catas Hermida Editores, Alianza, Anaya y Páginas de Espuma, las Leyendas. Una colección de fábulas en las que el maestro de la miniatura histórica se aproxima al género de las narraciones legendarias que –en alemán– practicaron Goethe, Heine, Schiller o Hesse.
Zweig no concibió esta obra como sus libros de divulgación. Para él era un ejercicio de retórica narrativa en el que resuenan muchas músicas: la gravedad bíblica, la dicción medieval, la mística oriental y las profecías hebreas. También incluye contrapuntos, al margen de la dominante estilística: los argumentos de estas narraciones trabajan a fondo, y con indudable maestría, el mecanismo artístico de las analogías históricas, pretexto a su vez para meditaciones existenciales y morales relacionadas con la religión o el sionismo.
Para contextualizar esta autoindagación que, a través de la ficción, enuncian las Leyendas, así como para enmarcar en su contexto la narrativa de Zweig, era necesario contar con una biografía solvente. Y eso es lo que ha creado el talento de Moreno Claros, que en su libro investiga los azares existenciales y las empresas literarias de uno de los escritores más cosmopolitas de su tiempo. El mejor embajador de la mejor Europa. El desafortunado hijo de su más triste momentum, destrozado por la colosal tragedia de la Segunda Guerra Mundial.
No es fácil trazar el itinerario carnal de un autor clásico. Zweig adquirió esta condición ya en su tiempo, gracias a la popularidad de sus retratos literarios e históricos, donde la profundidad psicológica alcanza una altura equivalente a la que consiguieron crear con sus personajes de ficción los novelistas rusos o franceses. Esta materia literaria sigue incólume más de un siglo después. Sus libros nunca han dejado de funcionar, aunque antes lo hicieran preferentemente en ediciones vulgares y ahora sean objeto de disputa y presunto monopolio. Es perfectamente natural: no hay obra que exprese mejor el abismo de la política o la doblez de la condición humana que su antológico e inigualable retrato de Fouché.
El gran biógrafo, sin embargo, no quiso dar a los investigadores lo mismo que regaló a sus lectores. Escribió libros prodigiosos sobre vidas ajenas, pero en su ánimo nunca estuvo la voluntad de desvelar las habitaciones interiores su intimidad. Incluso en las extraordinarias memorias que son El mundo de ayer, el mejor pórtico posible para asomarse a su literatura, existen zonas de sombra que contrastan con la naturalidad y riqueza sensorial de su prosa.
Su sociabilidad construyó una máscara verbal que, aunque no llega a ocultar por completo las heridas causadas por la fugacidad del tiempo, sí las disimula y matiza, igual que un buen maquillaje hace desaparecer los defectos naturales del rostro de un actor antes de salir a escena. Moreno Claros ha tenido que filtrar estos perfiles salidos de su mano con los testimonios de terceras personas y las confesiones (relativas) de su correspondencia personal.
Su biografía es una bildungsroman que rebasa sus límites, del mismo modo que una buena novela cuenta la realidad mediante una suerte de traición a los géneros antiguos. En esta vida de Zweig, por su puesto, está su semilla, que es la vocación literaria, pero también detalles muy valiosos de cómo fue el proceso creativo de sus libros, la felicidad (austrohúngara) que vivió en la Gran Viena, que ignoraba las miserias del imperio, las calamidades y su deceso en Brasil. Momentos estelares y también episodios ingratos. Anhelos y desengaños.
Moreno Claros describe su trayectoria vital con una escritura objetiva, desapasionada, que permite equilibrar con hechos las exageraciones habituales, fruto del rendido entusiasmo que profesan muchos de los biógrafos que ha tenido escritor austriaco. La exaltación del personaje queda neutralizada por las dudas sobre el hombre. ¿El exhibicionismo de Zweig no fue una sofisticada forma de ocultación? ¿Acaso le faltó coraje para soportar su desengaño?
Zweig fue un autor pasional, incluso desbocado para el carácter germánico, tan influido por el luteranismo. Esta manera de tratar las vidas ajenas, muy atenta a la pulsiones espirituales, anticipo de las sexuales, convirtió sus obras en el arte degenerado que censuraban los nazis. Pero, al mismo tiempo, las dotó de esa humanidad tangible que interpreta la historia como una sucesión de epifanías íntimas, más que como la simple colección de causas y azares.
En sus libros más celebrados imagina lo que le sucedió a otros hombres y mujeres. Y, al hacerlo deja una parte trascendente de sí mismo. Estos rastros son los que alteran su imagen canónica: el señorito adinerado, culto, seductor y simpático que, sin embargo, escondía a un individuo atormentado. ¿El Zweig feliz es verdadero o se trata de una proyección artística?
Da la impresión, tras leer el libro de Moreno Claros, que ambos destellos no siempre casaron. Entre los asuntos que desvela la biografía de Arpa está su recurrente condición adúltera, consentida por sus parejas, o el ensimismamiento (narcisista) que sentía por su propia figura. Las constantes ansias y los arrepentimientos. No cabe decir que fuera un intelectual, dado que su defensa de la elitista Europa de entreguerras es consecuencia de una vida privilegiada –éxito, dinero, viajes, amistades– más que un ejercicio de compromiso y militancia política.
La frivolidad (metafísica) que condujo sus días está atenuada por las crisis emocionales. Moreno Claros se detiene en estos cortocircuitos más que en la evocación de sus horas crepusculares en Petrópolis. En cierto sentido, desmonta el mito al escritor austriaco desde atrás. Y lo dibuja como un romántico tardío que, obligado por las circunstancias, acabaría, igual que Chaves Nogales en sus años ingleses, colaborando en tareas de propaganda de guerra.
Su infelicidad parece ser el castigo a su secreta mentalidad infantil, como si, más que un señorito, Zweig fuera un niño (grande) al que la vida le había pinchado el globo.El desengaño existencial nunca formó parte de sus planes. Llegó el día que su biblioteca en Salzburgo fue registrada, abocándolo a un exilio que lo llevaría a Inglaterra primero y, más tarde, a París, Suiza y Nueva York, hasta terminar en Sudamérica, donde escribió un libro lleno de esperanza sobre Brasil –Ein Land der Zukunft– antes de beberse el veronal que lo mataría para siempre, hurtándole a la vejez el gobierno de su soledad y su decadencia.