Una tarde de 1889, Ángel Ganivet, granadino sin mácula, se lanza con desconsuelo sobre las aguas del estuario formado por dos ríos, el Gaudaba y el Elba. El escritor y diplomático se tira por la borda al agua helada. Se ha consolado tantas veces sin resultado, pensando que quién cambia las ideas cambia al ser humano, que ahora, decepcionado, decide romper con todo.
Es consciente de su aportación, pero se da cuenta que su mejor libro, Idearium español, no es sino un hilo de voz imperceptible para el público lector. Ganivet atraviesa el fin de siglo y, ya en el novecientos, no está en este mundo para rebatir a Ortega y Azaña, los dos intelectuales que discuten su aportación sin herir al ausente.
Se ha despedido a la francesa; deja sus aportaciones en manos del destino, a cambio de no perder la gloria de sus postulados. El Ganivet crítico con la tradición barroca el Siglo de Oro, el pensador hostil cuando critica a pintores como Velázquez y Goya, es un iluminado; defiende el hilo celestial que se supone une a España con su misión. Una vez muerto, Ortega no le discute; Azaña, en cambio, lo vapulea con dulzura.
Riga es una ciudad del art decó por todos los rincones; preserva la ampulosa exposición de la piedra con arabescos y cariátides y sus élites lo defienden como una reacción libertaria, frente al neogótico y el neorromántico. Hoy el centro de la ciudad se mantiene intacto como muestran las noches gélidas de Los Perros de Riga, la novela de Henning Mankell, que refiere el parentesco arquitectónico con el detalle y la monumentalidad de otros tiempo.
La atracción que ofrece Riga a un policía sueco se explica a través de su personaje, Wallander, interpretado en el cine y en una serie TV por el actor sueco Rolf Lassgård , al que Mankell dedicó su libro La pirámide. Para un sueco, Riga, alcanzable en transbordador desde el otro lado del Báltico, es la ciudad blanca, como la Lisboa de Wenders.
El inspector Wallander debe investigar la muerte de dos letones, cuyos cadáveres llegaron a la costa sueca, a bordo de un bote salvavidas. Su vida cambia para bien al conocer a Baiba Lepa; entran en combustión un nuevo amor, la intriga policial y el momento difícil de Letonia que transita del mundo soviético a la democracia. Riga es la referencia y el transbordador el símbolo de la unión entre las dos riberas.
La capital es fruto de maestros del urbanismo, como H. Zirkwitz, Friedrich Scheffel, Heinrich Scheel, y Konstantin Peksens, entre otros, sin desmerecer la figura descollante de Mijail Eisenstein, el padre del director de cine Seguéi Einsestein, conocido por las películas Octubre o El acorazado Potemkin. Los veranos frescos de Letonia propician el disfrute de los sentidos y el cuidado del cuerpo, especialidades de una zona de Europa en la que los mejores hoteles se han convertido en balnearios; en su interior, conservan los arabescos de Riga y los techos artesonados del art decó.
La amplia bahía que rodea la capital se concentra en Júrmala, la ciudad balneario de Letonia, con playas inmensas de arena fina sobre la que se precipita el ámbar del Báltico, una experiencia cromática comparable al esmeralda de los mares interiores del Este, como el Caspio, el Negro o el Rojo. El Golfo de Riga posee el matiz del cuarzo blanco. Las aguas costeras son poco profundas y la calma el cariz acogedor de ese trozo de azul conquistado al continente. Son las vacaciones del vapor azufrado, el baño caldoso, el masaje del hielo y la rebeca de media tarde. Es el destino tentador que un día fueron la Praga del Moldava, la Budapest partida en dos por el Danubio o la Venecia, mitad romana, mitad bizantina.
Riga tiene además sus trasuntos del alma importados de lejos, como los milagros, la Cábala, el Zohar, los misterios órficos, el misticismo hiper religioso de los que dejaron de creer o el culto a Isis y otros dioses antiguos. No todo es reluciente, geométrico, hexagonal o ecléctico; debajo de su mesocracia, lo que ha quedado en la ciudad de los vendavales autoritarios -el nazi y el comunista- subyace como una amenaza animista, aun por despertar.
Ganivet se lleva su espiritualismo a la luz cenital del Norte; se deshace del cristianismo, pero no de la moral. El hombre de letras se diluye en la diplomacia, primero como embajador en Suecia y más tarde en Finlandia; después, su carrera languidece lentamente en Riga, un bello enclave en tierra de nadie. Su desazón va a más, hasta el día de su suicidio.
Ganivet odia ahora el alrededor mundano que de joven tanto le atrajo. Visita sin entusiasmo la Júrmala lustrosa, el puerto de veleros aristocráticos en tiempo de los zares. Del sufrimiento humano lo sabe todo; arrastra patologías de su errancia selectiva en Amberes o Helsinki; admira a la Gran Rusia, tan cerca entonces como ahora lo está la Armada de Putin. Escribe con nostalgia sobre los sirgadores de San Petersburgo, cuando alcanzaban el Mar Caspio navegando sobre el Volga.
Ha tratado de mantener vínculos con Madrid, pero su enajenación le aparta del Ateneo de la capital y de las numerosas tertulias de cafés, como el Pombo o el Gijón. Sin embargo, su lejanía física le ignora, aunque su obra, injustamente tratada, cuenta con rincones de auténtico lujo en los grandes estudios académicos. Pero no tiene a la calle de su lado, ni siquiera después de muerto, cuando los escritores del ochocientos son glosados en textos de debate aparecidos durante la Revolución Septembrina o en la etapa de los partidos dinásticos.
Cuando, cien años después de su desaparición, decae el siglo XX, Ganivet regresa a la vista de todos en Mañana cuando yo muera (1985), en clave de novela histórica, a cargo de Manuel García, y por supuesto en trabajos académicos desconocidos por el gran público lector. Ganivet ha sido un precursor del 98 por no decir que es el más brillante de la troupe, y espera hasta el fin de un siglo, que todavía es el suyo: se despide en 1889. Ha dejado clara su vocación de elegancia, de letra inexplicable y hasta de la criptografía.
En Riga, la gloria de las letras resulta para el curioso menos mágica que la historia de los ajedrecistas de la ciudad, influidos por la trayectoria de Mijail Tal, que fue el campeón del mundo más joven de la historia hasta que Gary Kaspárov le arrebato esta corona en 1985. El ajedrez es un resumen de la batalla por la vida y sus jugadores son autores potenciales en busca de trama y personajes, tal como lo presenta José María de Loma en su libro El mago de Riga, sobre la vida de Tal.
Además de ser morfinómano, mujeriego y amante del vodka, a Tal le faltan dos dedos de la mano derecha, algo que sería una anécdota menor si no conociéramos el Concierto para la mano izquierda, con partitura de Maurice Ravel destinado Paul Wittgenstein, el hermano manco -a causa de una herida de guerra- del filósofo. El ajedrecista y pianista de Riga toca a menudo aquel Concierto en re mayor para la mano izquierda, la obra con el título que le puso finalmente Ravel, autor de aquel Bolero casual que acabó haciéndole célebre.
El mago del ajedrez no escucha su propia música a causa de los ronquidos del Báltico. Ganivet, el diplomático de carrera, vive en Riga pero piensa en el Sur. Su pensamiento no tiene cabida en su medio físico; el Norte es un escudo de su exilio buscado. Ya es el anti-escritor, porque lo escrito ocupa y desplaza el lugar mismo del pensamiento.
Ganivet sabe que sus mejores versos son aquellos que se quedan en el tintero. En un tiempo en el que el dandi se convierte en un mayorista de arte, la fría intelectualidad del granadino lo conecta con las vanguardias concentradas en Montmartre. No piensa en imitar a Braque o Paul Klee; su pensamiento estructurado vuela hacia París, una capital que él conoce perfectamente y que irá por delante durante el siglo XX, gracias a iniciativas como la de Daniel-Henry Kahnweiler, el marchante que está a punto de descubrir el cubismo, transformando la manera de concebir el arte.
Ha llegado el momento en el que creador no tiene más remedio que dejar de ofrecer lo que se espera de él. Por una vez, la última, el escritor y diplomático es alguien que destella en silencio, pero sin menospreciar sus oropeles. Es un sabio con tonsura de monje peregrino, egocéntrico e indisimulado; vive bajo la sombra de Tiziano, por la oscilación entre el marengo y el purpura, que desprenden los atardeceres en Riga.