El día de marzo de 2022 en que empezó la invasión rusa en Ucrania, el escritor Milan Kundera no pudo dejar de pensar en Las aventuras del buen soldado Švejk, del escritor checo Jaroslav Hašek, escrita en clave de humor; el humor negro del Este de Europa, que tanto se diferencia del nuestro por su nadería sin tabla de salvación. Un amigo muy cercano a Kafka dijo casi lo mismo el día que el autor de La Metamorfosis leyó en voz alta las primeras páginas del relato recién salido de su puño y letra. La risa duró horas y hasta días. Es la misma risa que se apoderaba del Olimpia de París cada vez que Boris Vian, aquel ingeniero y trompetista, ponía en la voz de un cantante el Monsieur le Président, je vous écris une lettre que vous lirez peut-être, si vous avez le temps. Je viens de recevoir mes papiers militaires pour partir à la guerre avant mercredi soir. Monsieur le Président, je ne veux pas la faire, je ne suis pas sur terre pour tuer des pauvres gens.
Así era Kundera cuando publico La insoportable soledad del ser, y todos quisimos entrevistarle con el permiso de Beatriz de Moura, la editora de Tusquets. Era un desertor vocacional, sí, pero lo era por el famélico ideal de libertad. Estaba exiliado en París porque se sentía incapaz de vivir en Praga después de la Revolución de los Paraguas, reprimida por los tanques soviéticos intimidando a la población, con recuerdos relativamente recientes como el de Budapest o los gulaks del Soviet Supremo ahogando voces humanas y helando los cuerpos de la intelectualidad disidente.
El soldado Švejk de Jeroslav Hasëk, encontró dos salidas que se solapan: el humor y la huida, al ponerse a andar en dirección a Occidente. Desertó sí, como lo hizo en la ficción Fabrizio del Dongo en plena Batalla de Waterloo en La Cartuja de Parma, la gran novela de Stendhal. La animadversión de entonces frente a Moscú y Viena se parece cada día que pasa en la rabia actual contra Moscú y a la incomprensión creciente que produce Kiev, cuando exige la entrada de Ucrania en la OTAN para convertir su guerra en una conflagración mundial.
Kundera, fallecido ayer e los 94 años, ha vivido mucho tiempo en el centro de París y hasta ha paseado mil veces por el corazón de la rive gauche exponiéndose en público en su etapa de declive; no conozco casi a nadie que no haya creído verlo sentado, pelo blanco y prominentes entradas, en la terraza del Café de Flore y, sin embargo, ha conseguido escapar a la exposición. No acudía a los actos públicos, ni lo hizo curiosamente ni el día que le esperaban en la Embajada checa para recoger el galardón del premio Franz Kafka, una distinción de honor, que ya habían recogido años antes autores, como Phillip Roth, el Nobel alemán Peter Handke, o el mismo Eduardo Mendoza, y que por lo tanto no incumbía únicamente a los escritores de Bohemia centro de su material objetivable kunderiano o Moravia, o tal vez Silesia. El caso es que Kundera escribió en su idioma natal y vivió la mayor parte de su vida en lengua francesa. Ha sido un refugiado singular. No se sometió a la Academie como lo hizo Becket en su celebridad discursiva y tampoco quiso ser realmente francés, como el polaco Conrad, para escribir mejor El Corazón de las tinieblas, un esqueje colonial insuperable.
¿A qué me siento ligado?
Después de publicar La insoportable levedad del ser y el Libro de la risa y el olvido, Kundera fue aflojando el cinturón que une a una celebridad intelectual con sus lectores, que “si lo son es porque quieren”. Kundera, como es bien sabido, no daba entrevistas ni acudía a los actos con cámaras y fotógrafos. Cultivaba, eso sí, un buen número de amistadas discretas. Vivía sin luz en la ciudad de la luz; sabía disfrutar de un buen borgoña y despedazaba bivalvos con los dientes, pero hablaba poco, si no era en presencia de los íntimos.
De Joven, aprendió de Bruno Schulz el arte de madurar hacia atrás; de aprender lo ya aprendido en la infancia. Ha sido profundo en su fantasía, perceptivo ante el mundo viviente, ingenioso, sostenido en su simbología de la libertad sin barreras, pero inconstante. En el momento de su explosión literaria mostró algo del exasperante Rilke, el poeta pobre, o del mismo Kafka, sarmiento de los próximos siglos. Huyó del psicoanálisis pese a las reiteradas peticiones de sus familiares íntimos; denunció la elocuencia de los que escriben cartas para la posteridad.
El destierro le demostró que la vida humana transcurre entre dos abismos: el fanatismo y el escepticismo. En su libro El arte de la novela, descubrimos rincones que no nos habían ofrecido otros expertos como David Lodge; rincones que permiten ensalzar hoy, el día de su desaparición, el estigma que le persiguió: “¿A quién o a qué me siento ligado? ¿A Dios? ¿A la patria? ¿Al pueblo? ¿Al individuo? Mi respuesta es tan ridícula como sincera. No me siento ligado a nada salvo a la desprestigiada herencia de Cervantes”. Fue un gran europeísta por encima de las tentaciones de los ejércitos de agelastas que nos acechan.
En este mismo texto, Kundera habla de la mentiras del dandismo -excluido Baudelaire por supuesto-, “una falsa necesidad del kitsh ante el espejo”, el engaño embellecedor que aporta un sentido a la narración, como reino de la metáfora, que ni siquiera Foster podría superar. Pero atención, las aportaciones de Kundera son migajas de un valor absoluto, pero migajas, no sesudos empeños del teórico puro. Digamos que la reflexión de Kundera es el detalle en el arte de escribir, cuya complejidad se hace inabarcable en las entregas de críticos, como Harold Bloom o de los mejores de todos los tiempos a la hora de contar qué les impulsó a escribir, caudal inexcusables del XIX con Víctor Hugo o Balzac a la cabeza.
La novela europea
En su siguiente libro que contiene el discurso de aceptación del Premio Jerusalén, La novela y Europa, Kundera ensalzó al pensamiento judío de quienes no han sucumbido a las pasiones nacionalistas y que creen una Europa supranacional, una Europa concebida, no como territorio sino como cultura: “... el novelista no es portavoz de nadie y ni de sus propias ideas. Cuando Tolstoi esbozó la primera variante de Anna Karenina, Anna era una mujer muy antipática, y su trágico fin estaba justificado y merecido. La versión definitiva de la novela es muy diferente, pero no creo que Tolstoi hubiera cambiado entretanto sus ideas morales, diría más bien que, mientras la escribía, oía otra voz distinta que la de su convicción moral personal. Oía lo que yo llamaría la sabiduría de la novela”. La idea que nos traslada Kundera no resulta repetitiva, pero se incrusta en la relación conocida del binomio mujer-heroína de ficción, muy visble en Emma Bovary o en la misma Ana Ozores, La Regenta de Clarín.
Jerusalén es el salto inesperado de muchos en pleno conflicto interminable entre Palestina e Israel. Pero Kundera es sabio: nos habla de una aproche virtual a centro de las tres culturas semíticas de las que provenimos todos, un hinterland, más alá del Mediterráneo, el Báltico y los Urales. Dejemos a la historia y centrémonos en la vida ¿En qué consiste la sabiduría? ¿Qué hay detrás de una novela? Kundera se sube a un admirable proverbio judío que dice: El hombre piensa, Dios ríe. Nos acercamos a Cioran, maestro del axioma y de la crueldad teocrática. En su momento, Kundera le digirió así: “François Rabelais oyó un día la risa de Dios y fue así como nació la primera gran novela europea. Me complace pensar que el arte de la novela ha llegado al mundo como eco de la risa de Dios”.