Acaba de salir lo último de Michel Houellebecq, Unos meses de mi vida (Anagrama), muy poco tiempo después de ser publicado en Francia; se trata de un libro delgado, febril, nervioso, que se lee a toda velocidad, como la que le proporciona a su prosa el dolor y la indignación del autor.
Se trata de una disculpa, una denuncia y una venganza. O sea, la recapitulación de dos casos escandalosos (en fin: en la medida en que hoy la literatura pueda ser escandalosa todavía) en los que el provocador número uno de las letras francesas se ha visto atrapado en un territorio, el de la imagen pública, que solía controlar magistralmente.
En primer lugar, ciertas declaraciones antiislamistas poco matizadas, en las que se podía deducir una invitación a los franceses a que se armasen y preparasen para una futura ensalada de tiros contra el moro invasor e irracionalmente prolífico, fueron muy mal recibidas y denunciadas como presuntos delitos de odio racial; y el autor de Sumisión, viéndose ante los tribunales de justicia, reconoció que había hablado sin pensar y hubo de buscar intermediarios con la comunidad árabigo-fancesa, hombres de buena fe para tender puentes y corregir lo dicho. Hay en este libro algunas páginas un poco pueriles, en las que se reproducen textualmente los párrafos objeto de escándalo, y a continuación los párrafos debidamente corregidos según lo que el escritor hubiera, en realidad, querido decir…
En segundo lugar, y por las mismas fechas –de ahí el título Unos meses de mi vida--, unos cineastas y activistas holandeses, que forman el “colectivo artístico Kirac” y están especialmente interesados en las cosas de la liberación sexual, con una obra a sus espaldas más bien insignificante, desagradable y hasta sórdida, se pusieron en contacto con él so pretexto de admirarle mucho y de presentarle algunas “groupies” que habían leído todos sus libros y que ansiaban acostarse con él y eventualmente con su mujer.
¡A bodas me convidas! Les filmaron en la cama con alguna de ellas, para satisfacción de todos los implicados, y al escritor le presentaron a la firma un contrato –reproducido en el libro—cuya claúsula 1.4 especificaba que Kirac se reservaba todos los derechos sobre esas imágenes.
“A pesar de los ansiolíticos y el vino yo me seguía creyendo muy astuto”, escribe H.; y agradablemente colocado con alcohol y pastillas, creyendo que aquellas imágenes no las vería nadie, y sin leer la letra pequeña, firmó el contrato diabólico. Luego, dándose cuenta de la metedura de pata, ha recurrido a los tribunales, perdiendo una y otra vez los pleitos contra quienes, para no ensuciarse la boca con sus nombres, designa en el libro como “un seudoartista neerlandés al que en adelante designaré con el nombre de La Cucaracha” (el director de Kirac, el turbio Stefan Ruitenbeek), y “La Cerda” y “La Pava” (sus secuaces femeninas: actrices tan tontas que creen que arrimándose a La Cucaracha y haciendo lo que ésta les pida –como acostarse con Houellebeck—se les abrirán las puertas del cine y se extenderán a sus pies alfombras rojas).
Ahora las expansiones eróticas del novelista están en una plataforma de pago, a beneficio de Kirac, sin que aquel pueda hacer nada, salvo pagar los costes de los procesos judiciales. Su vida erótica, a la que concede enorme importancia personal y filosófica, se ha visto degradada y comercializada, y aunque en realidad a nadie le importen, esas imágenes circulan en la Red y le causan una ansiedad insoportable harto comprensible. Se siente poco menos que violado. Para más inri, “mi situación en el mundo mediático francés”, donde tiene no pocos enemigos jurados, ganados a pulso por su inclinación al desprecio, “se degradaba a toda prisa, y en proporciones alarmantes. Mis enemigos tradicionales, previamente estimulados por la reactivación del caso ‘islamofobia’ y luego excitados por el nuevo asunto ‘porno’, resoplaron de entusiasmo. Y lo que yo habría creído imposible: mis relaciones con la izquierda se habían deteriorado más”.
¡Pobre Houellebeck! Es como si medio mundo, que le tenía inquina por su soberbia y su iconoclastia de los ídolos más venerados y de los valores más consensuados, hubiera estado esperándole y se refocilase ahora con su desgracia. El único apoyo reseñable para alzar el vuelo sobre esos lodazales resulta ser… el del actor Gérard Dépardieu. Que más que consuelo se puede considerar un lastre o peso muerto de bastantes quintales.
Tal como dicen los críticos franceses, este libro indignado rezuma odio y ansias de desquite por las heridas al ego expuestas en cada página, y rezuma también un notable sentido del humor y una asombrosa carencia de pudor --sentimiento que le parece dañino y totalmente prescindible (lo cual no significa que le parezca bien que a él se le utilice, humille y profane)--.
Recuerdo que me lo presentó Herralde hace unos años cuando vino al Instituto Francés de Barcelona en promoción de una de sus novelas. Me encantaban Ampliación del campo de batalla y Las partículas elementales, las primeras que leí de él (luego vendrían Plataforma, El mapa y el territorio y Sumisión). Su presencia física entonces era repulsiva. Hablaba con extrema lentitud. Apestaba a vino y tabaco, sostenía el cigarrillo incesante entre los amarillentos dedos meñique y anular, y sobre la frente se le apreciaban los desdichados agujeritos de un trasplante capilar como de muñeca de plástico. Siendo tan irremediablemente feo, pensé, ¿para qué te molestas en hacerte estos injertos, si no vas a arreglar nada?
Pero la verdad es que cuando hablaba –después de sopesar largamente cada pregunta: se tomaba muy en serio su responsabilidad de cara al público que abarrotaba el salón de actos— su inteligencia era deslumbrante, colocaba automáticamente la cuestión a un nivel muy superior y era imposible no admirarlo. Por eso, por lo inteligente y lo listo que es, resulta tan extraño que haya caído como un pipiolo en las trampas y descuidos de las que se duele en Unos meses de mi vida.