Harold Bloom proclamó que, entre los mayores novelistas estadounidenses de su tiempo, se encontraban Thomas Pynchon y Cormac McCarthy. Este último, que acaba de morir a los 90 años en su casa de Sant Fe (Nuevo México), ha basado su vida en el apriorismo moral de sus mejores personajes: sin pasado, solitariamente felices en medio de la infelicidad acechante de muchos y con retos sobrevenidos que llegan por sorpresa, pero nunca autoimpuestos para alimentar su enigmático ego.
McCarthy ha carecido por completo del servilismo mental que requiere el public affairs. Nunca quiso convencer y tampoco supo adular a los mediocres. Era cariñosamente distante gracias a la anti gramática de sus obras, una mezcla de lirismo y sangre en la que se desliza un afecto desmesurado por los perdedores, tal como ocurre en el cine de sus contemporáneos, Sam Peckinpah, Tarantino o los hermanos Coen. Ha sido siempre un escritor celoso de su vida al margen de su obra; siguiendo el estilo de J.D.Salinger , el autor sobresaliente de El guardián entre el centeno, autoexcluido como mismo Pynchon, el de las conspiraciones universales y esotéricas, en El arco iris de la gravedad, cuya existencia real alberga todavía severas dudas. McCarthy ha sido hasta ayer mismo el tercer emboscado, -después de Salinger y Pynchon- en el amplio territorio de EEUU, el país que recrea sus páramos deshabitados en los platos de Hollywood y genera rebosantes fuentes de liquidez, en los edificios de Manhattan.
Los vocacionalmente expatriados son tan cucos que, ayer mismo, en el momento de certificar el fallecimiento del autor, su propio hijo John McCarthy y la editorial Penguin Random House parecían estar hablando no de un familiar, sino del amigo de un amigo. En un comunicado, Nihar Malaviya, director General de la editorial, declaró que Cormac cambió el curso de la literatura: "Durante 60 años demostró una dedicación inquebrantable a su oficio y a explorar las infinitas posibilidades y el poder de la palabra escrita". Ha muerto el menos intelectual de los narradores del elenco norteamericano de la segunda mitad del siglo XX, que ha acabado por borrar la nostalgia de la Generación Perdida, el concepto atribuido a Gertrude Stein y muy celebrado en los casos de Hemingway y Fitzgerald. McCarthy es un mago en la justa economía del adorno, alejado de las cabriolas intertextuales de Don DeLillo y del pesimismo psicoanalítico de Phillip Roth, dos de sus contemporáneos; desarrolla una galería rocosa con personajes de aire faulkneriano, cercanos a los marineros de Herman Melville, el ballenero de Typee, tocados por la épica consustancial al éxtasis del Sur. En el repertorio de McCarthy no entran los bienaventurados de Mark Twain y se quedan cortos los empoderados toxicómanos de Hunter Thompson. En cualquier caso, sus páginas no se explican solamente por la melaza, los campos de algodón y el toque violento de la frontera.
Su padre era abogado y Cormac, nacido en Providence --la ciudad del terrorífico hombre bueno, H. P. Lovecraft-- se crio en el Tennessee rural con relativa comodidad; pero la América mesocrática no estaba hecha para él: "Sentí muy pronto que no iba a ser un ciudadano respetable. Odié la escuela desde el día en que la pisé", declaró en una de sus contadísimas entrevistas.
Albert Erskine, el editor de Faulkner y promotor de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, le echó el ojo MacCarthy después de su primer libro, El guardián del huerto, publicado en 1965. Erskine reconoció el potencial del escritor y aprendió a sufrir por la vida del joven paupérrimo capaz de rechazar ofertas de 2.000 dólares por contar en los medios algo sobre el origen de sus narraciones. Él se negaba y repetía siempre que sus libros se explicaban por sí mismos. "Vivíamos en la pobreza más absoluta", reveló su segunda esposa, la cantante británica Anne DeLisle, a un reportero del NYT, siguiendo datos salpicados casi siempre en publicaciones alternativas.
Con los ingresos de algún premio y las becas de Universidades que nunca pisó, Cormac pasó dos años en Europa y algunos meses en la Ibiza de los sesenta, cuando la isla era el paraíso artificial del malditismo exquisito. En 1985 publicó Meridiano de sangre que, en su momento, suscitó poca atención, aunque ahora se considera su primera gran novela o quizá la mejor. Con escenas de mucha violencia en las que los clásicos héroes del western crepuscular quedan reducidos a silenciosos villanos, el libro narra la historia de una banda de cazadores de cabelleras en las llanuras indias, a mediados del ochocientos. Es el día a día del clásico pelotón de comancheros, guiados por un juez descarriado y obsesivo en la persecución, que hace las veces de capitán Ahab, en tierra adentro.
La mejor prosa de MacCarthy conduce al abismo, a la visceralidad más intensa y, sin embargo, su hipérbole ofrece momentos inevitables de comicidad. Su recalcitrante soledad lo emparenta con el citado Thomas Pynchon y con B.Traven, pseudónimo del autor de El secreto de Sierra Madre, una narración menor llevada al cine por John Huston. McCarthy se casó tres veces y se divorció de su tercera esposa, Jennifer Winkley, en 2006. Tuvo dos hijos: Cullen, nacido en 1962, y John, nacido en 1998.
La austeridad del escritor
Fue después de su segunda separación, en 1976, cuando Cormac abandonó su Tenessee natal y puso rumbo al habitad del mundo mestizo, indio-mexicano-gringo, en el que descubre el material base para su Trilogía de la Frontera: Todos los hermosos caballos, En la frontera y Ciudades en la llanura. Su siguiente aldabonazo, No es país para viejos, la conocida novela negra del Oeste, es la turbadora historia de un negocio de drogas que sale mal, rápidamente adaptada al cine por Joel y Ethan Coen, ganadora del Oscar a la mejor película en 2007 y de otro Oscar al actor de reparto, que recae en Javier Bardem, en el papel del psicópata asesino, Antón Chigurh. Para entonces, el escritor fallecido ya había entregado The road (La carretera), su cima, ambientada en un mundo arrasado por una catástrofe que ha acabado con la producción de alimentos. La depravación humana en un medio devastado ofrece un último refugio para el amor en el seno de una pequeña familia que resiste. Ya en 2009, en pleno derrumbe de la economía financiera, la caída de los dioses con Lehman Brothers a la cabeza, aparece la versión cinematográfica, una cinta apocalíptica, dirigida por John Hillcoat y protagonizada por Viggo Mortensen y Kodi Smit-McPhee, retratando a un padre y a su hijo en un desierto de destrucción y nada. La película nace acompañada de citas y celebraciones en las que el escritor no aparece.
McCarthy nunca ha visto la alfombra roja. Su austeridad le sitúa lejos de Delillo, el foto-poeta del espanto real ante el precipicio de los rascacielos en llamas, durante la mañana del 11 de setiembre de 2001, en las Torres Gemelas. La evocación periodística de las mejores crónicas, por muy literarias que sean, nunca supera a la mentirosa ficción que sume al lector en un sueño reparador después de una jornada de trabajo. Mientras la verdad hiere, la literatura cura las heridas del alma; es el mejor antihistamínico.
El autor de Providence ha publicado a lo largo de su vida doce novelas, dos obras de teatro, cinco guiones y tres historias cortas. El pasado año se editaron Stella Maris y El Pasajero, vendidas en un mismo lote, dos novelas siamesas sobre el misterio de la existencia sin un gramo de abstracción y ni una gota de expiación; una despedida que "encerraba un enigma, marcado por dos hermanos científicos, vinculados entre sí por el eco del condenado pecado del incesto", escribió Carlos Mármol en Letra Global. Asidos en el caso real de dos doctores que trabajaron con Robert Oppenheimer, sus personajes conviven con el mensaje agnóstico del conocimiento racional del autor: "No creo ni por un momento que exista otra vida y si existe espero que no canten". McCarthy mantuvo su actividad creativa hasta casi el fin de sus días y quiso ser contumaz en su obsesiva consigna anticomercial asociada al arte: se negó a conceder entrevistas y a participar en labores de promoción.