Es preciso, como hace el autor en una nota postrera que perfectamente podía haberse situado a modo de atrio, comenzar por el final, que también es el principio, del mismo modo que Omega –la última letra del alfabeto griego– no se entiende sin su correspondiente Alfa. Y lo mismo que la vida incluye, aunque como maldición, la muerte. A los escritores de relatos, explica Felipe Benítez Reyes (Rota, 1960), uno de los más finos, inteligentes y dotados autores de nuestras letras, se les exige que además de escribir buenos cuentos y narraciones posean, indefectiblemente, una teoría propia sobre dicho género. Sucede algo similar con los poetas –Benítez Reyes lo es desde sus primeros lances literarios–, a los que se les presume una poética, además de la habilidad –nada frecuente– para escribir poemas. En cambio, no sucede igual con los novelistas. En su caso esta exigencia teórica se elude o se torna pasajera.
No deja de ser una extrañísima convención: un poema o un cuento no requieren en realidad exégesis. Se sienten o no se sienten. Emocionan o te dejan a uno frío. No hay más. Que una novela, que puede contener pasajes intensísimos junto a otros funcionales, concebidos para alimentar un mecanismo que a ratos adopta el perfil de un valle y otros el de una montaña, no esté sometida a una prescripción semejante revela una jerarquía injusta, porque existen novelas tan complejas como poemas herméticos o narraciones que se fugan de sí mismas.
Acaso esta anomalía explique el discreto entusiasmo que muchas editoriales tienen por los libros de relatos, si exceptuamos sellos ejemplares como Páginas de Espuma, Pre-Textos o Renacimiento, casa donde el escritor gaditano publicó hace tres años Por regiones fingidas, donde reunía sus cuentos en el quicio entre dos siglos: finales del XX y principios del XXI.
La editorial de Abelardo Linares acoge ahora Los abracadabras, una summa que nos devuelve, igual que el mar, toda la narrativa breve de Benítez Reyes en una edición excelente, con algunos inéditos (no incluidos en las primeras ediciones de cada una de estas colecciones narrativas) y los evocativos collages, marca de la casa, con los que el escritor gaditano cuenta sin usar las palabras, a través de imágenes. Todos, por supuesto, son analógicos: hechos con papel, tijeras, pegamento e imaginación. Las ilustraciones de Benítez Reyes enriquecen el aliento de sus textos: son estampas de universos soñados, con elementos propios de la referencialidad realista, pero contaminados con el reconocible espíritu de las quimeras.
Esta aleación entre la verdad y las mentiras, donde se condensa el universo literario de Benítez Reyes, nos sugiere a ratos esa inquietante sensación de topar, entre los paisajes de lo doméstico, con un elemento menor, disonante, que tiñe de una súbita extrañeza la conciencia de normalidad. Leves desajustes y asimetrías que a partir de lo soñado, o de lo temido, se encarnan en lo vivido para recordarnos que la existencia, en efecto, siempre fue una cosa bastante seria. Incluso cuando se asemeja a una mascarada.
Benítez Reyes se resiste a esta exigencia que espera que un cuento sea fiel a una preceptiva. Su estrategia se limita a tres cosas. Todas muy básicas: saber cómo va a comenzar la historia, tener claro su desenlace (incluyendo su posible ausencia) y seleccionar aquello que no se quiere hacer, más que acertar con lo que se desea escribir. Tampoco confía en la unidad formal o temática. Cada una de sus colecciones de relatos predica, por decirlo con sus palabras, el arte del caleidoscopio: variedad, disparidad y libertad. Sus libros no tienen un único registro ni aspiran a ordenar las cosas. Son obras disfrutadas que, a lo sumo, se conducen gracias a intuiciones, que son la única pauta segura para un escritor.
Un buen cuento –opina el novelista de Rota– debe ser conciso y tener capacidad de reverberación. Eso es todo. Su sortilegio opera (en la sensibilidad del lector) cuando termina (de ser leído), igual que sucede con una amenaza u ocurre cuando sentimos el regusto de la felicidad. Parecen reglas simples, pero el secreto de la escritura radica en hacer pasar todos estos artificios como naturales.
Los abracadabras permiten hacer una visita (guiada) al taller de carpintería de Benítez Reyes. La edición de Renacimiento, debido a su naturaleza panorámica, resucita textos y estampas descriptivas que van desde la década de los ochenta hasta el presente. Reúne cinco libros: Un mundo peligroso, Maneras de perder, Fragilidades y desórdenes, Cada cual y lo extraño y Por regiones fingidas. Y debe leerse como una investigación sobre formas de enunciación, estructuras compositivas, conceptos narrativos, atmósferas y ambientes.
En general, versan sobre búsquedas (literarias) felices y penetran en senderos inexplorados sin caer en los vanguardismos caprichosos, haciendo girar una y otra vez las distintas entonaciones de una misma canción. Sus criaturas habitan en mundos dislocados y melancólicos. Usan la imaginación como vía de escape ante el fracaso, la amargura o la mediocridad. Benítez Reyes retrata a sus personajes como devotos de la ensoñación. Frente a la narrativa autorreferencial y unívoca de tantos de sus coetáneos, leer al escritor gaditano es un festín: riqueza de tonos, variedad de silencios, incógnitas. Muchísimo esfuerzo invisible.
Su prosa oscila entre lo onírico y lo kakfiano. Disfruta con la caricatura y se adentra en ese espacio, entre abyecto y asombroso, de lo grotesco. Lo mismo hace de la economía virtud que practica la pompa y el pastiche, mostrando un apabullante caudal de recursos, registros y miradas que, como los géneros literarios, son visiones divergentes sobre la vida, tan llena de miserias, agonías y epifanías íntimas. Se nota que Benítez Reyes disfruta mucho cuando escribe. Utiliza la narrativa corta como un mago que ensaya –con disciplina– ante un auditorio vacío para que, cuando suba el telón, el asombro aparezca, puntual, en escena.
Todos sus cuentos son juegos de ingenio. Ejercicios de creación donde operan ingredientes como la ternura, la ironía y el absurdo. Al fin y al cabo, la vida es pura magia, aunque unas veces sea negra y otras, blanca. Basta leer Herramientas de viaje, donde se cuenta la historia de Fabián Moret, un hombre de pueblo, viajero de secano, inmóvil en lo físico pero libérrimo dentro de su imaginación, armado con un sable de pirata, un atlas y una agenda, para encontrar la gloriosa veta cervantina entre toda la ganga posmoderna que nos rodea.
De Los abracadabras podemos decir con sumo gusto que es un libro encantador, deslumbrante y estilísticamente magnífico. Una joya que no debería ser secreta. Tiene cuentos paródicos, ékfrasis, miniaturas, divertimentos gamberros y delicados caprichos. Orfebrería maestra y una envidiable calidad de página. Una galaxia de formas y maneras de contar. Sabiduría y buen gusto. Es una obra que demuestra que en España, por fortuna, todavía nos quedan escritores de verdad.