Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, ex director de la RAE y unos de los mayores especialistas en el realismo literario, Darío Villanueva es autor de estimulantes y brillantes ensayos: Estructura y tiempo reducido en la novela, El polen de ideas. Teoría, Crítica, Historia y Literatura Comparada, Teorías del realismo literario, Imágenes de la ciudad. Poesía y cine. De Whitman a Lorca o Las fábulas mentirosas, Lectura, realidad, ficción, Morderse la lengua. Poderes de la palabra (Galaxia Gutenberg), su última obra, reúne varios ensayos en los que retoma muchos de los temas de su trayectoria: los límites del realismo, el papel de la palabra a la hora de conformar (o no) la realidad, las fronteras entre la ficción y la realidad, la relativización de la palabra y sus sentidos y las consecuencias de la decostrucción de Derrida. Desde Santiago de Compostela, Villanueva nos atiende para charla sobre estos temas.
–Los ensayos reunidos en este libro dialogan con su obra anterior, desde su anterior trabajo, Morderse la lengua, a sus investigaciones en torno a la teoría del realismo y los vínculos entre las palabras y la realidad.
–Hace ya mucho tiempo el lingüista alemán Karl Bühler formuló las funciones del lenguaje. En un primer momento, puso el acento en tres. Después, otros lingüistas, como Roman Jakobson, añadieron otros. Lo que aquí interesa es que entre las funciones señaladas por Bühler se incluía la referencial como una de las esenciales. Nos estaba diciendo es que las palabras sirven para designar las distintas realidades, físicas, humanas, psíquicas… En esta capacidad de designación reside el gran poder de la palabra, que ha dado lugar a configuraciones mitológicas como las que encontramos en los libros de génesis de distintas culturas, tanto la judeocristiana como la maya o la mesopotámica, donde se describe la creación del mundo simplemente a partir de un acto lingüístico. A través de la mera enunciación.
–El mundo existe desde el momento en que es nombrado
–Dijo Dios: “Haya luz y hubo luz; haya tierra y hubo tierra”. Obviamente estamos delante de una metáfora y, por esto, es imprescindible luchar contra la idea, cada vez más peligrosamente extendida, de que las palabras crean las realidades. No es así: las palabras son epifenómenos de realidades que ya existen. Al respecto siempre cito el inicio de Cien años de soledad. Allí se nos cuenta que a Aureliano Buendía le llevan a conocer el hielo y para él –escribe García Márquez– “el mundo era tan nuevo que todavía había muchas cosas que no tenían un nombre que las designase”. Para referirse a ellas había que señalarlas con el dedo.
Lo que se nos dice en esta frase es esencial: las cosas ya existen, las palabras vienen después. No cabe duda alguna de que la función referencial del lenguaje es básica. Entre el que habla y el que escucha hay un principio sagrado: la veredicción, el del decir algo verdadero. Si yo me encuentro con un turista japonés en la Plaza de la Cibeles y me pregunta dónde está la Biblioteca Nacional yo no le puedo decir que debe dirigirse hacia el Sur, porque lo estaría dirigiendo hacia Atocha. El turista espera que yo le de una información correcta y tengo la obligación de hacerlo así.
–Desde el punto de vista ético, sí, pero si quiere también podría mentirle.
–Todos sabemos que se puede hacer todo lo contrario a lo correcto. La mentira siempre ha existido. Es un instrumento muy eficaz para la retórica sofista o la retórica política. Si bien es cierto que mi libro anterior, éste y otro que estoy escribiendo y que se titulará El atropello de la razón tratan precisamente de cómo afectan todas estas cuestiones a la sociedad posmoderna en la que vivimos, la preocupación por los límites de la realidad y la ficción y el papel de la palabra vienen de hace mucho tiempo.
–Usted dedica un capítulo de su libro a la autobiografía: los estudios sobre dicho género, de Lejeune a Paul de Man, subrayan precisamente la crisis del concepto de referencialidad en la palabra.
–La autobiografía es un género literario fascinante y que tiene una deriva muy popular en la autoficción. Empezó con las Confesiones de San Agustín y ha dado lugar a numerosos estudios. Muchas veces se ha recurrido a un tropo literario para explicar el fundamento de la autobiografía: se ha dicho que la autobiografía es una metáfora del yo, es una etopeya o una prosopopeya. Yo siempre he sostenido que la figura retórica que define la autobiografía es la paradoja.
–¿En qué sentido?
–La autobiografía es realidad para el que la lee, pero es ficción para quien la escribe. Por supuesto, en la autobiografía se confunde al que narra con el que escribe y firma el libro. Y sostengo, como muchos otros autores, que no hay en la autobiografía ninguna voluntad de veredicción (querer decir la verdad de lo que se dice) por parte de quien escribe. Quien cuenta su vida lo hace para ponerse en el lugar y la posición en el que desea situarse y en el que quiere que se lo sitúe, no en el lugar y la posición que le correspondería teniendo en cuenta lo que ha sido. Sin embargo, los lectores le concedemos al género autobiográfico un poderoso impulso de veracidad: leemos la autobiografía como si estuviéramos entrando en contacto con la realidad de la vida del escritor.
–Es un vicio recurrente: el yo ficcional es leído como el yo del autor.
–Así es. Como habrá visto, en este libro dedico un capítulo a la relación entre literatura y derecho. A partir de un informe pericial que tuve que hacer para un pleito que tenía lugar en la Sala Segunda del Supremo, y que tenía como encausado al escritor y editor Carlos Barral, recupero el juicio contra Flaubert, acusado por el fiscal Picard de apología del adulterio e inmoralidad por Madame Bovary. El abogado de Flaubert ganó el pleito con gran brillantez utilizando un argumento de teoría literaria: las afirmaciones indecorosas que el fiscal atribuía a Gustave Flaubert eran, en realidad, afirmaciones que correspondían a la protagonista de la obra que, además, es un héroe negativo, que muere de manera terrible. En este sentido, en la novela el pecado de infidelidad es castigado con la muerte. Por tanto –finalizaba el abogado– la novela no era indecorosa, sino moralizante, en tanto que en las obras moralizantes los pecadores reciben castigo y los virtuosos la gloria. Y un castigo es precisamente lo que encuentra Emma Bovary.
–En los distintos ensayos que reúne en este libro encontramos una crítica, recurrente en muchos de sus trabajos, que tiene que ver con la relativización del lenguaje que lleva a cabo en su opinión la teoría de la decostrucción de Derrida.
–La deconstrucción responde al intento de dinamitar los fundamentos del racionalismo del Siglo de las Luces, que tuvo unas consecuencias extraordinariamente positivas en la evolución de la humanidad. Antes triunfaba lo que Augusto Comte denominaba la era teológica: la interpretación de las cosas siempre tenía un referente trascendental. A partir del racionalismo,la interpretación de las cosas se fundamenta en ese instrumento tan poderoso que es nuestra razón, objetiva e iluminadora. Ya desde el propio siglo XVIII, por la vía de filósofos ultraconservadores y reaccionarios como De Maistre empezó una reacción contra el iluminismo.
En el siglo XIX encontramos a Nietzsche, el primero en socavar esta confianza absoluta en la razón y, por tanto, en la existencia de una verdad y también en la posibilidad del lenguaje de contribuir –a través de la razón– a dilucidar la verdad. El siguiente eslabón, haciendo saltos de gran aliento, es Heidegger. En Ser y tiempo utiliza el concepto de destrucción en relación con estos grandes relatos legitimadores que vienen del racionalismo. Derrida habla de deconstrucción, pero su fundamento es la destrucción heideggeriana. Derrida, que es un filósofo que comenzó estudiando la fenomenología de Husserl, que es un antídoto a la deconstrucción, no ha tenido una gran influencia en Europa, pero sí en Estados Unidos a través de los campus universitarios. Dentro de la llamada French School, Derrida y Foucault han sido asumidos por el mundo anglosajón y potenciados exponencialmente. Lo que hace la propuesta derridiana es socavar la entidad sustantiva de la palabra en cuanto portadora de significados ciertos. Y lo hace extendiéndose a terrenos al margen del ámbito filosófico o literario.
–Usted pone el acento en el político.
–Efectivamente. Considero que es muy significativo que el gurú comunicativo de Putin, Vladimir Surkov, sea un gran defensor de las teoría de Derrida, que está en el fundamento de toda la posverdad y la ficción que acompaña, por ejemplo, la guerra de Ucrania. La deconstrucción es el fundamento del revisionismo de la teoría marxista de Ernesto Laclau que En la razón populista anula el discurso legitimador del marxismo, que es un pensamiento fuerte de impronta racionalista. Su base es que la lucha de clases ya no es la explicación de la conflictividad social, que se explica, por el contrario, a partir de un juego de demandas. Las demandas son pequeñas reivindicaciones de grupos y minorías que hay que articular en ese gran caos de la contienda política y social.
–Pero la deconstrucción fue esencial para el desarrollo de estudios de tanta importancia como las teorías postcolonialistas, el feminismo o las teorías queer.
–El problema es que, dentro de los estudios queer, la deconstrucción está a la base de la cuestión sexo/género y sirve para deconstruir el hecho biológico del género en tanto que expresión anatómica de un sexo, pero también fisiológica o moral… Esto a mí me tiene francamente obsesionado. Me preocupa el hecho de que un pensamiento filosófico nacido en Francia, pero con una tradición anterior que nos lleva a la crítica del racionalismo francés, haya conseguido impregnar esferas muy diversas de la vida social postmoderna. Dudo mucho de que Trump haya leído a Derrida, pero hay una relación muy clara entre la sistemática promoción de las postverdades por parte de Trump y esa desconfianza deconstructiva hacia la razón y la verdad de Derrida y sus seguidores.
–Usted se inscribe en la fenomenología, que es de dónde viene Derrida.
–Sí. Derrida hizo su tesis sobre Husserl, pero luego se apartó de la impronta fenomenológica, que es muy objetiva. De hecho, el lema fenomenológico es: A las cosas mismas. La deconstrucción se sitúa en las antípodas: las cosas mismas no tienen ninguna entidad que merezca la pena atender filosóficamente. Para la deconstrucción hay que atender a ese juego de diferencias, a esos ecos que se mezclan, sin que haya voces genuinas y auténticas, que son las que la fenomenología reivindicaba. Yo me inscribo en la línea fenomenológica de Husserl, que tuvo un seguidor polaco, Roman Ingarden, que aplicó los principios fenomenológicos a dos cuestiones interesantísimas para estudiar la literatura: la cuestión ontológica –la pregunta sobre que es la literatura y qué es una obra de arte literaria– y la cuestión epistemológica –cómo se puede llegar al conocimiento de una obra de arte literaria–.
–Por lo que comenta, se inscribe en la estela de Harold Bloom, quien acusaba a los estudios cultural, de género o queer de ser “escuelas del resentimiento” por habe cuestionado el canon e introducir elementos de crítica que nada tienen que ver con el valor estético.
–Hay una conexión clarísima entre la deconstrucción y otras líneas de pensamiento o ideologías que han incidido de manera muy directa en la academia americana y, a partir de ahí, en el mundo anglosajón. Pienso en la teoría del feminismo en la deriva queer que está provocando contradicciones en el seno del pensamiento feminista de siempre. También en el anticolonialismo y el multiculturalismo, esenciales para comprender la orientación de sus estudios en muchos centros universitarios. Y pienso en las derivas del postcolonialismo, del postmarxismo y de todos aquellos estudios que vienen precedidos por el prefijo post, que se usa mucho –postverdad, postdemocracia- y que no alude a lo que debería aludir, que es a la cuestión temporal.
Todos estos conceptos precedidos por este prefijo aluden a una variante deconstructiva del sustantivo al que precede post. Por ejemplo, el concepto de postdemocracia, puesto en circulación por el politólogo Warwick Colin Crouch, alude a una democracia desvirtuada: se mantiene la apariencia externa del régimen democrático, pero se desvirtúa su esencia y funcionalidad. Creo que este concepto es aplicable a las pretensiones de Trump, así como sirve para describir lo que sucede en Brasil o Venezuela.
–Esas corrientes ideológicas buscaban abrir un canon conformado por hombres blancos y heterosexuales y paliar los agravios hacia autoras o autores que habían sido excluidos, subrayando así la necesidad de introducir otros criterios, no solo el estético, a la hora de escribir la historia de la literatura.
–Era necesario rescatar del olvido a figuras de la intelectualidad, de la literatura y del arte injustamente preteridas. Es evidente que las mujeres fueron especialmente víctimas de esta injusta preterición. Por lo tanto, todo lo que signifique atención y el rescate por parte de la academia, de la universidad, de estas figuras valiosísimas es imprescindible. No me refiero solo al campo literario, sino al artístico en general. Por ejemplo, llama la atención la ausencia de mujeres pintoras dentro del canon pictórico; de ahí las recuperaciones que se están llevando a cabo.
Yo soy un gran admirador de Tamara de Lempicka. He estudiado bastante los ismos de los años veinte y treinta, donde se produjo una enorme floración de las artes que no puede comprenderse sin figuras como la de De Lempicka o Maruja Mallo. Estas dos mujeres no pueden ser obviadas. La recuperación y el rescate de estas figuras es un avance y era imprescindible que se produjera. Ahora bien, construir es recuperar valores auténticos que están ocultos para construir nuestra visión de la cultura sobre una base más justa y más firme. Otra cosa es la deconstrucción del canon, a partir de la cual se cuestiona el hecho de estudiar en una universidad de Tennesse a William Shakespeare, que era un varón blanco, heterosexual, inglés… e, incluso, en tanto que inglés, colonialista; en tanto que cristiano, intransigente; y en tanto que hombre, machista.
–Mo querer leer a Shakespeare- es llegar a extremos de los que Derrida estaba lejos.
–La realidad es que estos discursos vienen de ahí y su consecuencia es que el valor estético y la aportación cultural desaparecen. Y vemos cómo todo esto viene de ahí en esta nueva deriva de la apropiación cultural. Se considera las culturas como cápsulas cerradas e impenetrables. Piense en Amanda Gorman, la poeta que recitó en la toma de posesión de Biden. Todas las editoriales del mundo quisieron publicarle su único libro y ya sabemos lo que pasó, empezando por Holanda, donde la editorial que compró los derechos encargó la traducción a una magnífica traductora holandesa y se montó una campaña en contra porque se consideró inadmisible que una holandesa blanca tradujera los versos de una norteamericana negra. La presión fue tal que la traductora acabó renunciando al trabajo que se le había encomendado. Esto es terrible y peligros. La condena de la apropiación cultural –¿acaso Shakespeare no se apropia culturalmente del mundo y la cultura judía cuando escribe El mercader de Venecia?– es la negación de uno de los pilares del racionalismo ilustrado: el universalismo, la universalidad de la condición humana.
–“Los diccionarios recogen las palabras que los hablantes han creado”, afirma en una entrevista. Aparecen nuevas palabras, nuevas significaciones y nuevos sufijos, fruto de las demandas de una sociedad que muta. Quizá es pronto, pero a lo mejor la demanda de un lenguaje inclusivo terminen siendo generalizada y el diccionario tendría que atenderlas.
–El lenguaje inclusivo no es un asunto exclusivo de palabras; es también un asunto de estructura gramatical, que es mucho más difícil de modificar. En el diccionario de la lengua española de hace cien años la palabra embajadora aparecía definida como mujer del embajador. Hoy se la define como la representante oficial de un país ante otro. Y así muchos otros cambios. La palabra juez, por dar un ejemplo, es una epicena por su estructura morfológica y, por tanto, la forma de diferencia el sexo opera a través del artículo. Sin embargo, se ha introducido el término jueza. Yo no creo que fuera necesario, pero, puesto que el término se ha impuesto, aparece en el diccionario. Hay que asumirlo.
Sin embargo, es más complejo la cuestión de las estructuras gramaticales: el masculino inclusivo tiene sus orígenes en el indoeuropeo y, de hecho, hay lenguas que tienen el femenino como forma de inclusión. Lo que quiero decir es que el uso del masculino como fórmula de inclusión no tiene que ver en modo alguno con las condiciones sociales y políticas de la mujer. En el guajiro, que se habla en la costa de Venezuela, el femenino es la fórmula de inclusión y, sin embargo, ahí la situación de la mujer no es equiparable a la que tiene en las sociedades avanzadas.
–Cuando se habla de postcensura se cita de una cesura no fomentada por el Estado o una institución religiosa, sino por grupos minoritarios. ¿No debería también señalarse que eso que algunos definen como postcensura en algunas ocasiones es el intento de corregir ciertos agravios hacia determinados colectivos?
–Antes que de postcensura, prefiero hablar de corrección política, entendida como la censura postmoderna. La censura tradiconal era ejercida por un poder constituido. La censura política es ejercida desde la sociedad civil: poderes no reglados que tienen su influencia y su instrumento de coacción a través de la llamada cancelación. Ricardo Dudda, en un ensayo, habla de minorías con presencia en los medios que promueven muchas de estas sugerencias e imposiciones para cambiar el lenguaje. Aquí nos encontramos con un problema grave: se están dando casos en los que los poderes ejecutivos y legislativos, sobre todo, asumen principios de la corrección política que vienen de esos poderes gaseosos o líquidos de la sociedad civil. Y cuando esto ocurre ya no hablamos de la censura postmoderna, sino de la censura de siempre. En el momento en que existen leyes aprobadas por el Parlamento que se basan en principios de corrección política estamos un territorio absolutamente antidemocrático. En su famoso ensayo LTI, Víktor Klémperer estudia de qué manera el nazismo intentó manipular e incidir sobre la lengua alemana.
–El lenguaje del Tercer Reich tenía como objetivo la aniquilación de toda una raza, mientras que estas demandas tienen como fin la inclusión del otro.
–Le vuelvo a señalar lo que le comentaba: hay que ser prudente a la hora de pensar que la intervención de los poderes públicos para aplicar principios de corrección política procedentes de determinados sectores es determinante para que la realidad lingüística cambie. Lo que Klemperer describe se produce dentro de una dictadura terrible. Lo que ahora está sucediendo en determinados países es dentro de un marco democrático. Por esto, me he interesado por el género de las distopías: Orwell o Huxley, por citar dos autores, nos presentan sociedades del futuro que son dictaduras. Nosotros vivimos en democracia y, sin embargo, vemos cómo se están produciendo estos hechos de asunción de principios de corrección política, sin tener en cuenta que, muchas veces, se atribuye a la lengua males sociales que no se resuelven cambiando las palabras.
–Sin embargo, el hecho de que hoy, por ejemplo, la sociedad no se ría con esos chistes sobre hombres que pegan a mujeres o sobre homosexuales es síntoma de que, si bien siga habiendo violencia machista o homófoba, ha cambiado radicalmente la percepción y la aceptación social ante estas violencias.
-Este asunto es extraordinariamente delicado y peligroso, porque la frontera entre una cosa y otra es muy sutil. Yo creo que con malas ideas se puede hacer buena literatura y que lo transgresor, lo inconveniente y lo irrespetuoso tiene derecho a ser manifestado en una expresión artística. Lo contrario puede llevar a situaciones verdaderamente terribles como algo que ya está empezando ocurrir, como hemos visto con Roald Dahl: la reescritura.
Esto ya lo decía Orwell: su protagonista trabaja en el Ministerio de la Verdad que es, en realidad, el Ministerio de la Censura. Su función es revisar los textos del pasado para modificarlos en base a los intereses del partido. La comedia es una falta de respeto a todo y nosotros no podemos delimitar la libertad del humor en base a la teoría de Marcuse de la tolerancia represiva, que está en el fondo de la corrección política actual, pero que fue pensada desde los principios de la dictadura del proletariado. Los Luthiers es un grupo de enorme éxito que trabaja con la música y las palabras. Si ponemos a los sensitive readers frente a sus espectáculos no salvarían absolutamente nada. Los Luthiers han hecho reír a millones de espectadores porque la inteligencia del ser humano comprende la transgresión, sin necesidad de asumir dicha transgresión en su comportamiento y actitudes.
–Usted ha estudiado con atención el realismo. Recientemente se lamentaba de la baja calidad de la literatura realista actual o, mejor dicho, de la banalización de las técnicas realistas en la literatura presente.
–Yo he hablado de la postliteratura para referirme a algo a lo que ya hacía mención la Escuela de Frankfurt: la total subordinación de la creación literaria a la industria editorial. Hoy, muchas novelas son realmente materia prima para el funcionamiento de la máquina industrial. Libros que no tienen ningún propósito de trascendencia y de perduración. La propia editorial que los publica los destruye si a los seis meses no han alcanzado las ventas deseadas. Hablamos de literatura de usar y tirar.
Es una literatura, además, que ofrece una versión banalizada del gran realismo del siglo XIX. Y a mí esto me duele mucho. Yo he trabajado mucho la novela modernista y esos autores en los años veinte y treinta, incluso, cuarenta, pegaron un gran meneo a la literatura a base de experimentación con una creatividad desbordante. Hoy muchas novelas de éxito tienen el encefalograma plano. Stieg Larsson, por ejemplo, cuenta una historia que capta a los lectores y poco más.
–Siempre recuerdo que, en la licenciatura de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona, el profesor David Viñas Piquer nos insistía que primero venía el texto literario y luego las teorías. ¿Se corre el riesgo de que la teoría se imponga a la literatura?
–Sin duda. Yo he luchado siempre contra ello, recurriendo al apoyo de figuras como George Steiner, que afirmaba: “Ya no necesitamos más teorías. Lo que necesitamos son lugares con mesas y sillas para leer juntos los profesores y los alumnos”. Suscribo completamente estas palabras. Siempre he luchado contra esa hipertrofia de la teoría que hace que la teoría termine convirtiéndose en una especie de metafísica literaria que ignora los textos. Volvemos a la deconstrucción, que le quita valor genuino a la creación literaria en sí y, sobre esto, hace unas grandes elucubraciones deconstructivas que a mí me producen un malestar profundo.