Edgardo Scott: “Estamos rodeados de libros que nos envían mensajes morales y escolásticos”
El escritor argentino, que indaga en el imaginario cultural de los paseantes urbanos en su obra ‘Caminantes’, reflexiona sobre la imaginación poética en géneros como el ensayo o el documental
29 diciembre, 2022 19:30Autor de libros de relatos como Los refugios y Cassette virgen, novelista –El exceso (2012) y Luto (2017)–, traductor y crítico literario, el argentino Edgardo Scott firma Caminantes (Gatopardo Ediciones), un interesante ensayo en el que reflexiona sobre las distintas categorías de caminantes –los flâneurs, los paseantes, los peregrinos y los walkmans– a través de distintos textos y autores que han hecho del arte de caminar una poética y una forma de estar en el mundo
–En su ensayo dedica un capítulo a los walkman, ¿Son los últimos paseantes hasta el momento?
–En realidad, ya se ha producido una mutación con respecto a la figura de los walkmans, aunque, cuando escribí este ensayo entre 2015 y 2016 todavía no era tan masivo el uso de audífonos inalámbricos. Por entonces, a diferencia de ahora, la figura de los walkmans estaba ligada a los años noventa y al hecho de escuchar música a través de ese aparato, hoy desaparecido. Ahora casi todos somos walkmans porque caminamos con los audífonos inalámbricos, lo que ha producido, como sucede con la tecnología, una modificación del sentido musical que tenía el viejo aparato de los años noventa.
–Hay algo que no cambia: escuchar música. Ahí es donde usted pone el acento.
–Me parece interesante el hecho de que la música se pueda convertir en una forma de ambientar el paseo, así como en un método de protección ante el ruido de la ciudad. Y cuando hablo de ruido no me refiero a la pulsión sonora de la ciudad, refiero a los claxon o las voces. Me refiero a la fealdad urbana que nos asalta, a las situaciones violentas, a las imágenes hostiles y obscenas de esa publicidad permanente que nos acosa… Por eso, escuchar la música que nos gusta se vuelve la única manera de aislarnos y de poder hacer un paseo solitario en medio de la multitud.
–¿Ser un hombre de la multitud pero estar, al mismo tiempo, apartado?
–En El hombre de la multitud, el cuento de Edgar Allan Poe, hay una especie de fuerza viva, presente en todos sus relatos, siempre al límite con lo fantástico y lo extraño. Se trata de una fuerza viva que se mueve de aquí para allá, que nunca se queda quieta y que el narrador nunca puede alcanzar. Se podría hablar de un pulso alienado. Frente a este contexto en el que se inscribe el hombre de la multitud encontramos al flâneur, icono de las ciudades modernas, al que imaginamos con galeras y bastón paseando por París o por cualquier otra urbe moderna como si fuera una efigie. El flâneur es el diletante, alguien que tiene tiempo para perderlo. Aquel que se regodea con su imagen. En él hay el narcisismo que lo distingue, entre otras cosas, del paseante, una figura más ligada a la ensoñación. El paseante es aquel que tiene tiempo para caminar, pero que aprovecha la caminata para fantasear y soñar con sus deseos y proyectos.
–¿El flâneur es un privilegiado?
–Totalmente. Creo importante señalar esta circunstancia de privilegio. El libro es resultado de un afán clasificatorio que nace al ver de qué manera las distintas categorías de la caminata eran usadas. Mi objetivo era el de investigar, no con fines académicos, sobre el acto de caminar. Al hacerlo me di cuenta de que el flâneur está muy ligado a una época concreta y hoy resulta impropio hablar de flânerie a menos que no lo hagamos de forma metafórica. Porque ya no existen los flâneurs.
–¿Y los peregrinos?
–No los hay en el sentido original del término: hoy es imposible encontrar a alguien que camine de un lugar a otro por una razón concreta, ya sea por la fe, amor o un ideal… Además, hay que tener en cuenta que antes la peregrinación estaba ligada al hecho de que no había alternativa a caminar. Se peregrinaba por razones amorosas, se recorrían kilómetros para ver a alguien amado porque de otra manera era imposible verse. La realidad ha cambiado completamente y la categoría de peregrino, como la de flâneur son hoy de museo. Me refiero a las palabras en su forma literal, porque, desde un punto de vista metafórico, siguen existiendo y siendo válidas. Podemos seguir hablando de peregrinaciones para describir acciones tan cotidianas como la de sortear el tráfico en hora punta o llegar puntuales a la presentación de un libro.
–Lo que sucede con la peregrinación es que ahora es una oferta turística.
–Tenés razón. El turismo ofrece emular a las peregrinaciones. Para mí, el icono de la peregrinación es la experiencia narrada por Herzog, que, cuando se entera que una amiga está enferma en París, decide partir desde Múnich e ir caminando hasta la capital francesa. Hay algo loco en esta decisión. Al mismo tiempo, contiene una enorme fe. En realidad, la peregrinación no puede desligarse de la fe, aunque no sea necesariamente religiosa. Tiene que ver con el hecho de hacer algo radical en un sentido profundo, algo que requiera un esfuerzo, renunciando a la comodidad y a la velocidad.
–El relato de Herzog me recuerda Una historia verdadera, la película de David Lynch, donde se narra el largo viaje de un campesino en su tractor para ver a su hermano enfermo.
–No he visto esa película. Conozco bien el cine de Lynch, pero siempre hay una película que no has visto. Se puede peregrinar yendo en tractor, que es una forma de romper con la velocidad, hacer un esfuerzo para desplazarse rehuyendo de las vías tradicionales. Esto señala lo que comentaba: las palabras siguen vigentes, aunque no en su forma literal. Hablar de una peregrinación en tractor es sortear la literalidad y aprovechar la capacidad metafórica de las palabras, que cada vez se encuentran en retirada. Estamos acosados por la literalidad. Las palabras están perdiendo la capacidad de significar otra cosa distinta a la que significan.
–¿Es el ensayo el género más adecuado para reflexionar sobre el caminar?
–Seguramente: el ensayo es una forma de caminar sin mapa. La literatura que me interesa tiene que ver con formas híbridas donde aparecen el ensayo o el documental. La ficción tradicional y, más en concreto, la novela en su forma más clásica no me interesa demasiado, salvo que conlleve un desafío formal. Hace veinte años criticábamos los bestseller y hoy tenemos literatura que adopta sus fórmulas, aunque las aplique a contenidos más elevados, serios o delicados. Al final lo único que se hace es novelar cuestiones sociales que lo que requerirían, si hubiera un verdadero compromiso político y literario, es el género documental o ensayístico. Es decir, la no ficción. ¿Quién dijo que la no ficción no es literatura? Claro que sí. Montaigne o Sir Thomas Brown no son peores de Gide o Baudelaire. El ensayo me da libertad y permite un compromiso no solo con la realidad, sino con la invención. Estamos acostumbrados a ver la imaginación únicamente ligada a la ficción, pero es un error. La imaginación no tiene que ver con la aparición de extraterrestres y hechos extraños, ni tampoco está relacionada con determinados géneros. La imaginación tiene que ver con la mirada.
–¿Si cambia la mirada cambia el espacio por el que caminamos?
–Hablamos de la mirada, pero también nos podríamos referir a la lectura, porque mirar es leer. Para alcanzar ese grado de atención que requiere mirar es necesario ir un poco a contracorriente. Vivimos en un momento en el que todo nos distrae; dirigimos nuestros ojos hacia muchísimas cosas, pero nuestra mirada es desatenta. No miramos de verdad. Hay gente que no sabe dónde vive, cuáles ni cómo son las cuatro calles que rodean su casa. En el libro trato de recuperar la atención que hemos perdido. Creo, además, que, como diría Joyce, tener ciertas epifanías sólo puede lograrse si se observan las cosas con detenimiento. Es importante tener, a lo largo de la jornada, momentos en los que sea posible respirar y retener algo de todo eso que se está viviendo.
–¿Escuchar música no implica dejar de mirar lo que nos rodea?
–Podría ser así y, seguramente, la mayoría de la gente que escucha música mientras camina va alienada, sin mirar nada de cuanto acontece a su alrededor. Sin embargo, yo, que soy de una época en la que se habla de la música funcional, me gusta pensar que la música que se escucha mientras se camina genera un ambiente. Es como si se estuviera dentro de una película, donde la música crea y forma parte de la escena. Por tanto, en lugar de pensarla como alienación veo la música como algo que nos acompaña y nos permite captar con más sensibilidad lo que nos vamos encontramos en el camino.
–Quisiera volver a esa idea de que caminar es una forma de leer un espacio.
–Un escritor que admiro mucho, Damián Tabarovsky escribió una columna en la que señalaba que el libro toma el caminar como una sinécdoque de la lectura. Para mí es así: el caminar es como un vector de lectura; de ahí que el libro pueda definirse también como un ensayo de crítica literaria. A lo largo de sus páginas no hago otra cosa que leer a un gran número de autores. Y de todos ellos hago una lectura personal.
–¿Su libro es también un ensayo sobre literatura?
–Para mí fue liberador escribir un ensayo de crítica literaria, pero sin los presupuestos habituales, que los confinan al ámbito académico. El libro me ha permitido leer textos literarios y regresar a autores desde una nueva puerta de entrada. La única condición que me puse a la hora de mencionar estas obras es que yo tenía que sentirme capaz de decir algo sobre ellas. Por ese motivo no aparece citada en ningún momento Glosa, la novela de Juan José Saer que cuenta una extensa caminata. Sentía que no tenía nada que decir sobre ella ni sobre su autor.
–Quien sí aparece es Borges, al que le dedica varias páginas.
–El Borges joven, el que más me gusta, era un caminante un poco al estilo de Virginia Woolf: alguien que encontraba en la marcha un tono de reflexión e imágenes muy sugerentes. Cuando se queda ciego, se vuelve sedentario. Pierde la posibilidad de caminar y de leer solo. Su literatura cambia. A partir de 1955, cuando ya tiene sesenta años, Borges es un autor que se repite y que se vuelve reaccionario. Es un Borges que no me interesa, a menos que no sea para criticarlo. Sin embargo, el joven…
–El famoso orillero
–Efectivamente. Ese es el escritor que amplía las fronteras de la literatura argentina.
–Otro autor al que cita es Ian Sinclair, un caminante que mira ahí donde otros no ponen el foco.
–Tengo la suerte de ser amigo de Sinclair y de haber traducido dos conferencias suyas con el título de Los ríos perdidos de Londres. En ellas habla sobre los ríos que se pavimentaron. Para mí, la experiencia poética, como sucede en Sinclair, debe incluir la experiencia crítica y, viceversa: toda experiencia crítica incluye necesariamente una experiencia poética. No solo no están divorciadas, sino que ambas tienen que estar juntas. Cualquier poética debe ser una forma de política que nos incluya y que nos haga ganar a todos. No entiendo la experiencia poética como una manifestación narcisista. En Sinclair encontramos todo esto. Es un ejemplo de una literatura que dota de imaginación a lo documental. Los libros de Sinclair son documentales maravillosos, poseen una gran dosis de imaginación poética.
–¿Podríamos decir lo mismo de Sebald?
–Sebald es como un tío. Un día me contó Sinclair que la única vez que se encontró con Sebald fue en un ascensor. Viajaron tres o cuatro pisos juntos, sin intercambiarse ni una palabra. Sinclair, gran admirador de Sebald, no se animó a decirle nada.
–Usted defiende lo político como algo inherente a lo poético. Muchos vacían de contenido político cualquier tipo de expresión artística.
–Todos estamos super ideologizados. Nunca, desde los años sesenta, la ideología fue tan fuerte. Hoy todos los discursos están impregnados de ideología. Por otro lado, estamos también superdespolitizados en lo que se refiere a la idea de la vida en común, como diría Agamben. No pensamos la política como un bien colectivo. La ideología es lo que deberíamos dejar a un lado para hablar de política y pensar los intercambios y el poder. Es paradójico. Estamos llenos de libros que nos envían mensajes morales, escolásticos, sobre cómo tenemos que vivir, cómo tenemos que ser más sanos o más tolerantes, etc. Vivimos ajenos al hecho de pensar el mundo y nuestras sociedades. No somos capaces de mirar la realidad.