María Stepánova: “En Rusia es imposible escribir. No existe la libertad de creación”
La escritora, exiliada en Alemania, que usa sus recuerdos familiares como metáfora para relatar la historia de su país en ‘En memoria de la memoria’, alerta sobre la involución con respecto a Europa
20 octubre, 2022 19:30María Stepánova reside ahora en Alemania. Para la escritora rusa exiliarse ha sido inevitable. Solo estando en el extranjero puede seguir escribiendo y denunciando las barbaries que está cometiendo su país. “Solo desde Alemania puedo hablar de la guerra que ha comenzado Rusia”, confiesa Stepánova durante su estancia en Barcelona, ciudad a la que ha acudido para presentar En memoria de la memoria (Acantilado), un libro donde se entremezclan géneros tan diversos como el ensayo, la saga familiar, la biografía y el dietarismo. Stepánova, una de las autoras más relevantes de las letras rusas actuales, no solo reconstruye la historia de su familia, una historia que es, a su vez, metáfora de la de todo un país, sino que indaga sobre los mecanismos de la memoria, sobre la imposibilidad de recordar y sobre la imaginación como herramienta para llenar esos vacíos que nunca pueden llenarse.
–Comienza su libro reconociendo la dificultad que implicaba escribirlo. ¿Radicaba la dificultad en la imposibilidad de conservar una memoria sin fisuras?
–Efectivamente y esto es algo que he aprendido escribiendo este libro, puesto que ha sido a través de la escritura que he sido consciente de la imposibilidad de recordar y reconstruirlo todo. Y algo más: no solo no es posible, sino que es peligroso conseguirlo, si bien el ser humano está hecho de tal manera que no puede evitar intentarlo.
–Quería preguntarle por las páginas en las que relata cómo se confundió cuando trató de reconocer el portal de la casa de su infancia, ¿Nuestros recuerdos se confunden con la imaginación?
–Este episodio que menciona describe perfectamente cómo funciona la memoria y, a la vez, subraya la diferencia entre memoria e historia. Le voy a contar una anécdota muy ilustrativa al respecto: un estudiante estadounidense que está haciendo una tesis en la que investiga cómo funciona la memoria vuelve a casa por Navidad. Durante la cena, en la que están todos reunidos recordando viejos tiempos, él cuenta que se acuerda especialmente de un día en el que se perdió en el supermercado cuando tenía tres años. Sus familiares, le dicen que no recuerdan la anécdota, así que él insiste: cuenta que lloraba y que a su lado había el muñeco de un oso polar muy grande.
En la medida que comienza a dar detalles, los familiares empiezan a recordar y, finalmente, todo el mundo no solo asume que la anécdota pasó, sino que la recuerda perfectamente. Al día siguiente, el estudiante confiesa que se inventó el relato, que todo lo que había contado sobre cómo se había perdido era falso. Y sus familiares le dicen que se equivoca, que eso pasó, que recuerdan perfectamente el hecho y recuerdan la figura del oso blanco. Para mí, ese oso blanco es metáfora de cómo funciona la memoria y de cómo está entremezclada de invención. Y si bien sabemos que nuestra memoria es imperfecta, tenemos la necesidad de recordar y de tratar de recordarlo todo, hasta el punto de recordar hasta lo que no sucedió.
–El libro, que se escapa de cualquier etiqueta de género, cuenta, a través de autores distintos, cómo la literatura se ha acercado al recuerdo y a la memoria.
–Sí, porque este libro no narra únicamente una historia familiar, sino que es un intento de investigar cómo funciona la memoria. Evidentemente, existen distintas formas de recordar el pasado y son muchos los que han indagado en ellas. De ahí la mención a Proust, a Ósip Mandelshtam, a Tolstói o Sebald, entre otros. Escribo sobre todos ellos como si fueran parientes cercanos, miembros de mi familia. Y escribo sobre ellos porque los considero maestros: a través de ellos, aprendo las formas que adquiere el recuerdo y los mecanismos e imperfecciones de la memoria.
–Presta particularmente atención a los objetos. Se podría, incluso, decir que en su libro existe toda una poética sobre los objetos.
–Debo reconocer que estoy absolutamente fascinada por los objetos y por su vida. Creo sinceramente que las cosas tienen una vida propia y un destino, y que, a través de su existencia, nos cuentan la historia de quienes fueron sus propietarios, pero también la historia de lo que pasó después, cuando sus propietarios ya no están. De ahí que en el libro los objetos tengan tanto protagonismo. Lo que intento en estas páginas es prolongar su vida y traerlos hasta nosotros, que vivimos en un mundo donde las cosas tienen una vida muy corta porque son fácilmente reemplazables. Esos objetos con tanta biografía son cada vez más escasos. Pienso en un cuchillo de mango de madera en el que estaba escrito el nombre de mi abuela y que fue pasando de generación en generación. Y la razón de que en ese manco estuviera inscrito el nombre de mi abuela nos cuenta mucho de mi familia y de cómo era la vida en la Rusia soviética: se vivía en pisos comunales con lugares de uso común, como eran la cocina y el baño. Todo estaba expuesto en esos espacios comunes; todo podía ser cogido por todos, de ahí que las cosas desaparecieran con facilidad. Por esta razón mi abuela puso su nombre en aquel cuchillo. Para que todos supieran que era suyo.
–Hablando de objetos: las fotografías tienen un peso fundamental en la memoria. Sin embargo, nos advierte de que cuantas más fotos hay menos memoria queda.
–Una de las cosas que me preocupa es que, si por circunstancias de la vida, esta nube donde tenemos guardado todo desaparece nos quedaremos sin recuerdos. Antiguamente, no se hacían tantas fotos. Solo se plasmaban algunos momentos significativos de la vida de las personas. Por esto, a lo largo de toda una vida, una persona podía llegar a tener unas cincuenta fotos suyas como mucho. ¿Cuántas fotos tenemos nuestras ahora? Miles y miles. Paradójicamente, no tenemos tiempo para mirarlas. Las acumulamos en algún sitio, pero no volvemos a ellas. Casi nunca volvemos a mirarlas.
–Antes le comentaba que su libro no se inscribe en ningún género concreto…
–Es que no me gustan las etiquetas. No me gustan las fronteras ni los límites que te encierran. Nací en un país absolutamente cerrado con fronteras tan impenetrables que hasta los quince años estaba convencida de que nunca podría salir de mi país. Mo me gustan las fronteras, tampoco aquellas que se pueden poner a los libros en forma de etiquetas de género. El concepto de género ya no es válido; no funciona clasificar la literatura dentro de las clasificaciones genéricas.
–A través de la historia de su familia narra las conexiones de Rusia con otros países, una historia compartida. ¿Olvidamos que existe esta historia común?
–Uno de los objetivos principales que tenía a la hora de escribir este libro era intentar reconstruir la unidad de Rusia con Europa y, más aún, restaurar los vínculos de unión entre Rusia y el resto del mundo. Hasta los años treinta del siglo pasado, la cultura, el arte y la literatura rusa eran un elemento indispensable y fundamental del diálogo que Rusia mantenía con Europa. Tras las desgracias que tuvieron lugar posteriormente, empezando por la Segunda Guerra Mundial, la literatura rusa dejó de ser una expresión artística para convertirse paulatinamente en una especie de reportaje exótico sobre un extraño país donde todo va mal pero la gente intenta sobrevivir alegremente. La literatura se convirtió en una mera crónica. Actualmente, mi sueño de ver a Rusia restableciendo un diálogo con Europa que se ha roto en mil pedazos. Es una utopía. Y lo peor de todo es que mi país está haciendo todo lo posible para que el resto del mundo la considere como un enemigo. Sin embargo, a pesar de todo, quiero seguir teniendo esperanzas: para mí la interrelación entre las personas y las culturas es la esencia de mi existencia. De ahí este libro, que es un intento de hacer posible esta interrelación.
–Y también lo era la revista Colta. que dirigía. ¿En qué situación está ahora?
–No es exactamente una revista. Más bien la definiría como un periódico digital de temas culturales financiado a través de un crowfunding. Por tanto, ni por los oligarcas ni por el Estado, como suelen estarlo casi todos los medios que se permiten en Rusia. Colta fue cerrada dos semanas después de la guerra. En la actualidad en Rusia ya no existe, porque no se permite, ningún medio independiente. Hay que tener en cuenta que ahora es imposible escribir con libertad. No existe la libertad de creación. Y por este motivo ahora vivo en Alemania. No puedo volver a mi país porque cualquier actividad artística y literaria que escape de lo que dictamine el Estado está prohibida. Tal es el control sobre lo que se escribe que está prohibido llamar guerra a la guerra –ellos la llaman operación especial– y, si yo quisiera, pongamos por caso, escribir un poema en el que hablo de la guerra como lo que es, una guerra, pondría en riesgo mi vida y pondría en riesgo también la vida del editor que se atreviera a publicarlo.
–En un momento del libro, usted reflexiona sobre el papel del poeta. ¿Cuál es para usted el compromiso que debe tener un escritor?
–El rol del poeta es el mismo que puede tener cualquier otra persona. Me explico: en tiempos turbulentos, el objetivo que debe tener cualquier persona, sea poeta, escritor o cualquier otra cosa, debe ser contar y dar a conocer lo que está sucediendo. Y, como decía antes, es importante que todos llamemos a las cosas por su nombre. A la guerra hay que llamarla guerra. Este es el primer paso que hay que dar en nuestra oposición ante las barbaries que están teniendo lugar y que creíamos impensables.