Desde su primera novela, El cielo de Lima, Juan Gómez Bárcena demostró ser un escritor al que no se le podía perder la pista. Licenciado en Historia, sus novelas proponen una reflexión sobre el tiempo y la construcción del relato histórico, la construcción de la memoria colectiva, lo que se recuerda y lo que se olvida. El tiempo, en Gómez Bárcena, es circular: la historia regresa, muchas veces no como maestra de vida, sino como un hecho fatídico que se reitera irremediablemente. La figura del testigo es también clave en su narrativa, que reconoce su deuda con la literatura latinoamericana, que ha ejercido sobre él una maestría –“por los juegos temporales, por la musicalidad de su lenguaje”–, a través de autores como Borges, Cortázar, Rulfo o Bolaño. En Lo demás es aire (Seix Barral) recupera estas preocupaciones, pero de forma menos teórica, para contarnos la historia de Toñanes, su pueblo cántabro. A través de continuos saltos temporales, el escritor hace un recorrido que va del siglo XVII al presente para narrarnos la historia de sus habitantes. Ellos son los que cuentan su historia, la colectiva y la íntima, que se superponen y se desdibujan.
–Al leer Lo demás es aire se tiene la impresión de encontrarse a un Gómez Bárcena algo distinto porque, si bien hay temas que reaparecen, lo hacen de otra forma. ¿Inicia una nueva etapa?
–A los autores nos resulta complicado juzgar qué tiene de nuevo un proyecto porque nosotros solemos ver nuestras obras como una continuidad. Hay temas que, en mi opinión, siguen estando aquí como en mis anteriores trabajos: el tiempo, la muerte, la memoria. Tengo incluso la impresión de que estoy reincidiendo en ellos de forma machacona. También tengo la impresión de que en todo, o casi todo lo que he escrito, hay juegos formales que se repiten. Lo demás es aire es una novela muy mía, porque tiene estos elementos. Sin embargo, es un libro distinto por otros motivos. Es un libro más cálido, emocional, con referencias más españolas y ambientado en fechas recientes, cosa insólita hasta el momento para mí. Hasta ahora no había escrito nada que estuviera inscrito temporalmente en el presente o en el pasado más cercano.
–Aparece la cuestión autobiográfica.
–Efectivamente. Aquí lo autobiográfico está más presente que antes. Y todos estos componentes hacen que sea, en cierta medida, una novela distinta. No diría que sea una apertura hacia algo, sino un cierre de ciertos temas, aunque tampoco sé lo que voy a hacer en adelante. Ahora no tengo proyectos nuevos y quiero descansar.
–En su anterior novela, Ni si quiera los muertos, unía el pasado con el presente a partir de la premisa nietzscheana del retorno, de que todo regresa. ¿Esta novela proviene de allí?
–Con respecto a Ni siquiera los muertos esta es más humana. Sin embargo, es cierto que se ve esta continuidad. En ambas abarco más o menos el mismo arco temporal, del siglo XVI al XXI, aunque con modos distintos. Ni siquiera los muertos era más densa y abstracta. Aquí he intentado encarnar en los personajes esos conceptos que siempre que me han interesado, como el carácter cíclico del tiempo. Esta concepción del tiempo está en la base de ambos libros: me interesa reflexionar sobre cómo en el tiempo transcurrido hay cosas que no cambian y no modifican la vida de la gente.
–Aquí lo haces adentrándote en la vida íntima de los personajes. ¿Los miedos, los deseos o las esperanzas son en cualquier momento de la historia los mismos?
–Creo que a la hora un proyectar una visión del pasado no solemos fijarnos en que, si bien son muchas cosas las que cambian, las emociones más íntimas son siempre las mismas. Me gustaba que en los nueve meses que dura la novela, y que corresponden con el embarazo de mi madre, se pudiera ver los partos frustrados de una mujer del siglo XVII o a un niño monstruo que nace en el XVIII. Y me gustaba pensar en estas historias como imágenes de pesadillas evocadas por mi madre, que vive con miedo su embarazo. Efectivamente, en esta novela he abordado más que en otras ocasiones la vida y la historia íntima y esto es debido a que antes entendía los personajes de un modo simbólico. El personaje de Kanadá, por ejemplo, era un superviviente de Auschwitz que reunía elementos de todos los supervivientes de Auschwitz. En Ni siquiera los muertos encontramos un personaje que hace un viaje a lo largo de la historia, como un testigo benjaminiano. Aquí he intentado desprenderme de lo simbólico y, si bien las ideas son las mismas, encarnarlas en personajes que pudieran reflejar de manera esas ideas.
–¿Estamos delante de una novela menos teórica?
–Es posible. La teoría ha sido fundamental para mí porque me ha llevado a las fuentes y a ese interés por categorizar la historia. Cuando la abordas en general, necesitas de constructos teóricos, pero cuando lo que haces es examinar la historia de un pueblo, manejando una documentación abundante, pero no exagerada –no más de mil páginas–, te enfrentas al puro acontecimiento. Y te das cuenta de que encaja con lo que tú sabes sobre el contexto en el que tiene lugar, pero también difiere porque contiene elementos novedosos. Te fijas en detalles que suelen pasar desapercibidos. Esta circunstancia es la que me ha llevado a abordar el libro desde una intimidad estrecha que es resultado de que he crecido en Toñanes: conozco sus espacios. En ellos ha transcurrido mi infancia. Y saber de que en esos mismos lugares han acontecido determinados sucesos que yo descubro a partir de la documentación me hace tener una relación más íntima con el espacio y los personajes.
–En un momento en que se habla de la España vacía y existe un discurso nostálgico sobre el mundo rural usted cuenta la historia de Toñanes sin retórica, sin caer en la nostalgia ni en la mirada condescendiente del urbanita.
–Esto que comentas es lo que yo quería conseguir. Yo porque yo quiera mediar de modo alguno en un debate que, efectivamente, existe. No tengo ni una visión nostálgica ni tampoco crítica con respecto al mundo rural. Los pueblos no me parecen lugares ni mejores ni peores que la ciudad. Son lugares distintos, donde existen determinadas problemáticas y se solucionan otras, las propias del medio urbano. Lo que quiero decir es hay problemas asociados a ambos sitios: no tiene sentido alabar uno y denigrar al otro. Lo que pasa es que muchas veces nos equivocamos proyectando esa mirada simplificadora y urbanita del mundo rural y terminamos por alabar la relación genuina con la naturaleza que se tiene en los pueblos. Habría que decir que esta relación genuina, en realidad, es mucho más fría e incluso violenta de lo que el urbanita podría esperar. El pueblo tampoco es un lugar de atraso y condenado a la desaparición como se cree desde las ciudades.
–Lo que sí muestra es que Toñanes, que no está condenado a la desaparición, ya no es el pueblo de su infancia ni el que conocieron los vecinos más ancianos.
–Si hubiera sido un pueblo despoblado o en proceso de despoblación mi novela hubiera sido diferente. Toñanes está haciendo una reconversión hacia el turismo y, en esta transformación, se está perdiendo su memoria. Se están perdiendo las formas de vida tradicionales. Esto es lo que me entristece, pero no porque considere que sean mejores. Lo que me interesa es este cambio. Registrándolo rescato una cultura valiosa que estamos olvidando, pero sin planteamientos nostálgicos y sin defender si hay que volver al campo o no a lo rural. No creo que los términos bueno y malo sean convenientes para este debate.
–Toñanes es un pueblo que mira al mar y sus vecinos siempre han soñado con el mundo de afuera. Muchos decidieron marcharse.
–Esta mirada hacia lo exterior, vinculada a la emigración, está muy presente en la historia de España. En Toñanes, por lo que indica la documentación, la emigración ha sido una constante. En el siglo XVII, muchos vecinos se fueron en busca de trabajo a Andalucía y a las Indias. En la novela especulo sobre lo que significa vivir en un pueblo frente al mar. Creo que, irremediablemente, te tiene que generar preguntas. ¿Por qué no tomar un barco que pasa? Que Toñanes esté pegado a la carretera de la costa, que comunica Santander con Oviedo, es significativo: por esa carretera los vecinos veían pasar mucha gente y esto tuvo que generar preguntas. Me gusta pensar que todos ellos vivieron interrogándose sobre qué hay más allá, al otro lado del mar o de las montañas.
–Su novela es coral, pero ‘el niño de los dinosaurios’, un trasunto del niño que usted fue, que buscaba los huesos de estos animales, es el protagonista. ¿La mirada del personaje es una metáfora de la curiosidad del autor?
–Sin duda es una metáfora, pero es una metáfora no deliberada. Mientras escribía fui introduciendo cameos de este personaje y, a la medida en que lo hacía, me di cuenta de que ese niño resume el proceso de creación de la novela, a la vez que da estructura al libro. El niño es el escritor que, años después, realiza las entrevistas a sus vecinos. Su obsesión por buscar huesos es la que explica el interés del escritor por la historia de su pueblo. El interés ha crecido con el tiempo, pero ese niño ya tenía claro que en ese pueblo tan pequeño había cosas interesantes que mirar.
–Esto me lleva a Carlo Ginzburg, el padre de la ‘microhistoria’.
–Ahí está todo. Se trata de mirar lo concreto y luego generar ideas, no al contrario. Me interesa analizar pequeños lugares con la esperanza de que éstos sirvan como extrapolación de la normalidad de la vida cotidiana. Se habla mucho de reconstruir la vida del ser humano en una y otra época, pero se hace reconstruyendo sucesos excepcionales o poniendo el foco en personajes singulares. A mí me interesa comprender cómo vive la gente corriente y el porqué de los pequeños acontecimientos. La normalidad cotidiana se parece más a esto que a lo que estudiamos en historia.
–Su libro nace de un gran trabajo de archivo. ¿Hasta qué punto se cuidan?
–Generalmente, se cuidan poco. Es cierto que en el caso de Alfoz de Lloredo, el ayuntamiento al que pertenece Toñanes, la documentación está bien conservada. Ignoro los motivos, pero me encontré con mucho material al partir del cual trabajar. Dicho esto, en términos generales, cuidamos poco la memoria y los archivos. En antropología se suele decir que la memoria dura noventa años y, a través de las entrevistas que realicé, lo he podido constatar. El suceso más antiguo del que me han dado noticia es de 1934. No se recuerda en Toñanes ningún suceso anterior a esa fecha.
–¿Facilita esto que se distorsionen los hechos?
–Recordar mal es algo interesante. Significa recordar sin mucha fidelidad a los hechos, pero tras este hecho suele haber un motivo, que es lo que me interesa. En la novela cuento cómo recuerda el pueblo la Guerra Civil y cómo este relato difiere de lo que dicen los archivos. Toñanes ha generado una memoria solapada que no contradice del todo los hechos, pero los enmascara. Se ve cuando se habla de la Guerra Civil. La mayoría de los pueblos han construido su sentido identitario a partir de su recuerdo de la Guerra Civil, el acontecimiento más importante que les ha tocado vivir y el más antiguo que pueden recordar. Y todo suceso cuasi mítico sirve para generar un relato que dice que en Toñanes reinó la estabilidad y la paz.
–De hecho, los vecinos insisten en que en Toñanes no murió nadie
–Eso dicen, aunque luego, si escarbas, te das cuenta de que sí hubo gente que murió. Te lo dicen sin decirlo: “Bueno, es cierto, mi hermano murió, pero no exactamente por la guerra”. Y si tú analizas las razones del fallecimiento te das cuenta de que sí murió por la guerra. En Toñanes hubo víctimas, pero imagino que negarlas se debe a esa necesidad de narrar poco o nada la guerra por la dictadura. Si bien Toñanes tiene un recuerdo neutral de sí mismo, los archivos nos dicen que estaba comprometido con la izquierda.
–Está el silencio provocado por la dictadura, pero también el silencio provocado por la Transición para cerrar unas heridas que, de facto, continúan abiertas.
–Algo así ha habido. España ha tenido un proceso de reconstitución de la democracia que en muchos sentidos ha sido modélico, pero, al mismo tiempo, también ha sido negligente. Ahora mismo existe una memoria bífida que es imposible casar debido al silencio. En Toñanes es evidente, si bien, como sucede en otros pueblos, allí tampoco hay una visión ideológica marcada de lo que sucedió en la Guerra Civil. En las narraciones que escuch, se confunden los de una parte con las de la otra. Existe una visión desapegada de ambas ideologías: la guerra fue una tragedia general y poco más.
–En esta novela hay ecos de autores como Delibes o Baroja.
–En parte sí. He releído a Delibes y a Llamazares, por citar dos. Han sido importantes desde un punto de vista antropológico, no tanto literario. Los referentes principales han sido Perec –La vida, instrucciones de uso–, Juan Rulfo, por la manera en que en Pedro Páramo narra muchos tiempos en uno solo, y el cine. No encontraba libros donde hubiera saltos temporales tan rápidos como los que quería hacer, pero el cine sí los hace. Yo quería hacer lo mismo, pero para el libro necesitaba construir una imagen de forma que el lector entendiera la transición, porque la escritura no es simultánea. Por esto decidí poner en los márgenes del libro las fechas: para que el lector fuera consciente de los saltos sin tener que crear cada vez una imagen. Mi propósito era narrar el tiempo como narramos nuestra memoria: saltamos de un recuerdo a otro a través de lazos muy débiles. Me gustaba indagar sobre cómo funciona la conciencia individual con respecto a la historia colectiva.
–Lo individual domina la literatura actual, pero usted siempre ha reivindicado lo colectivo. ¿Hay un posicionamiento político detrás de esta mirada?
–No quiero mostrar ningún rechazo a otras formas de entender la literatura o la vida, pero creo que para entendernos nos desligamos demasiado de la sociedad y del entorno en el que vivimos. No debería ser así. Para entender a un individuo es necesario comprender su contexto de la misma manera que para entender el presente es necesario conocer el pasado. A veces escucho discursos, no solo políticos, también sociales, que no tienen en cuenta el factor tiempo cuando es lo que explica porque las cosas sean como son y no de otro modo. En mis novelas hay una conciencia política clara. Kanadá o Ni siquiera los muertos lo son, aunque no siempre se han percibido así. En esta hay una visión del mundo y, por tanto, es política.
–Es un escritor que tiene claro lo que quiere hacer. No se ha amoldado a las modas ni se ha dejado tentar por el mercado.
–Bueno… Hay tentaciones que nunca habría podido aceptar. No me siento capaz de escribir literatura mainstream. Nunca me he sentido capaz de hacer algo distinto a lo que hago. Un escritor escribe lo que puede y debe tratar de hacerlo lo mejor que puede. Hacer algo distinto a lo que hago implicaría no hacerlo tan bien o peor. Por otro lado, este mundo da tan poco dinero que me parece absurdo dejarse tentar por los cantos de sirena. No reniego de mi tiempo, pero está bien dejarse influir solo y únicamente cuando dicha influencia no va en contra del espíritu de tu trabajo.