El otro día, en la calle Aragón, esquina Bailén, vi a un hombre sucio y desharrapado que estaba en cuclillas entre dos contenedores, huroneando en un montón de libros despreciados, y ni corto ni perezoso me puse a huronear a su lado. Había muchos. El hombre los separaba en dos montones: en uno, los que quería llevarse, y en el otro, tal como me dijo, los que “te puedes llevar si quieres”, y qué iba yo a hacer: darle las gracias, por supuesto, y pillar lo que me interesase.
Me quedé por ejemplo con un Trópico de cáncer de Henry Miller, autor que me había deparado no pocas satisfacciones en mis años mozos (Baroja). Entre ellas, la del cuento Max, el judío de París, en el libro Pesadilla con aire acondicionado, título tan apropiado para estos días. Se trata de un cuento largo que leí tres o cuatro veces y donde me parecía encontrar reglas para vivir verdaderamente sólidas. Luego en casa estuve chequeándolo. ¡Qué terrible decepción! Cuánta tontería, cuánta alegría jactanciosa…
Comprender que aquello que, décadas atrás, me impresionó tanto, tan positivamente, era en realidad una gran chorrada, o sea la obra alegre y estúpida de Henry Miller, fue una experiencia desastrosa. Señor, Señor, ¿de quién puedo fiarme si no puedo fiarme de mí mismo?
Y entonces una voz desde la alturas dijo “Tranquilo, fíate de Bukowski”.
No estoy dispuesto a ello. No estoy proclive a más decepciones. Como Miller, Bukowski (1920-1994) respondía con directísima intensidad a nuestras preocupaciones y fantasías de la edad temprana (no pocas de ellas de carácter sexual, y otras relativas a la lucha por la libertad personal: y esto lo hace por siempre joven). Pero ya entonces, ya cuando estaba fascinado tanto por Miller como por Bukowski, tenía la suficiente lucidez para comprender que este último era más sólido, menos barroco, menos teatral, menos enredoso. Miller siempre tenía una especie de coartada culturalista, acuñada en muchísimas lecturas, por cierto que desordenadas y mal asimiladas; Bukowski era más directo y no se preocupaba de buscarse coartadas. Por esa honestidad sigo pudiendo leerlo. A Miller, ni que me maten.
Recuerdo un cuento de Bukowski sobre una novia pérfida que le sirve un gintonic envenenado con no sé qué pócima que le hace encoger físicamente lo suficiente hasta convertirse en un ser diminuto, y ello con le objetivo de metérselo en la vagina, donde su deambular desesperado entre las húmedas terminaciones nerviosas deparan a la bruja unos orgasmos intensos y peligrosísimos, pues al cerrar las piernas en un momento de éxtasis puede ahogar a nuestro desdichado héroe…
No hace falta decir que aquel cuento cuyo título no recuerdo puede ser interpretado como una ilustración contemporánea del terror freudiano a la “vagina dentata”, o simplemente al placer modesto de chupar un chupachups. En mi memoria literaria, donde caben no tantos libros, ese cuento de Bukowski no puede ser desplazado de su sólida posición, y junto con él, como cerezas enredas, otras historias suyas como su novela Cartero, donde su alter ego Chinaski se pasa página tras página bebiendo y encontrándose casualmente con mujeres muy pero que muy hospitalarias; o la parodia de su ya célebre personaje en Opera Prima, la primera película de Trueba, donde aparecía, cínico, abriendo una cartera de ejecutivo llena de mazos de dólares y diciéndole, confidencialmente, a Óscar Ladoire que aquello (o sea la viruta) era lo único en la vida que importaba…
Bukowski se ha quedado. Bukowski se queda. Sigue apreciándolo generación tras generación, hasta el punto de que Anagrama reedita continuamente sus libros de cuentos y sus novelas, y hace unos meses publicó su correspondencia, o que ahora Carlos Mármol nos propone en la editorial Athenaica un pequeño y sustancioso ensayo sobre el escritor escuetamente titulado con su nombre: Charles Bukowski.
Como los lectores de este diario conocen de sobra la prosa y el estilo de Mármol, y apelando al pudor que impone la amistad, me voy a ahorrar los elogios a su escritura y a la seriedad de su investigación filológica en la historia de la literatura. Baste decir que su análisis de la obra de Bukowski está lleno de informaciones muy agudas e interesantes, por ejemplo sobre su heroica insistencia en enviar cuentos a cientos de revistas, o sobre sus largos años de bohemia alcoholizada y sin escritura, pero sobre todo sobre su poética de la desnudez; pues Mármol sostiene que, sobre todo, por encima de su naturaleza de novelista hosco y de aventurero urbano, Bukowski era, sobre todo, un poeta honesto y penetrante, y el ensayo es una invitación a conocerlo, comprenderlo y leerlo a fondo.
Después de señalar que nada me emociona más que la pasión de un escritor (Mármol) por otro (Bukowski), y el bucle infinito de escritos que ligan la obra de unos con la de su exégetas, universo maravilloso paralelo al universo físico, acabo reproduciendo aquí este “poema devastador por su extremada simpleza, que describe la extinción consciente de un ser humano”, supongo que traducido por el mismo Mármol, y que Bukowski escribió cuando se encontraba ya en las últimas. Y lo reproduzco porque creo que da idea tanto de la poética del escritor americano como de los motivos por los que el escritor español, desde Sevilla, se metió a leerlo y descifrarlo febrilmente:
Las palabras han venido y se han ido
Me siento enfermo
Suena el teléfono, los gatos duermen
Linda pasa la aspiradora
Yo espero vivir
esperando morir
Desearía sonar con un poco de valentía
Es una pésima solución
pero el árbol de ahí fuera no lo sabe:
Lo veo moverse con el viento
en el sol tardío de la tarde
No hay nada que declarar aquí
únicamente una espera
que cada uno enfrenta solo.