Profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Pompeu Fabra, Antonio Monegal acaba de publicar un sugerente y más que necesario ensayo: Como el aire que respiramos. El sentido de la cultura (Acantilado). En este libro, Monegal, que ha dedicado atención a figuras como Buñuel –Luis Buñuel de la literatura al cine– o Lorca –se encargó de la edición de Viaje a la luna, El público y El sueño de la vida–, reflexiona sobre la cultura, su relevancia social y su implicación política. Parte de la idea de que la cultura lo es todo: no existe unas afueras de la cultura, pues el concepto incluye todas las manifestaciones de nuestro imaginario. En diálogo con Raymond Williams, Monegal defiende un concepto de cultura complejo que no se presta a significados estrechos.
–Uno de los puntos de partida de su ensayo es la idea de conjugar dos definiciones de cultura: la cultura como civilización y la cultura como conjunto de creaciones artísticas e intelectuales.
–Aquí está el núcleo del problema. Las definiciones de cultura que se usan cotidianamente, por ejemplo en las páginas de cultura de los diarios, hacen referencia siempre a un ámbito muy reducido, en cuanto apelan casi exclusivamente a las artes, al pensamiento y a las humanidades en general. Esto genera una extraña disociación que permite a la gente pensar que la cultura no tiene que ver con ellos y que pertenece solo a un grupo determinado de población. A mí me incomoda mucho el concepto mundo de la cultura, porque para mí no hay un mundo fuera de la cultura. El mundo de la cultura es el mundo. Y creo que hay una trampa en el uso de este concepto, que es utilizado para dejar fuera a muchos y para que unos pocos se reivindiquen como un sector separado del resto.
De ahí que más de uno prefiera la definición antropológica de cultura, es decir, aquella que sostiene que la cultura es la manera de estar en el mundo que tiene el ser humano, el cual no habría sobrevivido como especie ni estaría dónde está sin instrumentos culturales. Lo que sucede es que esta definición es muy amplia y corre el riesgo de no significar nada. Ambas definiciones son vasos comunicantes: eso que llamamos restringidamente cultura y, sobre todo, alta cultura no es más que una parte del conjunto de la cultura, entendida como forma de estar en el mundo, que se alimenta también de estas producciones que han elevado el conocimiento, la sensibilidad y la percepción. Por tanto, se podría decir que la cultura cotidiana está estrechamente vinculada con el arte, con la música y la alta literatura como lo está también con la música popular o con los cómics…
–Y, sin embargo, desde Eliot, que decía que el gusto elevado debía mantenerse separado, hasta Eco, con su diferenciación entre apocalípticos e integrados, se ha subrayado que hay dos culturas, dos mundos: el de la cultura y el otro.
–Buena parte de las denuncias sobre su estado de crisis son denuncias nostálgicas, que no son agradecidas en cuanto parten de la idea de que los tiempos pasados fueron mejores. Cuando se dice que la gente hoy no lee se olvida que nunca se había leído tanto como ahora. Es cierto que en el siglo XIX la literatura tenía mucha importancia, pero los lectores eran pocos, puesto que la alfabetización era mínima comparada con la actual. Muchas de estas proclamas apocalípticas corren el riesgo de ser formas de nostalgia de un mundo que nunca fue. Los que estamos interesados en estos temas y apreciamos el arte y la cultura tenemos que entender que existen gustos distintos y, sobre todo, formas culturales distintas, y que todas ellas tienen su espacio en el ecosistema. A la hora de crear alianzas para defender el valor de la cultura, de lo que se trata es de incluir, no excluir, teniendo en cuenta que solo aquello que es importante para el futuro –como los clásicos: son importantes ahora, no lo eran antes– puede unirnos a todos. Yo he intentado salir de la reflexión nostálgica.
–Ahora que la actitud nostálgica está en boga.
–No sé ahora, pero ha habido un momento en que la denuncia nostálgica vendía y lo hacía ganándose el rechazo de gran parte de la población. No es de extrañar, puesto que tal denuncia se basaba en decirle a la gente: “no sabéis valorar lo que hay que valorar”. Este es un libro escrito como profesor, como educador. No pretendo hacer una nueva filosofía de nada. Lo que intento hacer es explicar una serie de cuestiones sobre las que reflexiono desde hace tiempo. El libro, además, nace de mi preocupación por el hecho de que los que pertenecemos a un sector, desgraciadamente minoritario, nos apuntemos a las posturas de Eliot y defendamos la idea de que tenemos que seguir siendo minoritarios. Esta postura es completamente contraproducente.
–Usted dedica varias páginas a la relación entre cultura y mercado.
–Es evidente que la cultura está en manos del mercado: Appel, Google, Facebook… Las grandes empresas globales negocian con la cultura y, cuando se dice que la cultura es marginal, se olvida de que está en el centro del mercado. No nos debe asustar el consumo porque no podemos pretender estar en una sociedad distinta a la que estamos. Ahora bien, lo que Pasolini advierte del consumo, definiéndolo como una forma de control, es una realidad y tampoco podemos negarla. Tenemos que ser conscientes de dichos riesgos. En sí mismo, el consumo, como las tecnologías de la comunicación o las redes sociales, no son un problema. El problema son las manos en las que está.
–Usted observa cómo la cultura, entendida como una herramienta política, puede despolitizarse al convertirse en un mero producto de consumo.
–Si entendemos la cultura como un instrumento para movernos por la realidad debemos asumir que se trata de un instrumento político. Y, si por consumo entendemos el hecho de que la gente participa de una sociedad del espectáculo y el entretenimiento, debemos pensar que la cultura forma parte de este mercado. Incluso aquellas cosas a las que asignamos un valor de emancipación, como leer libros, son formas de consumo. No es malo que así sea. Tampoco lo es que la gente vote a través de su consumo. Lo hacemos constantemente: la gente no compra una cosa por las implicaciones que tiene ni compra otra por ser coherente con ciertos principios. Esto es parte de la complejidad del sistema.
El problema no es si hablamos de consumo o de recepción, sino de si somos conscientes de lo que hay detrás de cada producto que consumimos: de las implicaciones políticas, de los inputs a los que responde, de los mecanismos a través de los cuáles nos llega… La idea de que el arte puede ser un espacio totalmente autónomo, al margen de los intereses económicos y de los intereses políticos en una sociedad dominada por las leyes del mercado es impensable. Sin embargo, el hecho de que sea así no debería impedir que el arte tenga una postura política. El peligro es que el término el mundo de la cultura neutralice lo que se produce en ese espacio y, por tanto, se separe del espacio de la política y deje de tener impacto social.
–Quizás más que de despolitización habría que hablar de la pérdida de sentido crítico, en cuanto la despolitización es también un posicionamiento político.
–Efectivamente. Ya lo decía Rancière: toda literatura es política. La literatura, en tanto que instrumento de relación con la realidad, tiene implicaciones en nuestro imaginario como cualquier creación cultural. De ahí que yo pueda elegir construir mi imaginario por la vía de la televisión, de la música rock o por la literatura. A través de cada una de estas expresiones, o a través de la combinación de todas ellas, yo construyo mi manera de ver el mundo, mi manera de estar en él y de relacionarme con él.
–¿Si la cultura constituye nuestro mundo participa también de las barbaries que en él se producen? ¿La cultura no nos salva?
–No nos salva en absoluto. He dedicado mucho tiempo al estudio de la representación de las guerras y me he dado cuenta de que muchas veces cuesta hacer comprender que las guerras son cultura. Existe una cultura de la guerra. Lo que sucede en Ucrania no seria posible si no existiera en el imaginario de una sociedad la opción de pensar que el conflicto se resolverá violentamente. Esta idea está en las sociedades humanas desde sus orígenes porque hay una base cultural que la promueve. Lo vemos en los juguetes de los niños, en los videojuegos y en el cine. Hay un espacio cultural que promueve esta idea, como en su día la promovió la Iliada, que no deja de ser un aparato ideológico y construye un sustrato que hace posible las guerras. Se suele decir que la cultura está en contra de la guerra o que la cultura es lo opuesto a la barbarie. Es un error. Podemos hablar en todo caso de civilización frente a barbarie porque la civilización requiere paz. Pero no la requiere la cultura. Todas las sociedades humanas, por muy civilizadas que sean, han participado de la cultura de la guerra y se la han apropiado: los griegos, los romanos…
–La cultura ha sido utilizada como herramienta de guerra a través de la propaganda, de la censura o el boicot.
–Hace algunos años una escritora ucraniana, cuyo nombre ahora no recuerdo, argumentaba que si la literatura ucraniana hubiera tenido el reconocimiento internacional que tiene la literatura rusa y hubiera tenido escritores del peso de Tolstoi, Ucrania nunca hubiera tenido que renunciar a sus armas nucleares. Hubiera ocupado un papel distinto desde el punto de vista internacional. Puede que sea una exageración, pero subraya el hecho de que el patrimonio cultural construye el estatus y el orgullo nacional de una nación. Rusia siempre se ha visto a sí misma, desde un punto de vista cultural, por encima de Ucrania. Y esta asimetría cultural es usada para justificar todas las demás. Más allá de esta guerra, fíjate en los conflictos que hay en todas partes: étnicos, nacionales, religiosos, de identidad de género… Son todos debates culturales. La identidad de género y la identidad nacional no son sino construcciones culturales. Estamos metidos en conflictos muy serios derivados del choque entre categorías culturales opuestas.
–En cuanto a la asimetría, usted dedica un capítulo al cosmopolitismo y a la relación con el otro, relación esencial a la hora de comprender estos choques.
–Antes que nada, es importante señalar una cuestión: muchas veces se entiende que ser cosmopolita es ser poco patriótico. No es así. El cosmopolitismo implica ser consciente de todo aquello que compartimos con el otro, a pesar de unas diferencias que no negamos, sino que asumimos. El cosmopolitismo es una actitud ética que me lleva a preocuparme por lo que pasa en Ucrania, Siria, Afganistán, Somalia… Asimismo, volviendo a la idea de nación y a la de alteridad, hay que darse cuenta de que actualmente la diversidad ya no está afuera. Está aquí. Y el cosmopolitismo es la manera de ser conscientes de la diferencia en la que convivimos y la manera de entender por qué me tiene que importar aquel vecino que habla otra lengua y viene de otro sitio de la misma manera que me importa el vecino que habla mi lengua y ha estado siempre aquí. Esto es lo que nos enseña el cosmopolitismo: nada tiene que ver con renunciar a una patria. Todos tenemos un sentimiento de arraigo, pero tenemos que estar dispuestos a pensar que mi nación o mi patria no me hace superior a nadie.
–A partir de la Weltliteratur usted propone ensayar modelos que no se basen en el concepto de nación ni en las fronteras. Para hacerlo usa el concepto de cultura. ¿La cultura sirve para superar formas cerradas de identidad?
–Mo creo que vivamos en mundo postnacional. La nación sigue siendo un concepto muy poderoso sobre el cual se debate muchísimo y que a mí me dificulta entender el problema fundamental de la hibridez de las sociedades contemporáneas. Es un concepto compacto que está demasiado arraigado en modelos territoriales. El concepto nación está asociado a una determinada comunidad establecida en un territorio concreto. Y esta idea de comunidad que comparte un territorio y un repertorio cultural y una memoria común no refleja la complejidad de las sociedades actuales, donde todo el mundo es de alguna manera extranjero, sufre alguna forma de desarraigo y se alimenta de una cultura híbrida. La idea de cultura entendida como complejidad es un sistema más dúctil porque nos permite apreciar las diferencias. A mí no me gusta el concepto de identidades en cuanto la identidad, como la nación, es algo muy rígido.
–Hace referencia a Judith Butler (performatividad) y a Derrida (traza).
–Exacto. Todos estamos colocados en una intersección de identidades que es dinámica y, por tanto, nos movemos y practicamos formas distintas de nuestro ser en sociedad. Esta complejidad es difícil de explicar, porque la gente necesita tener una sensación de unidad: la unidad de la nación, la unidad del género, la unidad de la identidad… Sin embargo, vivimos en un tiempo en el que tenemos que entender que conceptos como nosotros y ellos son formas de diferenciarnos, pero no son formas de ser. No somos un nosotros y ellos. Esto es clave para comprender la cultura como un sistema de relaciones articuladas por repertorios culturales.
–Repertorios culturales que se han negado. De hecho, el canon no se hace eco de esta idea de intersección: niega dinámicas como las de clase y de género.
–Nosotros podemos reconocer el valor de ciertas obras, pero no podemos olvidar que los elementos que justifican su valor están históricamente construidos. No salen de la nada, sino que son resultado de unas hegemonías, de una sociedades, de unas lenguas predominantes… No es extraño que en el canon de Harold Bloom el inglés ocupe un lugar principal. No estamos en un terreno de juego neutro, sino en uno construido a partir de dinámicas de poder y económicas. En relación con tu referencia anterior a la Weltliteratur, la globalización ha permitido que la literatura circule y que el consumo literario nos acerque a otras literaturas, pero siempre lo hace posible desde una asimetrí, producida por factores tan relevantes como las lenguas a la que se traduce una obra, el país donde ha sido publicada, el marketing que se ha hecho… Todos estos elementos propios del mercado inciden en aquello que para nosotros tiene valor. El problema de Harold Bloom no es su selección, puesto que me parecen extraordinarias las obras que defiende. Su problema es la abstracción que hace de los aspectos sociopolíticos y económicos que están detrás de las obras convertidas en canónicas.
–Bloom tacha a quienes prestan atención a estos aspectos de resentidos.
–Se llama resentimiento al hecho de que alguien que ha estado excluido quiera ser incluido. ¿Resentimiento? Podríamos llamarlo reivindicación. Yo estuve muchos años en Estados Unidos y vi de primera mano cómo el espacio cultural y académico se tensionan cuando se cuestiona el discurso político sobre el que se sustentan las jerarquías y los valores que organizan tales espacios. En realidad, esto ha pasado siempre: las vanguardias llegaron y lucharon contra lo hegemónico para ocupar un lugar central. Y esto es un movimiento natural. Es así como se efectúan los cambios. Si no sucediera esto, la cultura sería estática y no puede serlo nunca. Las culturas estáticas mueren en cuanto carecen de los recursos para entender y adaptarse a los cambios sociales y, por tanto, dejan de ser un instrumento útil.
–¿De Bloom y su ataque a los resentidos a las guerras culturales de hoy?
–El concepto de guerra cultural es muy curioso porque es una reclamación desde los sectores más conservadores de Estados Unidos, que se habían sentido excluidos de estos debates intelectuales y artísticos, para proponer un modelo contrapuesto y alternativo que ahora ve la luz. Los populismos como Trump o el Brexit son guerras culturales: se sustentan en dinámicas que buscan contraponer modelos, a veces nostálgicos a veces reaccionarios o supremacistas, a todas las dinámicas de cambio que son vistas con amenazadoras. Una guerra cultural no es más que el reconocimiento de que hay una lucha política sobre los valores y las ideas.