Todo estaba en su sitio, menos Domingo Villar inopinadamente tumbado en la UCI de Vigo, un hospital que se llama, no por casualidad, Álvaro Cunqueiro. Es como si las musas del gran medievalista y la sabia elocuencia de Villar se hubiesen encontrado mirando de frente a las Islas Cíes, paraíso de la gaviota, nido del alcatraz. Villar ha muerto de un ictus cerebral; fallece demasiado pronto el hombre que dijo muchas veces “es peligroso dejar de imaginar”, casi un canto al Día das Letras Galegas, celebrado con la tristeza de su despedida y dedicado este año al poeta Florencio Delgado Gurriarán. A Villar no le cabía ya más melancolía en el corazón; le lastimaba el “canta meniña con brando compás...”. Pero su último viaje será suertudo: en el jardín de las Espérides le aguardan Rosalía y Castelao.
Su personaje, Leo Caldas, era un inspector de la Policía Nacional, al estilo del comisario Méndez de González Ledesma y con algo de aquel Maigret que inventó Simenón y colocó en el cine el actor inconfundible, Jean Gabin. Caldas es más joven y sin ser fumador de pipa, consume cigarrillos con el estilo de Delon, con el Gitanes colgado de las comisuras. Así lo mostró Carmelo Gómez, haciendo de Caldas en la versión cinematográfica de A Praia dos afogados (La Playa de los ahogados), traducida al alemán, inglés, italiano, polaco, portugués o inglés la obra descollante de Villar, aparecida en castellano en una delicada edición de Siruela y en gallego publicado por Galaxia, como el resto de su obra. Villar practicaba el bilingüismo con la naturalidad del que vive en Madrid --y habla el 90% de su tiempo en castellano-- y tiene a su entraña en Galicia, concretamente en Vigo, la ciudad laberinto, plagada de sorpresas metafísicas. Su inspector Caldas se desvivía por el jazz, igual que sus antepasados norteamericanos caían rendidos ante el blues, prestando más atención al entorno que al instrumento. El policía de Villar supo siempre, como lo sabía el detective Carvalho de Vázquez Montalbán, que “ser significa ser percibido” (George Berkaley).
Esperemos que el sueño eterno de Villar sea el camino de risas y verdades que él nos regaló; reproducirá el laberinto de estafadores, criminales, malevos de todo tipo e investigadores, reflejados por Raimond Chandler en la novela homónima, en la que debutó el mítico Phillip Marlowe. El Caldas de Villar no ha mostrado la radicalidad ética de la América joven que aplicaba la Ley Seca, pero sí ha mostrado la denuncia soberbia de las mafias, hijas de todos los tiempos.
Atención al desarrollo de las tramas
Su poder metafórico se levanta por encima de las referencias sociales concretas. Y esta universalidad coloca al novelista gallego en el panteón de la serie negra. Y digamos de paso que su invención, Caldas, gracias a la ayuda de su ayudante, Rafel Estévez, --Juan Carlos Galindo dice que han visto al gigantón andando cabizbajo por las playas de Costa da Morte-- puede permitirse en algún momento la ambigüedad moral que se le atribuyo al inveterado Agente de la Continental, creado por Dashiell Hammett.
Villar ha sido un escritor dulce: ha tratado a sus textos con la pulcritud de la que no parecen capaces los autores del género. Y sien embargo sí lo son, porque si algo hay en la novela negra esto es atención extrema al desarrollo de las tramas hasta conseguir que estas, por sí mismas, puedan dar relieve a los personajes. Son los lectores lo que diseñan en su inconsciente a los protagonistas hasta convertirlos en autómatas de sus manías y obsesiones, con ejemplos sobrados, como el Hércules Poirot de Agatha Christie o los agentes secretos de Le Carré, en las novelas de misterio.
Llanto y risa
La literatura vale en cómo lo que es; no cuenta su condición de origen. El trovador Amancio Prada, galaico-leonés de vocación, dice que descubrió en Follas Novas a una Rosalía de Castro desterritorializada, romántica sin precisión geográfica. Él musicó los poemas íntimos, tocados de una influencia existencialista. Especialmente en Las orillas del Sar, el cantante vivió su contacto con las letras de la poetisa de Padrón, como una influencia recíproca entre las gentes y la invención artística. Y algo de esa influencia recíproca entre el autor y la calle, la Vigo ritualmente simbolizada por el novelista, ocurre con las narraciones de Villar. Compuestos a modo de la rapsodia, los relatos contenidos en otro de sus libros, Algunos cuentos completos, fueron fruto de una perfección que no reclama lectores ni ferias de libro. Carlos Baonza los estigmatizó con grabados superlativos.
Sin ser el jarro de melancolía, la novela negra produce el llanto y la risa en igualdad de intensidades. Cuando apareció El último barco, la última entrega de la trilogía de Domingo Villar, muchos pensaron que el autor le había dado un vuelco a su estilo. Es un relato largo que contradice su trayectoria, marcada por lo breve, elegante y poéticamente conciso (visto en La playa de los ahogados y en Ojos de agua). Ya no sabremos si pretendía darle un revolcón al pasado, pero si sabemos de sus desvelos con la psico-magia. La galleguidad, por no llamarla galleguismo, tiene estas cosas: de repente aparecen la noche de Finisterre y la Santa Compaña. Villar nunca fue un espiritista, pero le dio por envolver los misterios del crimen con el celofán de la psicomagia. ¿De dónde lo sacaría? Ayer, su barquero en la laguna Estigia se llamaba Álvaro.