Paul Simon
El músico estadounidense ha sabido envejecer muy bien, espaciando conciertos y discos, grabando sólo cuando creía que tenía algo más o menos nuevo que cantar
14 febrero, 2022 00:00Hay una teoría, sin base científica alguna, pero de probada certeza, según la cual nunca hay más de seis grados de separación entre tú y cualquier personaje coetáneo que se te pase por la cabeza. En mi (nula) relación con Paul Simon (Newark, Nueva Jersey, 1941), los seis grados se reducen a una amiga de Nueva York que realizó para el músico el videoclip de su enternecedora canción René and Georgette Magritte with their dog after the war. Durante el rodaje, a principios de los 80, se presentó su esposa de entonces, la actriz Carrie Fisher, que atravesaba un momento mental complicado, con la intención de administrarle un buen chorreo al pobre Simon, al que no consiguió localizar. Tras proceder a un sucinto registro del set y pegar unos cuantos gritos, la princesa Leia fuese y no hubo nada. Pero Paul seguía sin aparecer. El equipo procedió a su búsqueda y lo acabó localizando en el interior de un armario en el que se había refugiado. Cuando mi amiga abrió la puerta y se lo encontró allí metido, lo primero que le dijo el artista fue: “¿Se ha ido ya la loca?” Desde que Joan me contó esta historia, la primera imagen que me viene a la cabeza de Paul Simon cada vez que leo alguna noticia sobre él o reviso alguno de sus muchos y excelentes discos, es la de un hombre temeroso de su inestable esposa y encerrado en un armario. Lo cual no quita para que lo considere uno de los tipos más importantes de toda la historia de la música pop.
También suelo pensar en su socio de los primeros años, Art Garfunkel, que siempre me ha parecido, con perdón, un parásito con mucha suerte que se limitaba a poner las segundas voces en unas canciones escritas y compuestas por su compadre. Cuando se separaron, encima, se descubrió que no se soportaban y que Garfunkel recurría con frecuencia a la crueldad mental a base de recordarle a Simon que era muy bajito, prácticamente un enano, cosa que a éste no le sentaba precisamente bien. No es la única humillación sufrida por nuestro hombre a lo largo de su extensa carrera: pienso en su opereta de 1997 The Capeman, tan brillante en su uso de la salsa puertorriqueña como ninguneada en su estreno en Broadway; o en la película de 1979 One trick pony, que él mismo escribió y protagonizó y cuyo tono neorrealista y carente de glamur no fue del agrado ni del público ni de la crítica, aunque contenía una serie de canciones memorables (su presencia en el cine se recuerda más por el papel secundario que interpretaba en Annie Hall y por las canciones que escribió para El graduado); hasta con su álbum más relevante de los 80, Graceland, tuvo problemas con la ONU, que lo metió en una lista negra por haberse saltado el castigo internacional al apartheid sudafricano al grabar allí (cuando se dieron cuenta de la portentosa arma de liberación que representaba el disco, le levantaron el arresto, pero el acto de miopía ideológica no había quien lo subsanara).
Pese a estos incidentes, la carrera de Paul Simon ha estado trufada de merecidos éxitos, tanto en sus años con el querubín parasitario como en solitario. Una carrera elaborada a base de mezclar su don natural para la melodía sentimental con la experimentación, que se remonta a su segundo álbum en solitario, There goes rhymin Simon (1973), donde se nutrió del pop primigenio, el doo wop y el festivo jazz de Nueva Orleans a Songs from the Capeman (1997), pasando por el celebérrimo Graceland y sus brillantes colaboraciones con el grupo sudafricano Ladysmith Black Mambazo (sin olvidar sus dos inclusiones en la música andina con el tema propio Duncan y su versión de El cóndor pasa). Solo hay una mancha negra en ese expediente experimental, el disco de 2006 Surprise, en el que los arreglos a base de sintetizadores del gran Brian Eno le sentaban como a un Cristo dos pistolas a las canciones de nuestro hombre.
Paul Simon ha sabido envejecer muy bien, espaciando conciertos y discos, grabando únicamente cuando creía que tenía algo más o menos nuevo que cantar. Hace algunos años que no publica nada, tal vez porque ya ha dicho todo lo que tenía que decir, y no seré yo quien se lo eche en cara: acumula un material lo suficientemente brillante como para tomarse un merecido descanso antes de diñarla, pues este judío bajito, no contento con protagonizar los años 60 junto a ese amigo del colegio que se le había subido a la chepa y que también hizo sus pinitos de actor (Garfunkel no estaba nada mal en Carnal knowledge como compadre de Jack Nicholson, por cierto y por mal que me pese), atravesó lo que quedaba del siglo XX con eficacia, brillantez y todas sus facultades intactas para fabricar temas musicalmente excelentes y sentimentalmente certeros. Si yo lo recuerdo siempre encerrado en un armario es porque nunca he estado a tan pocos grados de separación de uno de mis ídolos de adolescencia y juventud.