Sostienen los anglosajones (y mi amigo Loquillo) que la actitud lo es todo en esta vida (Attitude is everything). Que se lo pregunten a Adriano Celentano, quien, a mediados de los 60, tuvo el cuajo de versionar una melancólica canción ajena, Azzurro, y, pasando olímpicamente de la tristeza del texto, la convirtió en uno de sus jolgorios pachangueros habituales (eso sí: el mejor de todos). La canción me gustaba mucho de niño cuando la escuchaba por la radio, me ponía de buen humor por su ritmo alegre y festivo y, como no entendía la letra, me la tomaba como un himno a la dicha de vivir. Azul, la tarde es demasiado azul y larga para mí, canturreaba Celentano. O: El tren de los deseos avanza en dirección contraria al de mis pensamientos. Con ese material era prácticamente imposible fabricar un himno vitalista, pero nuestro hombre lo había logrado a base de pasarse brillantemente por el forro el contenido de lo que estaba interpretando. Es una versión tan genial como absurda, y funcionaba a las mil maravillas. Pero para entenderla tuve que esperar tres décadas, hasta el momento en que la escuché interpretada por su autor, Paolo Conte (Asti, 1937), tras hacer caso, ¡por fin!, a mi buen amigo Ignacio Vidal – Folch, que llevaba tiempo dándome la chapa con lo bueno que era Conte y con lo que me estaba perdiendo por ignorar sus sabios consejos. Sabía de su amor por Bob Dylan y Jacques Brel, autores a los que respeto muchísimo y que me gustan a ratos, pero no me enloquecen, y supongo que por eso me resistía. Cuando decidí hacerle caso, opté por un álbum de grandes éxitos del cantautor italiano y no lo lamenté: todo el material era buenísimo, de principio a fin, me tocó la fibra sensible y me convirtió en un devoto admirador del señor Conte. Creo que lo que más me sorprendió fue escuchar Azzurro a voz y piano pelado y darme cuenta de la desesperación agradable (por citar a Satie) que emanaba de esa canción que Celentano había convertido en un gran tema para fiestas mayores y otras celebraciones semejantes.
A partir de ahí, emprendí la compra de todos los discos de Conte que encontré, que eran bastantes, y, dado mi carácter compulsivo, pasé las siguientes semanas sometido a una estricta dieta musical a base de las canciones de ese gran hombre, que me resultaba tan cercano como, en el cine, lo habían sido actores como Alberto Sordi o Ugo Tognazzi. Su mezcla de humor y drama, teñida de una melancolía para nada depresiva, hacía de él un cantautor insólito que bebía del jazz, del pop, de la canción italiana, de las variedades y hasta de la música circense. La epifanía tuvo lugar a mediados de los 90 y recuerdo que, durante meses, cada día encontraba un rato para escuchar un álbum entero de Paolo Conte, sintiéndome mucho mejor después de haberlo hecho, aunque el material fuera en ocasiones de una tristeza desoladora tamizada por un humor fatalista que es también mi marca de fábrica. Había encontrado en Conte un amigo, un semejante, un hermano. Alguien que no parecía esperar gran cosa de la vida, pero que no le hacía ascos a lo que ésta tuviese a bien ofrecerle.
Hijo de un abogado aficionado al jazz y de una terrateniente, Paolo Conte se sacó la carrera de Derecho y trabajó durante años como leguleyo mientras formaba un cuarteto con su hermano menor, Giorgio, o fabricaba canciones para otros porque le costaba creer que alguien mostrara el más mínimo interés por oírselas cantar a él. Celentano reinventó Azzurro, y Genova per noi acabó en manos del olvidado Bruno Lanzi. Cuando consiguió grabar su primer disco, en 1974, Conte seguía vestido de abogado, uniforme que no se ha quitado en la vida y que es poco probable que vaya a hacer ya, a su edad provecta. Lleva desde 2014 sin grabar nuevo material, pero igual no hace falta: con todo lo fabricado desde mediados de los 70 hay más que suficiente para pasar a la historia de la música popular contemporánea como un fino observador de las alegrías y desgracias humanas hechas canción y (para mí y otros como yo) como una especie de sabio consejero y experto en estados de ánimo que siempre está ahí cuando lo necesitas. ¿Qué más se le puede pedir a nadie?