Las ciudades de Marta Traba
Firmamento reedita ‘Las ceremonias del verano’, la novela de la crítica de arte y escritora argentina, Premio Casa de las Américas, que indaga sobre la mirada artística
18 noviembre, 2021 00:00“Amó tantas calles porque antes las leyó y se le trenzaron para siempre los empedrados morados de Nueva York con las plazas vacías de Boyacá o una escalinata en Siena” escribió la periodista, narradora y Premio Cervantes Elena Poniatowska de Marta Traba, la escritora argentina cuya presencia en nuestras librerías era, hasta el momento, prácticamente nula, acrecentando aún más el desconocimiento que gran parte de los lectores teníamos de su figura. De hecho, Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas, ensayo publicado en 2007 por Siglo XXI, era el único título disponible hasta que, hace menos de un mes, la editorial Firmamento recuperó Las ceremonias del verano, novela ganadora en 1966 del Premio Casa de las Américas y que no había sido reeditada desde que la editorial Montesinos la publicara en 1981, dos años antes de su muerte. El jurado, compuesto por Mario Benedetti, Alejo Carpentier, Manuel Rojas y Juan García Ponce, destacó su “alta calidad literaria, que considera a la vez los problemas de expresión y estructura”, así como “la constancia de su ritmo poético, la inteligencia para equilibrar las situaciones y el logro de una difícil unidad de composición”.
Pero ¿quién era Marta Traba? Nacida en Buenos Aires en 1930, hija de emigrantes gallegos, tras estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires y especializarse en Historia del Arte durante dos estancias en Roma y París, se convirtió en una de las críticas de arte más respetadas y prestigiosas de Colombia, país donde se instaló en 1954 y en cuya capital fundaría Museo de Arte Moderno de Bogotá, que todavía permanece abierto. Autora de distintos trabajos en torno al arte colombiano y latinoamericano del siglo XX, entre los que cabe destacar Seis artistas contemporáneos colombianos, Historia abierta del arte colombiano o Arte de América Latina 1900-1980.
Agitadora cultural en la Colombia de finales de los cincuenta y en la década de los sesenta, cuando en el país, en palabras de Poniatowska, “mandaban los militares”, su rostro se hizo muy popular gracias a los programas de televisión a través de los cuales dio a conocer de forma divulgativa las artes plásticas al gran público. Dedicó su vida al arte, pero no solo al estudio, sino también a la creación. En 1952 publicó Historia natural de la alegría, un poemario con el que daría inicio su carrera como escritora, destacando sobre todo como narradora. Autora de dos libros de cuentos –Pasó así y De la mañana a la noche–, seguramente su novela más destacada es Las ceremonias del verano, si bien no está demás recordar también Conversaciones al sur, publicada en 1981 y que mantiene una estrecha relación con la anterior.
Como apuntaba Poniatowska, en Las ceremonias del verano Traba trenza los empedrados de distintas calles y distintas ciudades a través de la voz de la protagonista, a la que vemos crecer, desde que es una niña y viaja en tren de Gualeguaychú a Vicente López (Buenos Aires) hasta que, ya mayor, se encuentra en una ciudad de hierro sin nombre –¿Nueva York? ¿Bogotá?– en la que la memoria se tiñe de olvidos y aparece la pulsión de una muerte cada vez más cercana: “Una memoria despojada de todo, de ciudad y de gente”, leemos en las últimas páginas, en las que la protagonista, cuyo nombre nunca conocemos, pasa sus días entre las cuatro paredes de su apartamento: “Un tiempo que se consteló aquí, como si fuera agua o vidrio, entre las cuatro paredes del cuarto”.
Lejos queda ya ese primer viaje en tren hacia Vicente López, acompañada de la lectura de Anna Karenina, en el que, abierta al mundo que se abre frente a sí, trataba de borrar cualquier imagen de esa casa de infancia que deja atrás: “Hay que borrar el último vestigio de la casa, verdaderamente el último, su cuarto. Es bien fácil, no hay más que una cama y una ventana”, nos dice el narrador omnisciente, cuya voz se entremezcla con la de la propia protagonista. Y es que Traba, siguiendo así la estela de Virginia Woolf, opta por el estilo indirecto libre y por abandonar la narración al flujo de conciencia de la protagonista de tal manera que cada uno de los capítulos se presente como una especie de monólogo independiente, pero en el que la voz narradora entra y sale, es la de la protagonista, pero también es externa.
Con un ejemplar de la popular y económica biblioteca Leoplán, la protagonista, una especie de Madame Bovary contemporánea y menos trágica, narra cuanto observa y proyecta aquello que le espera al llegar a Vicente López a través de las páginas de Tolstoi. Como el Marcel niño de Proust en su cuarto, la protagonista de Traba sale del vagón del tren con la lectura del autor ruso e interpreta su propia realidad a través de ella, así como a través de todas las otras ficciones, literarias y cinematográficas, conocidas. “Como con Ana Karenina, si levanto la ceja con expresión atónita puedo parecerme a Vivian Leigh”, dice la protagonista, que ha sido capaz de leer, a lo largo de seis meses y solo durante los fines de semana, “más de cincuenta novelas del Leoplán”.
Los libros son aquellos que le permiten narrarse aquel primer viaje en tren, pero también aquellos que le sirven de guía durante su estancia en París, un capítulo que lleva el hemingwayiano título de París era una fiesta y que bebe mucho de la experiencia de la propia Traba en la capital francesa y donde las citas son recurrentes como lo son los libros con los que la protagonista no solo se encuentra y descubre, sino también los que le permiten aprehender –interpretar y habitar– esa ciudad, convertida en destino casi obligado para todo aquel que sueñe con convertirse en escritor. “La calle toma ese aire secreto, lustroso, hermético”, observa la protagonista, entusiasmada por París, la ciudad en la que no solo descubrirá libros que nada tienen que ver con las ediciones baratas de Leoplán o en la que leerá por vez primera a Neruda o a Poe, sino también la ciudad del primer enamoramiento y, por supuesto, del primer despecho.
La experiencia de la joven veinteañera está filtrada, una vez más, por los libros, convertidos en lentes a través de las cuales no solo la protagonista interpreta su propia experiencia, sino también a través de las cuales la autora, en un gesto irónico, replica ciertos tópicos vinculados a la capital francesa, riéndose de algunos de ellos: “Da calor vivir, si el corazón se parara también refrescaría, claro, estúpida, te morirás y tiene que ser con aguacero, como dice Vallejo: “Me moriré en París con aguacero, un día cuyo nombre no recuerdo”.
Roma es la ciudad de intermedio, es el capítulo bisagra entre los parisinos años juveniles y la vejez en esa ciudad sin nombre; la luminosidad que caracterizaba la capital francesa perdura en la belleza estética de Italia, pero adquiere una nueva tonalidad en la campiña romana, ahí donde la protagonista, por un lado, descubre la dureza del trabajo doméstico en casa de la familia Traglia que, en su día, simpatizó con el fascismo –ahí está el señor Traglia que, tras alguna copa de más de champagne, rememora sus gestas al lado de Mussolini–, pero, por el otro, la belleza de la sencillez, personificada por Clementina, la cocinera: “Mientras Clemé hablaba ella dejaba totalmente de pensar, fascinada por la interminable ilación de las palabras, por ese lenguaje directo y vital, sin ideas, promovido por el movimiento de los labios y las cuerdas vocales, y la lengua y la garganta, pero absolutamente exento de propósito”.
Vermeeriana es el título del tercer capítulo, un momento de paso, el último eslabón antes de llegar a esa coda final, a ese cuarto desde el cual se proyecta hacia fuera a través de los recuerdos y las evocaciones de un tiempo que se está agotando. Las ceremonias del verano nos narra las ceremonias de una vida. Es una bildungroman, pero es también una indagación, casi stendhaliana, sobre la mirada artística ysobre cómo miramos el mundo a través de las lentes del arte y la lectura. De ahí que las ciudades adquieran un papel central: no son meros escenarios, sino la expresión de un yo que cambia como cambia la mirada. Y, nosotros, los lectores, asistimos a este viaje.
Vermeeriana es el título del tercer capítulo, un momento de paso, el último eslabón antes de llegar a esa coda final, a ese cuarto desde el cual se proyecta hacia fuera a través de