Pedro G. Romero / @JAIMEFOTO

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Letras

Pedro G. Romero gana el Premio Nacional de Artes Plásticas

La obra del artista onubense, que trabaja a caballo entre Sevilla y Barcelona y es especialista en Joan Brossa, fue objeto de una muestra integral en 2021 en el Museo Reina Sofía de Madrid

1 noviembre, 2021 00:10

Pedro G. Romero (1964) es uno de los referentes del arte español. Acaba de ganar el Premio Nacional de Artes Plásticas 2024. Trabaja desde una dialéctica que, sin buscarlo, siempre establece algún desafío. Sus ideas sobre la creación, el flamenco, el nacionalismo y la política cultural invitan a pensar desde lugares distintos, exigentes, incómodos. Habitual en la programación cultural de Barcelona, entre sus escogidas dianas está la obra de Joan Brossa, al que logró explicar con frenesí mental de relojero. El Museo Reina Sofía de Madrid acogió en 2021 Máquinas de trovar, una revisión al completo de su trabajo. 

--Nació en la localidad onubense de Aracena y reside en Sevilla. Explíqueme cómo llegó a representar a Cataluña en la Bienal de Venecia en 2009.  

--Fue la primera vez que Cataluña acudía a la cita artística con pabellón propio, un  pabellón catalán, y me eligieron como uno de sus representantes junto a Daniel G. Andújar, valenciano que residía en Barcelona, y el colectivo Sitesize, formado por  Elvira Pujol y Joan Vila-Puig. No nací y no vivía allí, pero el crítico Valentín Roma, autor de la propuesta, consideró mi trabajo. Me lo pasé pipa. Cuando veía a Carod-Rovira, le decía: “Cuando seáis independientes me tendréis que dar un pasaporte de honor, ¿no?”. 

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--¿Hoy sería posible que un andaluz represente a Cataluña en un evento artístico internacional de ese calibre?

--A mí no me hace gracia ningún tipo de nacionalismo y, desde luego, tampoco el andaluz [risas]. He hecho como comisario la exposición de Joan Brossa [Poesía Brossa, en el Macba], que iría más allá de esa representación de Cataluña en Venecia, y no hubo problemas. No depende tanto de la estructura política como de querer dar o no complejidad a la situación desde las instituciones. Si éstas son planas se dedican a hacer cultura de cuotas. Sinceramente, trabajo con bastante normalidad en Barcelona: doy clases, imparto talleres, dirijo exposiciones… Desde hace tiempo, detecto, eso sí, una reducción de su potencia, una especie de provincialización, por decirlo de algún modo; una mirada chata que no tiene que ver tanto con el independentismo como con las causas de todo ombliguismo. En el campo de las artes plásticas, por ejemplo, es muy raro que no hayan salido artistas independentistas, que los hay, claro, a título personal, pero no un movimiento vinculado a este propósito. Hay una potencia en las calles, por decirlo de algún modo, que no tiene su reflejo en las artes; por lo menos, en el ámbito visual. No sé si ocurrirá igual en las letras, por citarle otro campo.     

--¿A qué se debe, entonces, esa provincialización de Barcelona?

--Hay un momento clave que coincide con la anterior crisis económica cuando Rajoy, Europa o no sé exactamente quién decide que en España hay una doble capital cultural de facto que no se puede sostener y toca elegir una. A la vista está que se opta por Madrid y no por Barcelona, como demuestra la salida en masa de importantes directores teatrales y musicales, quienes dejan la Barcelona socialista y se instalan en el Madrid del PP porque, básicamente, se quedan sin presupuesto para desarrollar sus programas. Ha sido súper brutal… Parte del malestar tiene que ver con esa situación.    

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--¿Y no cree que la situación política de Cataluña tendrá algo que ver con la salida de esos profesionales tan cualificados? 

--Puede que influya en cierto sentido, pero la cuestión principal fue la presupuestaria. Que no pudiesen desarrollar una programación al nivel de Madrid animó esa fuga. No creo que se trate de la cuestión nacionalista porque hablamos de instituciones globales que podrían actuar como si ya fueran independientes y, en realidad, no lo hacen. Tiene que ver más con la ambición. Por ejemplo, la Virreina es, a día de hoy, el centro de todo lo que pasa en Barcelona: en el campo artístico, en el pensamiento… Pese a ser un organismo  municipal y competir con el Macba o el MNAC, la Virreina hace primeras exposiciones en España de artistas de todo el mundo, como Barbara Hammer y Nanni Balestrini o algunas de gran calado, como la reciente dedicada a Joseph Beuys.

[Guarda silencio por breves segundos]

Sobre el asunto le diría que, cuando estoy en Sevilla, soy partidario de la independencia de Cataluña y, cuando voy allí, me posiciono totalmente en contra, discuto abiertamente y hago muchos chistes sobre el nacionalismo catalán. Recuerdo el enfado de amigos míos de la CUP con la versión de Els segadors de El Niño de Elche con Los Planetas,  cuando lo que tendrían que hacer es invitarlos a cantarlo en la Diada. De verdad, no tengo ningún problema con que haya gente que quiera ser independiente, aunque, en realidad, no lo entiendo muy bien. No me fío del Estado español, por qué me iba a fiar del Estado andaluz… por decirlo de alguna manera. No quiero grandes líderes nacionales, y que la gente los quiera, me parece muy preocupante. 

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--¿En el plano cultural ha servido de algo el Estado de las autonomías?

--No ahora mismo, pero la razón no está en las autonomías. Esa incapacidad no tiene que ver con la atomización de la gestión, sino con el intrusismo. Los políticos no permiten que los centros tengan autonomía; son siempre intervencionistas por si alguna vez el presidente o el alcalde de turno quieren hacerle una exposición a su cuñado. Aspiran a tenerlo todo bajo control, algo que no sucede en el sistema alemán de los länder, donde existen grandes instituciones culturales con capacidad para gestionar su capital simbólico, mientras que el capital económico procede de diversas fuentes. Gozan de autonomía para construir su propia esfera. Trabajo mucho en Alemania, en Stuttgart, y los proyectos que llevamos a cabo allí son ambiciosísimos. Posiblemente, el presidente del land no esté de acuerdo con la programación del Kunstverein, pero ahí no se mete. Tienen claro qué son los patronatos y dónde llega el dinero público. En España, por el contrario, es raro el mes que pasa sin que caiga un director por injerencias políticas. En fin, hay una mirada cortoplacista y no se permiten exposiciones contra la ideología dominante, circunstancia que, por otra parte, me da cierta esperanza: la representación todavía es capaz de inquietar al poder.   

--Puso el foco en Joan Brossa, uno de los santones de la cultura catalana, en una exposición que se pudo ver en Barcelona, Vitoria y Buenos Aires y que, a la vuelta del verano, visitará México D.F. ¿Qué descubrió?

--A mí, que siempre me había interesado Brossa, me llegó la propuesta del Macba para revisar su figura junto a Teresa Grandas, curator del museo. Poesía Brossa plantea una lectura alejada del provincianismo donde lo habían instalado. Convertido en el abuelo de la poesía catalana, reducido a casi personaje folclórico, quisimos ponerlo en relación con otros artistas y poetas. La exposición tuvo una excelente acogida porque permitía acercarse a Brossa sin afirmar la barretina. Era un creador complejo que desarrolló su carrera más interesante fuera de los focos y que se convirtió, en los últimos años de su vida, en un abuelete simpático cuando en la investigación descubrimos, gracias a muchos testimonios, que se trataba de un señor con bastante mal carácter. 

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--Le ha dedicado hace poco en la Virreina una exposición a Helios Gómez, a quien ha definido como “precursor del cómic underground”. ¿Por qué?  

--La serie final que Helios Gómez dedicó a los horrores de la guerra es sorprendente. Estoy convencido de que esos dibujos tristes --reflejan ya la derrota: el refugio del metro, el bombardeo del colegio, la huida al exilio, los campos de concentración-- podían haber salido en cualquier revista underground. Así me lo han reconocido Jordi Costa y Nazario, quien no daba crédito a esos dibujos y me decía hace algún tiempo que podrían haber salido con [Robert] Crumb en las revistas de la década de los setenta. Tienen la misma gramática.  

--Helios Gómez fue un artista sevillano que se marchó a Barcelona, igual que hicieron Ocaña y Nazario décadas después. ¿Puede hablarse de una conexión cultural entre ambas ciudades?

--Ya en la exposición Vivir en Sevilla [Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, 2005] exploré ese hilo a través de Ocaña y Nazario, pero no lo circunscribiría ni a ellos ni estrictamente a las dos ciudades. Por ejemplo, Carmen Amaya se movió felizmente entre los dos imaginarios y qué decirle de [Juan] Goytisolo con Níjar y La Chanca, donde situó, más que dos libros, toda una poética. A mi juicio, en la cultura española hay momentos centrales y periféricos, y la Transición fue, en sus comienzos, del segundo tipo, con una potencia enorme desplegada desde Barcelona y Sevilla --también en el País Vasco, Galicia y Valencia-- hasta llegar a la Movida madrileña, que bebió de esa riqueza inicial. A veces pasamos por alto que los grandes compositores nacionalistas (Albéniz, Granados y Tárrega) son catalanes pero su legado al mundo es lo andaluz

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En un ciclo que he hecho recientemente en la Filmoteca de Cataluña (Flamenca Barcelona), mi única pretensión ha sido que entiendan allí que el flamenco no tiene que ver nada con la emigración andaluza --importantísima sí, en los años veinte y sesenta--, sino con construcciones de las grandes ciudades, con una población gitana numerosa, con un lumpen urbano muy amplio que es donde se construye la cultura flamenca y que se dio desde finales del siglo XIX. Sin ir más lejos, el Liceu se inauguró con bailes españoles, es decir, con el Ballet Flamenco de Andalucía de la actualidad, y Juli Vallmitjana y su teatro de gitanos está en el germen de la Xirgu [Margarita Xirgu], quien se convierte después en la actriz favorita de Lorca… Ese tipo de corrimientos son fértiles, muy fértiles, tal como se puede observar.       

--Muchas aproximaciones a esa cultura de la Transición a la que usted hacía antes referencia han puesto el foco en el surgimiento de una contracultura de espíritu anarquista apagada de forma intencionada por el nuevo régimen, en una especie de llamada al orden. ¿Realmente fue así? ¿Qué opina?     

--Para definir ese periodo me gusta mucho la palabra que acuñó Ocaña: libertatario, y hay quien sitúa su final en la victoria del PSOE; otros eligen el referéndum de la OTAN… Hasta entonces todo estaba en potencia y todo se podía construir, por lo que se dio una ola de libertad --libertinaje, según los reaccionarios-- increíblemente fructífera. Creo que todavía no somos conscientes de la potencia que se generó ahí.

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--¿Su final fue una acción interesada desde el poder o el resultado de su desarrollo, un cierre, por decirlo de algún modo, natural? 

--Hay llamadas al orden, pero también circunstancias que tienen ver con los ciclos humanos y el agotamiento de la fórmula. Luego podemos tomarnos a choteo el intento de Tejero, pero, ojo, hubo un golpe de estado. No se lanzó un aviso por twitter: los guardias civiles, amigo, entraron en el Congreso. Cuando la gente se cree libre, pasan muchas cosas… Así ocurrió en España con la contracultura que, precisamente, no era radical progresista. Muchas veces he hablado con Gonzalo García Pelayo de que la contracultura fue la punta de lanza del capitalismo salvaje. Eran los anarcocapitalistas: Racionero, Losantos… Todos los de la Liga Maoísta han acabado en las filas del PP. 

--¿Por qué defiende que el flamenco es un arte político y radicalmente moderno?

--El flamenco es un arte moderno de forma muy exacta. Si lo entendemos como periodo histórico, la construcción de sus elementos coincide con el inicio de la Historia Moderna; desde la concepción anglosajona de la modernidad, es decir, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el flamenco aparece ahí con fuerza, y si entendemos la modernidad por su vertiente tecnológica --la invención de la radio, el cinematógrafo y la televisión--, el flamenco también es indiscutiblemente moderno. Pero me interesa más su capacidad de ser anacronista, es decir, a la vez moderno y tradicional, vanguardista y reaccionario. 

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Por otra parte, es un arte político porque tiene unos elementos constructores que, más allá de esa idea tradicional que sostenían Falla y Lorca de ser una experiencia rural, se trata de un producto urbano, de la polis, y ha estado presente en los movimientos de construcción de las ciudades modernas, como ese lumpen que definen Marx y Engels: los gitanos, las prostitutas, los bohemios, los vagabundos, los traperos, los poetas… No sólo por las letras sociales de Moreno Galván o como queja de los gitanos perseguidos, el flamenco, un sistema de expresión subalterno, ha tenido siempre su rifirrafe político hasta en los momentos hegemónicos, como cuando la República o el franquismo lo sitúan como imagen de lo popular.

--¿El flamenco llegó a ser utilizado por el franquismo como fórmula de opresión de la cultura catalana, tal como afirmó la diputada de ERC Jenn Díaz?

--¿El flamenco, opresor de la cultura catalana…? No. Nunca. Se utilizó como emblema político, sí, pero no debería olvidarse la conexión del flamenco con los nacionalismos vasco y catalán. El único programa radiofónico dedicado al flamenco en Euskadi, por ejemplo, puede oírse en una emisora vinculada a Bildu. Tienen una concepción, errónea o no, de lo jondo con lo identitario, como si tratase de una especie de sustrato fetichista de la identidad andaluza. Cuando le dices que Ovidi Montllor tenía mucho que ver con el flamenco se sorprenden. En los años setenta, [Salvador] Távora planteó alguna vez hacer algo de La Pasionaria y Cataluña, quiero recordar… El franquismo utilizó todo para reprimir, incluso al núcleo central de Falange en Barcelona, todos muy catalanistas. 

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--¿Se entendería el flamenco sin su aportación desde Cataluña?

--No, por supuesto. El flamenco tiene en Cataluña una historia muy anterior al franquismo. La saga de los Borull inaugura una nueva época en la guitarra flamenca gracias al influjo de Tárrega. Albéniz, Sor o Pedrell, figuras fundamentales de la cultura catalana, son importantísimos en el flamenco. Y qué decir de Carmen Amaya o de los miembros de la última generación: Poveda, Duquende, Mayte Martín… Existe todavía el mito falso del flamenco concebido como una construcción de los emigrantes, pero qué le vamos a hacer… Cuesta entenderlo en Cataluña y, también, cuesta explicarlo en Andalucía.   

--¿Tiene algún sentido que el Estatuto de Autonomía de Andalucía atribuya a la comunidad autónoma las competencias exclusivas en materia de flamenco?

--A eso lo llamo fetichismo identitario andaluz. Benditos sean los gitanos que al reivindicar como propio el flamenco lo han librado de ser andaluz, y español, del todo… Es un arte vivo y, gracias a esas tensiones que aún se detectan, muy rico. 

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--Ahora está haciendo cine flamenco. ¿En qué consiste si no tiene que ver con filmar el baile o el cante?

--Hay muchas maneras de hacer cine flamenco. El cine de Gonzalo García Pelayo me interesa muchísimo porque está hecho de forma flamenca. De las artes visuales que tratan al flamenco me interesa no tanto la recreación de los tópicos identitarios como su modo de hacer. De Carlos Saura, por ejemplo, me parecen más flamencas Los golfos o Deprisa, deprisa que Flamenco, flamenco, que parece un calendario kitsch. Me interesan las películas flamencas de Isaki Lacuesta, La leyenda del tiempo y Entre dos aguas, y no porque suene música flamenca, sino porque su modo de hacer está relacionado con lo que retrata. Otro tanto me ocurre con Tony Gatlif. 

--También, creo, le interesa el cine como obra colectiva.

--Siempre me ha interesado mucho la idea de lo colectivo y, en realidad, el cine me proporciona una oportunidad única en ese ámbito. Cuando me he enfrentado a filmar una película me gusta ese juego de tensiones entre los diversos agentes de producción, realización, interpretación… Lo que en el arte me cuesta mucho explicar se entiende perfectamente en el cine. Precisamente, la exposición sobre mi trabajo en el Museo Reina Sofía girará sobre esa idea de lo colectivo y su forma de hacer.