El escritor Luisgé Martín, Premio Herralde de novela / YOLANDA CARDO

El escritor Luisgé Martín, Premio Herralde de novela / YOLANDA CARDO

Letras

Luisgé Martín: "Seríamos menos infelices si desvinculásemos el sexo de los afectos"

El escritor, Premio Herralde de Novela, analiza conceptos culturales como la infidelidad, la promiscuidad o la sacralización del amor en la sociedad contemporánea

22 febrero, 2021 00:10

El lector de Luisgé Martín encontrará en Cien noches (Anagrama) muchas de las preocupaciones que han marcado la narrativa, casi antropológica, de este escritor: la sexualidad, los celos, la fidelidad y su imposición, la identidad y los afectos. En su novela, galardonada con el Premio Herralde, Irene, tras licenciarse en Psicología en Madrid, se traslada a Chicago, donde comienza un particular estudio de campo: la observación y el análisis de los comportamientos de cada uno de los hombres con los que se acuesta. Todo cambia cuando conoce a Claudio y se enamora. Entonces no solo se modifica su mirada, sino que aparecen en su investigación reflexiones sobre el sexo y su relación con el amor. ¿Hasta qué punto estos dos conceptos van de la mano? ¿Cuándo y por qué empezamos a asociar la lealtad amorosa con la fidelidad sexual?

–No me atrevo a hablar de punto final, pero sí es cierto que en Cien noches confluyen muchas de las preocupaciones que han marcado su narrativa. 

–Efectivamente. No había pensado en Cien noches como un punto final, pero ahora que reviso mentalmente los proyectos que tengo entre manos lo cierto es que ninguno aborda cuestiones como la sexualidad, el secreto, lo clandestino o la identidad. Así que es posible que esta novela sea un remate de una línea temática que he seguido desde mis primeros trabajos y que ha marcado mi narrativa desde Los amores confiados.

–¿Ha habido un incremento del tono ensayístico en su narrativa’

–No me atrevería a decir que aquí es mayor, puesto que en La vida equivocada, mi anterior novela, tenía un fuerte sustrato ensayístico que, ya se podía percibir en trabajos anteriores. A mí la novela puramente narrativa, en la que no hay digresión ni pensamiento, no termina de interesarme. Soy autor de novelas de tesis y Cien noches lo es; busco no tanto demostrar una idea cuanto poner sobre la mesa una situación para la que reflexionar. Y esto me obliga a tener una mirada científica sobre aquello que busco describir. En el caso de este libro tenía que enfrentarme a muchas investigaciones y estudios sobre sexología a partir de los cuales desarrollar una reflexión sobre la promiscuidad y la infidelidad. Y debo decir que no solo como escritor, sino también como lector, disfruto mucho de esas novelas en las que la narración se interrumpe por una digresión ensayística que la descoloca y le obliga a tomar otro rumbo. 

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Cien noches se relaciona con su anterior ensayo, Un mundo feliz, proponiéndonos la pregunta de hasta qué punto lo biológico –en este caso la pulsión sexual– es un freno para la felicidad.

–Correcto. Esta idea de una felicidad imposible proviene de mi manera de ver el mundo. Seríamos menos infelices si desvinculásemos el sexo de los afectos. Con esta desvinculación se podrían evitar toda una serie de conflictos que tienen que ver con la exclusividad sexual, la monogamia y la búsqueda por garantizar la especie. Todas ellas son ideas que, en parte, hemos superado –los anticonceptivos han jugado un papel clave a la hora de separar la sexualidad de la reproducción–, siguen estando muy presente en nuestro ADN. De forma más o menos consciente seguimos pensando que la sexualidad es algo indestructiblemente ligado al amor. Ya no existe una censura moral que castigue el hecho de tener relaciones sexuales cuando estás soltero con personas a las que no amas, pero seguimos pensando que, si amas a alguien, debes tener relaciones sexuales solo con él o con ella. Todavía se cuestiona que puedas estar y amar a una persona y tener sexo con otra. Son muchos los tabús que nos llevan a no aceptar esta situación.

–¿La dificultad de separar la sexualidad del amor se refleja en conceptos como fidelidad y lealtad?

–Seguimos creyendo que la lealtad incluye necesariamente la fidelidad. Incluso los que sabemos que esto es falso y tenemos muy claro que ser leales no implica ser fieles sexualmente, emocionalmente vivimos confundiendo ambos conceptos y asumiendo que uno implica obligatoriamente el otro. Y, de hecho, muchas de las preguntas que me hacen reflejan esa tendencia de incluir la sexualidad dentro de esos deberes de lealtad de una pareja. Si bien –y no creo que esto sea frivolizar– nadie piensa que si cada domingo me veo con un grupo de amigos para ir en bicicleta de montaña y no viene mi pareja estoy siendo infiel y/o desleal, sí se me clasificaría así si interviene el sexo. ¿Por qué? A la sexualidad se adjudica un valor sagrado que debería perder, sobre todo si tenemos en cuenta que muchos de los problemas que tenemos con la transfobia y con los debates sobre feminismo, prostitución y otras cuestiones sociales se deben a que seguimos considerando la sexualidad como algo sagrado. No nos escandaliza que alguien venda su cuerpo descargando cajas en un supermercado, pero se considera intolerable que alguien lo venda para follar, porque implica vender algo supuestamente sagrado. 

–En un determinado momento, la protagonista de la novela se pregunta: “¿Todo el mundo es como nosotros?”. Parece expresar un sentimiento de culpa.

–La única posibilidad de liberación es por osmosis ajena. Es decir: si todos somos culpables, mi culpa desaparece. Yo creo que Irene dice no sentirla, pero asocia la culpa con sus actos, como se ve a lo largo de todos sus encuentros. En su caso no hablamos tanto de sexo, puesto que su sentimiento de culpa reside en el hecho de haber podido poner en riesgo, a través de esos encuentros, algo tan sagrado como es el amor. Un sentimiento que, dicho sea de paso, a mí no me parece mal que sea sagrado.

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–Junto a la culpa, otro sentimiento del que parece imposible desprenderse es el de los celos. ¿Son algo cultural o visceral?

–Hay celos enfermizos y obsesivos vinculados a la sensación de fracaso cuando se rompe una pareja que, sin duda, son culturales. Me atrevería a decir que existen otro tipo de celos que, sin eliminar el factor cultural, tienen algo de biológico y nacen del miedo a perder a tu pareja. Si tuviéramos interiorizado que un adulterio no pone necesariamente en riesgo la estabilidad de una pareja, estos celos desaparecerían. Luego se dan las paradojas que tanto me fascinan del ser humano, como cuando un promiscuo absoluto se pone celoso porque sospecha que su mujer o pareja haya podido tontear o se haya acostado con un tercero. Estos celos, tan contradictorio, los encontramos sobre todo en determinados hombres que se follan a quien quieren, pero sienten celos cuando su pareja se acuesta con otro. No hablaría de hipocresía, más bien diría que es consecuencia del hecho de que, cuando me acuesto con alguien, soy consciente que mi amor permanece incólume, pero, cuando es mi pareja quien lo hace puedo temer que su amor hacia mí esté en riesgo.

–En las parejas heterosexuales esto sucede especialmente y tiene que ver con el control sobre el cuerpo de la mujer y el sentido de pertenencia que tiene el hombre.

–Es puro darwinismo y ha sido estudiado desde la antropología, vinculado siempre a la protección de la procreación. El macho puede fecundar a muchas hembras simultáneamente, mientras que las hembras pueden ser fecundadas por diversos machos, pero no a la vez. Luego está el tema de la casta: la mujer tiene claro cuáles son sus hijos, mientras que el varón puede tener dudas. Esto ha reforzado la idea de que la mujer era propiedad del padre y, luego, del marido. Por tanto, había que controlar con quién se acostaba. Esto viene de épocas diluvianas. Lo que sucede es que mientras en la Edad Media o en el siglo XVII este control podía tener una explicación sociológica, hoy es algo marciano. Puedo ser una adúltera profesional y esto no implica que corra ningún riesgo de engendrar un hijo. Sin embargo, se siguen manteniendo estos tics.

–Parece esperanzador el panorama…

–Cuando reflexiono sobre estos temas pienso en los pájaros de las islas Galápagos: Darwin decía que, como no estaban acostumbrados al ser humano, no sentían miedo. Recuerdo que lo que más me sorprendió cuando fui ahí es que podías acercarte a los pájaros y ni se inmutaban. Te miraban, pero, aunque fueras con un palo no se asustaban. Esto no pasa en ningún otro lugar. Se necesitan años y siglos para cambiar la marca de la especie, para dejar de asustarnos o escandalizarnos ante ciertas cosas. 

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–¿Era esencial que la protagonista fuera una mujer?

–Si el protagonista hubiera sido un hombre, Cien noches se hubiera convertido en una novela sobre la promiscuidad sin ningún matiz y, más que una novela de tesis y análisis, hubiera rozado lo erótico. No te digo ya si el protagonista hubiera sido un hombre homosexual. Hubiera sido un libro completamente distinto. Elegí como protagonista a una mujer que no responde a los estereotipos femeninos contemporáneos. En alguna crítica se la ha definido como ninfómana. Simplemente es una mujer que vive la sexualidad con una intensidad que creemos propia de los hombres. Esta manera de vivir el sexo me permite ahondar en algunos temas. Lo que consigue un personaje como Irene es que haya un montón de lectoras entusiasmadas que me escriben no solo porque les haya gustado el libro, sino porque han visto algunas actitudes en ella que no suelen encontrarse en las mujeres que la literatura retrata. 

–Es triste lo que comenta. Todavía hoy el hombre es un Don Juan y la mujer una ninfómana.

–Lo es, pero es así. Creía que en los últimos veinte años se había producido salto gracias al cual habíamos avanzado en la consideración de la mujer y de los roles sexuales, rompiéndose herencias mentales. A la vista está, sin embargo, que quedan mucho por avanzar. Ni tan siquiera coloquialmente hablando Irene es ninfómana. 

–¿Estos prejuicios explican que los hombres sean más infieles que las mujeres? 

–Probablemente lo sean. En esto creo que influye la diferencia biológica entre ambos sexos, la producción de testosterona del hombre y o los aspectos biológicos que diferencian al hombre de la mujer y hacen que el impulso sexual sea distinto. Dicho esto, no existe nada en sociedades como las nuestras que justifique grandes diferencias entre hombres y mujeres en su actitud sexual. En este sentido, en la medida en que las diferencias culturales sobre los roles sexuales deben y están tendiendo a cero, lo único que quedará será lo biológico, que además también tiene cada vez menos peso. 

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–Esto nos lleva a la posibilidad de superar lo biológico a través de la técnica.

–Entre los cambios que yo no veré, pero que se producirán ,está la desaparición del cuerpo como órgano reproductor. Como en Un mundo feliz, la novela de Huxley, habrá máquinas capaces de gestar bebes y la mujer ya no tendrá que utilizar necesariamente el útero para engendrar. Cuando esto ocurra, desaparecerá cualquier posible esclavización biológica y antropológica marcada por la diferenciación sexual. La mujer y el hombre estarán en plena igualdad y la lujuria será vivida por ambos sexos de forma perfectamente idéntica. Eso sí, para llegar hasta ahí todavía queda mucho y es que, como nos recuerda Darwin, las especies avanzan y mutan muy lentamente. 

–¿Que quien engendre sea una máquina es una forma de deshumanización del cuerpo?

–¡Todo lo contrario! Conseguiríamos utilizar el cuerpo para lo verdaderamente humano, lo erótico y la obtención de placer, y no para lo animal: la reproducción. Cuando los más reaccionarios decían que los homosexuales follaban como bestias olvidaban que precisamente como bestias follan ellos con sus mujeres usando la postura del misionero para engendrar un hijo. Esto es lo que hacen los animales. Lo que yo estoy haciendo es una recreación erótica, más o menos torpe, estrictamente humana. 

–¿Cuanto más sofisticadas son las prácticas eróticas mayor es el nivel intelectual?

–Leí un estudio que llegaba a esta conclusión cuando adquirió popularidad el personaje de Hannibal Lecter, representante de la exageración máxima: el canibalismo como práctica erótica. En ese estudio se analizaban a personas que disfrutaban con las prácticas conocidas como BDSM [Bondage; Disciplina y Dominación; Sumisión y Sadismo] y todas destacaban por su nivel económico y cultural. No creo que sea difícil explicar: ambos factores suelen ir de la mano e implican más posibilidades de experimentar. Cuanto más nivel cultural, más capacidad de indagar en temas que sonrojarían a un analfabeto. No soy una persona pacata, tengo a mis espaldas una trayectoria literaria y años de exploración carnal, pero en la medida que sigo leyendo sobre comportamientos sexuales todavía me sorprendo. Descubro cosas que me resultan increíbles.

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–Supongo que esta diferencia de sofisticación erótico/intelectual es la misma que separa al Marqués de Sade de Diez sombras de Grey.

–Claro. Date cuenta del malentendido que todavía persiste con respecto al Marqués de Sade: lo consideramos un modelo sexual, bueno o malo, cuando era un subversivo absoluto que quería acabar con dogmas y reglas morales a través de la perversión y la degradación. Este vaso comunicante entre la sexualidad individual y colectiva y el resto de valores imperantes es lo que precisamente intento explorar en la novela. 

–¿La promiscuidad es una forma de conocimiento?

–La promiscuidad, sobre la que tuve todo tipo de reservas durante mi juventud monjil, tiene una mala prensa horrorosa: se asocia a la figura de alguien degradado y vencido ante sus instintos. No digo que no haya personas adictas al sexo desde el punto de vista clínico, pero, pensando en mi experiencia, la promiscuidad implica dos aprendizajes: aprendí a follar a mejor y conocí con mayor profundidad la condición humana. Conocer a las personas en un momento íntimo como una relación sexual te permite comprender mejor la esencia humana y a mí, como escritor, me ayudó luego a crear personajes y entender que la sexualidad de cada uno entronca con comportamientos y modos de hacer. En mis años universitarios para mí fue muy provechoso pasarme muchas horas en un bar, hablando con distintas personas y leyendo, dejando de lado las asignaturas, que aprobé, aunque no con mucha holgura, mi etapa de promiscuidad me sirvió para abrir los ojos ante muchas cosas. 

El escritor Luisgé Martín, Premio Herralde de novela / YOLANDA CARDO.

–En su novela incluye relatos de otros escritores. ¿Se puede hablar de promiscuidad literaria?

–Claro. Es esencial no encerrarse en los periódicos, los libros y los autores que te satisfacen. Hay que buscar gente que te ponga en cuestión. Este juego de promiscuidad literaria, que consiste en invitar a cinco autores a participar con relatos en mis relatos, responde a esta idea de follar mucho, incluso literariamente. Quería que  escribieran textos a ciegas sobre experiencias e historias distintas alrededor de infidelidades que pudieran beneficiar a la novela. Cada uno ha escrito un relato distinto. Manuel Vilas contaba que no le gustaba que los relatos tuvieran que ser sobre un adulterio, pero que, se dio cuenta que yo no les marcaba el grado de adulterio, que podía ir desde muy leve a muy grave. Terminó escribiendo un relato muy sutil donde se plantea otro tipo de infidelidad. Ovejero y Edurne Portela decidieron escribir cada uno un relato sin contarse nada…. ¡Y viven juntos! Cuando se leyeron, fliparon como flipé yo. Sus relatos son los más bestias de todos. Otra cosa interesante de este ejercicio es que los cinco escribieron siendo fieles a sí mismos, pero sabiendo que formarían parte de una novela mía. De una manera u otra dialogan con mis gustos y con las temáticas de mis libros.

–Me da la impresión de que a usted no le interesa la figura del escritor voyeur, sino más bien del escritor que participa activamente. 

–No creo que la mayoría de las cosas interesantes se puedan averiguar notarialmente. Hay que remangarse y meterse en el barro. No hay que hacer periodismo, hay que hacer periodismo gonzo. El escritor que es voyeur tiene necesariamente que volverse actor en determinadas circunstancias.