Jan Morris, en una imagen de sus últimos años

Jan Morris, en una imagen de sus últimos años

Letras

La España de Jan Morris

La escritora británica, maestra de la literatura de viajes, retrató en ‘Presencia de España’ su recorrido por un país que encontró idílico, extravagante y estimulante

5 febrero, 2021 00:00

La escritora Jan Morris, reconocida sobre todo por sus libros de viajes, vivió su particular epifanía para los lectores españoles con Trieste, un relato de su segunda visita a la capital de Friuli-Venecia-Julia. La primera vez que Morris estuvo allí lo hizo siendo todavía un hombre, en su condición de soldado británico en la Segunda Guerra Mundial. Había pasado el tiempo y también el viaje hacia su verdadera identidad, ahora convertida en mujer, junto a su profesionalización como autora y profesora universitaria. A Morris, que cambió tantas cosas en su vida, nunca la abandonó su esposa, Elisabeth, con la que casó cuando todavía era James y tuvo cinco hijos

La señora Morris, la cónyuge, fue el baluarte de la familia, ejerciendo como ama de casa y fiel acompañante de su anteriormente esposo, a partir de los años setenta, cuando nació Jan tras una operación en Marruecos. Morris tampoco alteró la britanicidad, que al principio le dio el aspecto de un impecable caballero y, el resto de su vida, de dama algo estereotipada, a lo Agatha Christie. Una vida muy larga que se apagaba el pasado año con noventa y cuatro años y una abundante obra como periodista y escritora.  

Jan Morris 2Morris le puso a su libro sobre Trieste un subtítulo: O el sentido de ninguna parte. Definía así al que fue el puerto más importante del imperio austrohúngaro y hoy es un enclave complejo de culturas, historias y etnias. Tras ese libro muchos lectores descubrieron con asombro el pasado militar y masculino de la autora británica y se lanzaron a las páginas del libro en busca de alguna confesión que identificara las vivencias de la propia Morris con esa ciudad extraña y atractiva que, tras la guerra, fue un no-lugar, una ciudad tomada por los aliados y perteneciente a varias naciones y a ninguna. Como si Morris hubiera encontrado un pretexto en la idiosincrasia triestina para definirse en ese tránsito sexual, en ese cambio radical de aspecto. Nada de esto aparece en el libro. Morris sólo ha contado su experiencia íntima en Conundrum (El enigma, 1974), pero ha mantenido su vida al margen del resto de sus obras, aunque como viajera sí involucra al lector en las incidencias personales de sus visitas. 

Morris le puso a su libro sobre Trieste un subtítulo:

A pocos meses de su muerte, es necesario rescatar una joya editada en los años sesenta, cuando la ya escritora viaja con su esposa y uno de sus hijos en furgoneta por España. Se estaba sometiendo entonces a una medicación fortísima, previa a la operación que hizo desaparecer a James. Presencia de España (Turner), fue recomendado de forma entusiasta por el hispanista Gerald Brenan, que lo definió como “ el mejor libro de viajes nunca escrito”. Fraternidad de británicos, tal vez. O verdadera pasión por un periplo que, efectivamente, responde a la imagen que el propio Brenan se había encargado de difundir: una España llena de curiosidades, pasiones, tradiciones, gentes expansivas y gastronomía sabrosa y variada. La ilustración de su portada es un popurrí  bellamente dibujado monumentos estilizados y poco realistas, al gusto de los viajeros románticos del siglo XIX. A Washington Irving le hubiera encantado. 

Jan Morris 6Jan Morris recorre el país con faldas de lana y rebequitas conjuntadas, con el pelo primorosamente cardado y un bolso tipo reina Isabel en el bazo. En aquel 1964 nadie hubiera imaginado las posteriores leyes sobre igualdad e identidad de género que muchos años después se promulgaron en una España donde tan ilustre visitante hubiera sido considerada trans y una adelantada en el ritual de escapar, sin estridencias pero con contundencia, del catecismo binario de géneros y sexos. Nada de esto aparece en el relato de Morris, quem a pesar de haber recorrido España en una situación personal delicada, y suponemos que dura, sometida a una bestial medicación y con la angustia aún de no saber si se llevaría a cabo la tan ansiada operación de cambio de sexo, no deja caer una sola pista su yo íntimo, aunque relate el viaje en primera persona y sustente sus diagnósticos en anécdotas y vivencias personales. 

Jan Morris recorre el país con

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Imaginamos la tensión emocional que hubo de acompañarla –a ella, su mujer y su hijo–  porque, tal como ella misma contaría mas tarde, en aquel momento las autoridades sanitarias de su país la obligaban a divorciarse si quería cambiar su identidad sexual. Obviamente, hablamos de una época muy remota a la aceptación del matrimonio homosexual. Ni siquiera Elton John había salido del armario. Jan Morris revisaría esta crónica por España años después, en 1979, pero no cambió una coma del texto original, con todos los tópicos y estereotipos que contenía y con una idea idílica de ese país al que encontraba extravagante y estimulante a partes iguales. 

No hay fotografías en el libro, una excepción a la costumbre de los autores sajones cuando escriben sobre viajes, ni tampoco una sola instantánea que nos permita conocer el aspecto en los años sesenta de quien se sentía “una mujer atrapada en un cuerpo de hombre” desde su nacimiento. Algo que no le impidió ser soldado y corresponsal de guerra ni contraer matrimonio y formar una asentada y, aparentemente, feliz familia numerosa. Morris falleció plácidamente el año de la pandemia luciendo el aspecto de abuela entrañable y esmeradamente arreglada. Una abuela que por oficio y afición nunca estuvo quieta. 

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Morris comienza el libro en El Escorial. No lo hace por casualidad o por los caprichos del itinerario: en la primera página de su relato define a España “como una gran catedral” porque serán sus abundantes e históricos templos un termómetro para descubrir un país católico y tradicional, aunque con las hermosas y atractivas contradicciones propias del mundo latino. Más acentuadas aún en nuestro país, hijo de tantas culturas. La austeridad protestante de los ritos y lugares religiosos del Reino Unido le resultaban insípidos y aburridos en comparación con las fiestas y celebraciones que encuentra en cada rincón de España.  

Es el monasterio levantado por Felipe II el que representa el cenit de aquel imperio español que la autora demuestra conocer bien, pero además es el símbolo de lo que ella define como “la tristeza de la tragedia española: sus nunca satisfechas aspiraciones”. El país que visita es aún una dictadura que va levantándose poco a poco de las ruinas de una brutal guerra civil y una economía autárquica. Sin embargo, a pesar de esa percibida tristeza, Morris reconoce en los españoles una riquísima herencia histórica que los convierte en sabios, un pasado trufado de distintas civilizaciones, y una cultura en la que se deja sentir la huella de fenicios, griegos, romanos y musulmanes. 

Tampoco es casualidad que después de hablar de El Escorial, la viajera británica haga parada en Roncesvalles, en la frontera con Francia, y no evite evocar a Carlomagno y la Canción del Roldán. Los países vecinos, Portugal y Francia, marcan de alguna manera la historia y la identidad españolas pero son las diferencias entre el Norte y el Sur  las que llaman más su atención de la escritora. Asume Jan Morris los diferentes paisajes, climas y costumbres entre unos y otros, pero añade una reflexión que coincide con las ancestrales diferencias entre pueblos ricos y pueblos pobres, entre un Sur rural y un Norte (o Noreste) urbanos: “las únicas grandes ciudades modernas propiamente dichas de España son Barcelona y Bilbao, la primera un puerto mediterráneo bullicioso, febril y en ocasiones peligroso; la otra, una especie de Hamburgo extraordinariamente bien organizado”. 

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Ni en las correcciones que incorporó para la edición de 1979 desiste la escritora de esta visión: “Esas gentes del Norte siempre se han tenido por más avanzados que los castellanos, más ilustrados, más europeos”. Sí incluirá en la revisión una reflexión que no hubiera podido escribir en su momento, para hablar de las tensiones territoriales y la represión franquista  de lenguas e identidades: “Lo más probable es que España, tan largamente obsesionada por la unidad, pase algún día a ser un Estado federal más laxo, en el que se reconozcan y no se repriman los diferentes estilos de sus antiguas entidades… y tal vez sea esta redistribución del poder, finalmente, la contribución mas característicamente española al progreso de las modernas naciones-estado”. No se olvide que Morris, nacida en Gales, siempre fue crítica con el acaparamiento identitario de lo británico por parte de Inglaterra.  

Esta es una de la pocas revisiones que hizo Morris a la edición española de su viaje. E resto del libro queda inalterado y con una visión muy acorde con la de sus antecesores románticos del siglo XIX o su admirado Brenan. Parte de esa ortodoxia con respecto al canon sajón es su calurosa curiosidad por la etnia gitana y –cosecha de la propia Morris– su comparación con los judíos, que fueron expulsados cinco siglos antes del suelo español. No llega a identificar el origen de una y otra cultura, y aún menos sus etnias, pero las empareja de alguna manera y, en ambos casos, les reconoce un gran peso en la configuración de la identidad española a pesar de las persecuciones, los prejuicios y las xenofobias.  

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Impresionada por su visita a Sacromonte, llega a llamar a judíos y gitanos “primos” en una no muy documentada, pero tal vez intuitiva, comparación,completamente personal. La escritora percibe las celebraciones religiosas a las que asiste como hijas de un paganismo ancestral que las hacen en singulares y especialmente atractivas. Desde la Semana Santa en Andalucía, o en Castilla, al Corpus y la Pascua en Cataluña, Morris cae rendida ante la grandiosidad y carácter efímero de las procesiones de Málaga y Sevilla o las calles de los pueblos catalanes y valencianos empedradas de pétalos de flor. 

Presencia de España es una esmerada mirada romántica de España. Leer este libro de la España que visitó, conociendo los detalles y circunstancias de su vida, reaviva el interés por su relato. El soldado que se convirtió en una escritora que consiguió ser, tal vez a su pesar, un icono en un país, el nuestro, al que admiró y que hoy la consideraría un ejemplo del derecho a la identidad sexual.“Yo me veía como un personaje de cuento de hadas a punto de ser transformado. ¿De pato a cisne? ¿De sapo a príncipe? Era más mágico que cualquiera de aquellas transformaciones, me respondí: de hombre a mujer”.