El anarquista afable
Cuando le conocí, allá por el pleistoceno, se dedicaba al humor gráfico y Tom no era un diminutivo de Tomás: se dejaba la i de Toni en sus chistes y se leía Tom
25 enero, 2021 00:00Mientras redacto estas líneas, recuerdo el último momento de genuina irritación experimentado por cortesía de TV3, nuestra ya de por sí irritante cadena autonómica. Se acababa de morir de un ictus mi viejo amigo Tom Roca (Barcelona, 1953-2021), trabajador de la casa, e improvisaron un supuesto homenaje al difunto, como si realmente lo apreciaran. Comentaron que había producido el documental de Carlos Bosch Balseros, por supuesto, pues para algo estuvo nominado al Oscar, pero nada dijeron de que llevaba más de un año de baja por depresión porque lo tenían completamente marginado o condenado a cometidos en los que no se le hacía el menor caso. Un anarquista mental como él nunca se había podido tomar en serio el prusés y esas cosas se pagan.
Cuando le conocí, allá por el pleistoceno, el hombre se dedicaba al humor gráfico y Tom no era un diminutivo de Tomás: se dejaba la i de Toni en sus chistes y se leía Tom. Así que como Tom se quedó. La primera imagen que guardo de él es de un concierto -no recuerdo el lugar ni el grupo- en el que lo vi con su melena rizada y en compañía de dos chicas muy guapas. Debió ser a principios de los 70, cuando al hombre le había caído la cabecera de una vieja revista de humor, Mata Ratos, y la había convertido -antes del Star- en una avanzadilla del underground local (ahí publicó el gran Max sus primeras cosas). No tardó mucho en formar pareja cómica y profesional con Carlos Romeu y en embarcarse ambos en innumerables iniciativas editoriales. No recuerdo cómo le conocí, pero sí que no nos quitamos mutuamente de encima hasta que le dio el ictus que se lo llevó al otro barrio (Romeu lleva más de veinte años hecho caldo, pero, a este paso, nos va a enterrar a todos).
En plena revolución del 68
Tom me permitió escribir en Nacional Show e Histeria, dos revistas tan interesantes como de corta vida, y me presentó a Perich y a más gente. No me llevaba muchos años, pero se había movido más. A los quince años, tras obtener el preceptivo permiso parental, se fue a París en plena revolución de mayo del 68 -si es que a aquello se le podía considerar como tal-, luego se largó a Londres, fue de los primeros hippies barceloneses y, cuando se cansó de dibujar, se pasó a la producción televisiva, con largas estancias en Madrid y sucesivas idas y venidas de TV3. Él lo cuenta todo en su autobiografía Mi puta vida (Astiberri, 2015), estimulante mezcla de textos y dibujos (la de Romeu, en esa misma editorial, tampoco tiene desperdicio).
Creo que cuando más lo traté, de todos modos, fue durante sus últimos años, cuando intentaba levantar proyectos que casi nunca salían y consideraba el seudo trabajo en TV3 como un castigo divino. Remunerado, pero castigo a la postre: no se trata así a alguien que te ha dejado a las puertas del Oscar. Cuando quedábamos a comer en una terraza de la rambla de Cataluña, el hombre venía en plan A o en plan B. Con el plan A, bebía Coca Cola, me hablaba de un proyecto que iba a salir seguro y nos reíamos de lo lindo. Con el plan B, se apretaba media docena de cervezas, lo veía todo muy negro y aburrido y parecía cargar a solas con el peso del mundo.
Mutación física
En esa época me presentó a su amigo y socio Jaume Vilalta, productor audiovisual, y tratamos de levantar, sin éxito, un proyecto mío que primero fue un largometraje, luego una sitcom y al final, nada de nada. Lo notaba cansado, pero eso es común entre la gente de nuestra edad, y lo del ictus me pilló totalmente por sorpresa. La imagen del melenudo de los años 70 mutó en la del grandullón de pelo corto y pendientes en la oreja izquierda que atravesaba la vida siempre con chupa de cuero y gafas de sol, tanto en invierno como en verano (yo creo que era isotérmico). Interpretó varios papeles a lo largo de su existencia -hippy, dibujante de chistes, viajero infatigable, guionista y productor televisivo-, y todos con la misma elegancia y profesionalidad.
Cuando la diñó, como no sabía a quién darle el pésame (nunca conocí a su hija), llamé a Romeu, quien me informó de que desde la última vez que nos habíamos visto, había pasado por el quirófano tres veces. Lloramos un rato a nuestro amigo y me despedí de él con una muestra de humor siniestro: “Te dije que nos enterrarías a todos, Charlie. Un último esfuerzo: Ya solo quedo yo”.