Un grupo de turistas en el Bastión de los Pescadores de Budapest / JUAN MARÍA RODRÍGUEZ

Un grupo de turistas en el Bastión de los Pescadores de Budapest / JUAN MARÍA RODRÍGUEZ

Letras

Trasluz de Budapest

Un paseo por la huella cultural de la capital húngara: música clásica, 'art nouveau', arquitectura modernista, cafés, el Danubio, Robert Capa y el holocausto judío

28 febrero, 2020 00:00

Sumida bajo una informe nebulosa en la que, caóticos, orbitan sin jerarquía los nombres de Liszt, Puskás, el Danubio, la Guerra Fría y el orto y ocaso del Imperio Austrohúngaro, Budapest se desvela al turista como una sorprendente París magiar de inacabables bulevares encadenados de edificios robustos matizados por detalles arquitectónicos de una adorable sutilidad art nouveau. Encapsulada y relativamente desconocida para los españoles por el –hasta hoy– cierto aislamiento de la extinta Europa del Telón de Acero, la ciudad ha sido ya presa de los acelerados procesos de musealización y de la turistización del mundo, pero no hasta el punto –por ahora– de volverla áspera e intransitable, pues sus amplias arterias urbanísticas, propias de una gran urbe europea, absorben razonablemente el mejunje turístico y lo distribuyen en sus respectivos casilleros de destino con agilidad y raciocinio.

Paseando bajo el frío de Budapest –mitos meridionales: más frío sentiré al volver– embutidos en sucesivas capas de cebolla polar, mi rito turístico, con anhelo y a bocajarro, me lleva primero hasta el Teatro Nacional de la Ópera porque –las afinidades electivas de cada cual– ese teatro, entre 1888 y 1891 y en un contexto (muy parecido al presente) de creciente magiarización nacionalista y chauvinista, lo dirigió Gustav Mahler, que allí dio al mundo su Primera Sinfonía enfrentándose a la ola de reaccionarismo musical aldeano. 

ESTATUA DEL PALACIO REAL 1

Estatua del Palacio Real de Budapest / JUAN MARÍA RODRÍGUEZ

El turista es un cazador de sombras y clichés que la realidad, muy prosaica, suele desmentir con tozudez cruel: efectivamente, cuando llego ante él, el Teatro de la Ópera se me aparece invisible envuelto en uno de esos plastificados condones gigantes y opacos con los que los edificios preciosos se ocultan al público cuando entran periódicamente en reformas y, dentro, su sala de conciertos no puede ser visitada. Ni sombra de Mahler, pues: mala suerte. Pero en el precioso hall del teatro hago inmediatamente un descubrimiento: en Budapest no solo hay que alzar la cabeza para contemplar las maravillas de su arquitectura modernista, también hay que bajarla para sorprenderse con la delicadeza  de sus solerías.

Frente al Teatro de la Ópera, una parada decadentista: el Café Callas, una de esas bomboneras diseñadas para la cita y el mutuo reconocimiento de la alta burguesía que a finales del XIX solían rondar las proximidades de los elegantes teatros de ópera  y que ahora son pervertidas por las hordas de turistas alicatados de Decathlon. (Cafés: una Budapest sentimental, profundamente melancólica y vivamente ilustrada vivió agazapada en el interior de primorosos cafés decimonónicos como el Müvész, también cerca de la Ópera, o el encantador Central. Otros santuarios del art nouveau como el Gerbeaud o, sobre todo, el célebre New York (que desde las cristaleras se me antojó un relamido hipermercado del decadentismo, han sido asaltados y doblegados como abrevaderos navideños por la nueva dictadura de la Lonely Planet. No entré: paso de colas.)

Budapest es música. Sin embargo, nadie toca un rapsódico violín en las calles ni en las estaciones de metro –¿el frío?– de modo que nada me convoca el espíritu de Liszt, de Bartok, de Szell, de Reiner o el zíngaro rapto de un Szigeti: tendré que ir yo a buscarlo. Y eso hago: en la última casa que allí habitó Ferenc Liszt, una pieza pequeña y coqueta, respiro el cosmopolitismo y la modernidad de un músico que, en su doble condición simultánea de religioso y revolucionario de la música, parece ejemplificar una condición natural de Budapest, que de entrada ya son dos ciudades escindidas –o unidas, depende– por ese Danubio “turbio, sabio y grande”, visto según el poeta Attila József: la duplicidad de una ciudad dual en la que puedes respirar el nervio contemporáneo y sentir al mismo tiempo cómo te invade la melancolía por la pérdida del Imperio de la que, junto a la gran Viena, fue capital boyante. Hay que entrar en la Academia de Música Liszt –la masía donde entrenaron Solti, Doráti, Kodály, Bartok, Kocsis, Schiff, Ránki, Fischer…– para (casi) llorar de emoción sintiéndose dentro de una de las placentas musicales más bellas, delicadas –un prodigio de art nouveau entrevera de sezession– y encantadoras que cualquier melómano haya pisado jamás.

PISTA DE HIELO 1

Pista de hielo / JUAN MARÍA RODRÍGUEZ

Atardece en la ciudad embalsamada de frío y, en nuestros paseos, cruzamos por el rotundo Puente de la Libertad cuyas pilastras cimbrean por las sacudidas del tranvía: dos chicas, inyectándole vida y travesura al aura señorial y marquesona de ciudad se han montado una botellona sobre el Danubio, ese río que parece haber brotado de un grifo (Magris). Maneras de ser feliz bajo la roja luz de los crepúsculos de Budapest. Sigo el rastro de la íntima y floreciente conexión entre Budapest y Viena en la hilera de los muchos teatros de opereta y musicales –y otros de textos y vanguardia: Budapest exhibe una impactante musculatura escénica– que pespuntan los bulevares como rastros de frivolidad.

La ciudad se muestra triste y, el carácter de la gente –esas cajeras supercicutas de los hostiles Spar– es seca, incluso hosca. Aunque aquí está la huella de Robert Capa, vividor galán y astuto y sonriente emprendedor de negocios y quimeras, para desmentirme. Capa, el fotoperiodista más afamado de la Historia y otro ciudadano de Budapest que cumplió a rajatabla lo que parece ser un desgraciado mandato húngaro –matarse, accidental o voluntariamente, en el pleno vuelo de la plenitud vital– tiene un museo en la ciudad con los saldillos que su hermano Cornell no dejó explotando en el ICP de Nueva York.

El centro es poca cosa –pobre, mal iluminado, con una colección permanente huérfana intolerable de imágenes del Capa más icónico– pero que, gracias a otra exposición temporal contigua, me sirve para descubrir a fotógrafos –Benkö Imre, Korniss Peter… (porque en Hungría el apellido antecede al nombre) desconocidos para mi: luego encontraré libros suyos en la deliciosa Casa Mai Manó, corazón de la fotografía nacional– miembros de la gran estirpe de la fantástica fotografía húngara que inauguraron Moholy-Nagy o el más grande de todos, y uno de los más grandes de entre todos los grandes: Andre Kertész que, sin museo propio, en Budapest resulta ser otro de esos pobres ignorados en una ciudad que puede dedicarle una estatua a Ronald Reagan, pero que ha olvidado la memoria de los tipos que –como Miháil Kerstéz, para nosotros Michael Curtiz, el director de Casablanca– la hicieron realmente grande y fascinante ante los ojos del mundo contemporáneo por mucho que los trimillones de espectadores de la película no sepa dónde nació quien la filmó. Misterio inexplicable: ¿qué fue lo que convirtió a Budapest en una incesante incubadora de literatos, músicos, fotógrafos o cineastas de primer orden?

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San Esteban, bajo la niebla / JUAN MARÍA RODRÍGUEZ

Como es sabido que el viaje empieza antes de partir, yo entrené mi Budapest escuchando grabaciones de George Szell –un severo capataz que, con su oído absoluto, convirtió a un regimiento de paletos de Cleveland en una de las grandes orquestas de la Historia–; revisando los poemas sinfónicos de Liszt; aventurándome en El mandarín maravilloso de Bela Bartok o intentando ver The Turin horse de Bela Tarr, desolada película en la que el primer diálogo –dos palabras: “Ya está”– se escucha a los veinticinco minutos de un metraje en el que, reposando sobre la envolvente melancolía de la banda sonora de Mihály Vig, no ocurre prácticamente nada. Pero eso que no ocurre, sucede –como todo en la historia de Budapest– desesperadamente.

Para medio atisbar cómo, en la historia reciente, se cinceló el carácter de la ciudad, usted solo tiene que volver a la gran avenida Andrássy, que es como el viejo croupier urbano que reparte cartas en la gran mesa de bellísimos naipes del patrimonio de Budapest, atravesar la puerta de la Casa del Terror, ascender los escalones y dejarse penetrar por la sacudida de una sofocante  atmósfera acústica –“los oídos no tienen párpados”: señaló Pascal Quignard para explicar la diabólica dictadura de la música, esa que los nazis, con orquestinas formadas por prisioneros, usaban para atraer y tranquilizar a los judíos a la entrada de los láger de los que nunca saldrían jamás– que se apodera de tu conciencia para zaherirla y depositarla, ya elevada al justo punto de cocción, en el espanto de las estancias donde, primero los voluntariosos nazis locales de la Cruz Flechada y, como en una carrera de relevos, inmediatamente los agentes de la AHV, la terrorífica policía secreta soviética, prolongaron una pesadilla de unos 50 años durante los que el terror desplegó la negrura de sus alas desde el mismo edificio, aunque cambiando simplemente los estandartes y los símbolos. 

ESTATUA CEMENTERIO 1

Cementerio de Budapest / JUAN MARÍA RODRÍGUEZ

Dentro, en medio de una avenida tan galante, se cometieron toda suerte de tropelías y vejaciones de la dignidad y la condición humana, según se puede ver con la amargura del último detalle hasta descender a la desnuda habitación donde pende la soga de una solitaria horca en el sótano. En un país donde, al decir del escritor Sergi Bellver, ser húngaro solo puede ser “una forma agridulce de clarividencia”, la Historia ha sido una desgracia que la desafortunada Budapest te recuerda amarga y continuamente, ya sea paseando a orillas del río, a la espalda del gran edificio neogótico del Parlamento, donde un memorial de zapatos de bronce clavados a un cemento del que tratan fieramente de no desprenderse recuerda a los judíos que fueron arrojados a la negra espesura del Duna, que es como llaman los húngaros a su tramo del Danubio, o ya sea visitando la impactante sinagoga de la calle Dohány de evocación bizantina y morisca –toda ella un arca bellísima encargada a un arquitecto no judío para engrasar y disfrazar el calculado propósito de que el ascenso de los poderosos hombres de negocio judíos que financiaron su carísima construcción fueran socialmente aceptados en la imperial y floreciente Budapest de mediados del XIX– bajo cuyo patio, amontonados en tumbas colectivas, reposan centenares de judíos que murieron de hambre o ateridos por el frío pavoroso de aquél durísimo último invierno anterior a la caída del nazismo. Pobre Hungría, invadida y cruelmente castigada en el 44 por su intento de traicionar al Eje, cuando Hitler ya tenía la guerra perdida.

Pero como la ciudad, resultado de sumar capas superpuestas, es siempre un pastiche que muta y se resetea a sí misma continuamente, el dolor de esa sinagoga, la segunda más grande del mundo, vestigio trágico de un estrangulado esplendor judío (Hungría, un pequeño país de unos 10 millones de habitantes, ha dado al mundo unos 15 premios Nobel: todos menos 2, judíos) convive con un entorno que sufre hoy la embestida de las manadas turísticas, pues el barrio judío es un dédalo de locales de moda como el Szimpla Kert, ejemplo de los ruin bar, esos garitos industriales destartalados que le dan a Budapest un repentino y acanallado aire berlinés, ante los que se forman largas y despreocupadas colas para tomar una copa. Allí, nos cuentan, ha cristalizado el odio y el rencor local a la gentrificación y la invasión de los nuevos conquistadores del siglo XXI: los turistas.

UNA TURISTA SE HACE UN SELFIE EN EL BASTIÓN DE LOS PESCADORES CON EL PARLAMENTO DE BUDAPEST AL FONDO 1

Una turista en el Bastión de los Pescadores / JUAN MARÍA RODRÍGUEZ

Otro ejemplo de la cohabitación húngara entre la tragedia y la fiesta. Otro síntoma de la duplicidad de una ciudad que, de Buda a Pest, o de Pest a Buda, se complace a sí misma mirándose reflejada en la torrentera de las aguas del Danubio que arrastran la memoria de su Historia atravesada de regios puentes, una estación de tren que parece diseñada para la evocación de los adioses, despampanantes baños termales tan preciosistas –como los Kerály, con sus oxidadas bóvedas y cúpulas verdes y otomanas– iglesias como la de San Esteban, que licua su rotundidad disolviéndose en las noches de niebla, con su imponente órgano donde veo a un sacerdote de raza negra celebrando la misa en inglés; conglomerados majestuosos como el del Palacio Real y el Bastión de los Pescadores, congestionado territorio selfie para turistas con hambre de likes –el selfie, esa adicción “que remite al vacío interior del yo”, según Byun-Chul Han, nuevo oráculo de los tiempos líquidos– o en la inmensidad de la Plaza de los Héroes, fría Budapest estatuaria, donde se renueva la misma dialéctica de edificios imperiales transformados en museos que dialogan solitariamente entre ellos de un lado a otro de un espacio gigantesco y, en la invernada, un tanto desolado.

Devenires melancólicos de Budapest, la ciudad de Imre Kertész –cuya tumba fuimos a buscar al cementerio Kerepesi, un precioso pero disperso camposanto diseñado como los románticos jardines franceses que vemos en una mañana de frío sepulcral– sin ningún éxito, en otra de esas metáforas inesperadas que vienen a recordarle al viajero que, si quiere descubrir el verdadero espíritu desesperanzado de la ciudad de creadores tan lacerantes como Szilárd Borbély, Sándor Márai –dos suicidados– o de la no nacida en Budapest, pero intensamente húngara, Agota Kristof, tendrá que volver con mucho más tiempo, más tarde, a intentar descifrar sus misterios ocultos bajo la niebla.