George Steiner recibió el premio Príncipe de Asturias en 2001 / EFE

George Steiner recibió el premio Príncipe de Asturias en 2001 / EFE

Letras

Steiner sin coquetería

El temor de Steiner se mantiene, sobre la incapacidad del hombre medianamente culto para llevar al terreno de la práctica sus buenos sentimientos solidarios que ha aprendido

9 febrero, 2020 00:00

Steiner tenía la tendencia, común a la gente que envejece, a creer que detrás de él, el diluvio. Si el que envejece es un intelectual tenderá a decir que ya nadie lee como es preciso, que el mundo se ha hecho mucho más feo y vulgar desde que él era niño, y eso que ya entonces tampoco era gran cosa. En fin, que todo lo que vale la pena en el mundo o ya ha desaparecido o está en trance de desaparecer, y que la humanidad está abocada a la catástrofe, al apocalipsis.

Ahora bien: como todos, sin excepción, compartimos esa funesta manía de envejecer, asentimos enfáticamente a este mensaje catastrofista que nos parece la pura lucidez, la pura verdad en oro de 14 kilates. ¿Va el mundo hacia su fatal colapso? Indudablemente sí, ya que hacia allí es donde nos dirigimos cada uno de nosotros, por mero desgaste de los materiales.

Tras esta clase de tópicos se oculta cierta coquetería: ya que yo he de perecer, que perezca el mundo. Pero simultáneamente a los tópicos sobre la decadencia, el crepúsculo del humanismo y la agonía de la cultura, están los indudables logros intelectuales que glosó en esta misma revista Carlos Mármol, con su habitual excelencia. Y además también hay en el Steiner provecto y confesional una luminosa pulsión a decir algunas cosas relativas a la naturaleza humana y a la esencia intelectual sin preocuparse de si le hacen quedar bien o mal. O sea sin coquetería.

un largo sábado, de Geprge Steiner

un largo sábado, de Geprge Steiner

En Un largo sábado, que era una especie de autobiografía en forma de libro de entrevistas, dice algunas verdades inesperadas sobre el relativo efecto de las humanidades (o sea, el conjunto de disciplinas relacionadas con la cultura humana) en el comportamiento práctico:

“¿Es posible –y formulo esta pregunta después de sesenta años de magisterio y de amor por las letras-- que tal vez las humanidades puedan volverle a uno inhumano? ¿Que lejos de hacernos mejores, lejos de aguzar nuestra sensibilidad moral, la atenúen? Nos alejan de la vida, nos dan tal intensidad con la ficción – que a su lado la realidad pierde color”.

Esto ya no es coquetería; como dice la canción Dime store Mystery sobre la última tentación de Cristo en la cruz: I find it easy to believe / that he might question his believes. “Me parece muy verosímil / que se cuestionase sus convicciones”. 

Bien, la que formula Steiner en el párrafo anterior es una sospecha inquietante: te conmueve la lenta muerte de madame Bovary mientras va padeciendo, a lo largo de páginas y páginas de melodiosas frases de Flaubert, los dolores del envenenamiento por arsénico; los padecimientos de los personajes de ficción te humedecen los ojos, pero los naufragios diarios --tan prosaicos-- de las pateras en el Mediterráneo casi te dejan perfectamente frío; te compadeces un momento de esa gente extraña que sin embargo se parece tanto a sí misma, y en seguida cambias de canal. Pero entonces, si el trato intenso con los libros no nos hace mejores ¿para qué sirve? ¿Para pasar el rato? 

Los refugiados en Europa

En la última entrevista que le leí, hace cuatro o cinco años, Steiner seguía dándole vueltas a esta paradoja moral: la posibilidad de que la cultura, que nos permite ponernos en la piel del otro –y concretamente ése es el supuesto efecto de la literatura, a la que él dedicó su vida: sacar al lector de su aislamiento e ignorancia del otro, sacarle de su innato narcisismo y proyectar su imaginación hacia los personajes, de manera que los reconozca como a hermanos, o como a primos hermanos, y comprenda mejor sus motivos, para que luego esas cualidades de la empatía pasen de aplicarse de los personajes de ficción a aplicarse sobre los seres humanos reales-- en realidad tenga el efecto contrario y nos insensibilice.

Steiner comentaba la llegada a Europa de cientos de miles de refugiados, a los que en los próximos años es inevitable que seguirán millones; y definía ese proceso como una “invasión”; y esa invasión incruenta, que llevará consigo sus valores, creencias, costumbres y religiones, inevitablemente desfigurará el rostro de la propia, querida Europa…

Y luego cuestionándose a sí mismo –lo cual es un signo de alta inteligencia, aunque le convierte a uno en su propio enemigo-- volvía al mismo tema, a su temor de que el humanismo deshumanice: la incapacidad del hombre medianamente culto para llevar al terreno de la práctica los buenos sentimientos solidarios que su educación le ha inoculado.

En otro gran momento de honestidad ponía como ejemplo su mismo caso: “Vivo solo con mi mujer en esa casa, que es bastante grande”, decía. “Pienso que podríamos alojar a algún refugiado, cederle algunas habitaciones, hay espacio de sobra. Pero… no lo hacemos.”

Sí, por más que te sepas de memoria la obra de Cervantes y la de Shakespeare, y por más que admires y te emocione hasta las lágrimas la penetración de los grandes autores en las recámaras más ocultas del alma humana, ceder esas habitaciones es harina de otro costal.