El filósofo Fernando Savater /GREG SALIBIAN

El filósofo Fernando Savater /GREG SALIBIAN

Letras

Savater, las formas del duelo

El filósofo prolonga sus memorias con ‘La peor parte’, un canto a su esposa, fallecida tras un tumor cerebral, que nos descubre la belleza de la vida cotidiana

25 octubre, 2019 00:00

La vida es algo que sucede entre paréntesis. Por azar, suerte o casualidad, aunque a todos nos guste pensar que la existencia traza la línea ascendente de ese relato que llamamos destino. No es cierto, por supuesto: lo asombroso de vivir es que lo hacemos merced a una autoficción, y por tanto gracias a la ambigüedad (de no saber nada). El cuento se acaba justamente ese día en el que chocamos (de frente) con la realidad. Entonces entendemos el soberbio verso de Lorca en la Oda a Walt Whitman: “La vida no es noble, ni buena, ni sagrada”.

En la cubierta de Mira por dónde (Taurus), las memorias ejemplares que Fernando Savater (San Sebastián, 1947) publicó en 2003, aparece una foto, tomada por su padre, en la que el filósofo sale con diez años de edad, en pantalón corto y con un pelado de posguerra, leyendo ensimismado un tebeo. Junto a él hay una diligencia de juguete y, al fondo, un grabado que parece ser un mapa. Un niño solo sobre una alfombra. Una foto metafórica que condensa el motor vital de una existencia –la de Savater, pero también la de todos– marcada por la espontánea voluntad de disfrute, el amor por los placeres múltiples, no importa de donde vengan, y esa obstinación natural que consiste en alcanzar la felicidad todos los días. No bajo la habitual máscara epifánica, sino doméstica. La felicidad de la esquina. La felicidad de ser nosotros, sin imposturas.

Si la autobiografía de Savater fue una suerte de celebración de esta infinita alegría –bajo la forma de tebeos, juguetes, comidas, libros, películas, viajes, excursiones turf y personas queridas– el que probablemente será su último libro (así lo ha dicho él mismo), La peor parte (Ariel), es la antesala del paréntesis final, que el filósofo vasco ya sabe de antemano que no está en su mano describir: “La única muerte para la que podemos hacer preparativos es la que vemos ocurrir, no la que va a pasarnos”. Todos somos, y seremos, protagonistas indiscutibles de nuestro fin, pero nos está vedado ser testigos del último de nuestros días. La vida, sin embargo, nos prepara para este instante fatídico gracias a la crueldad de los espejos. Cuando vemos morir a los otros anticipamos nuestra muerte, del mismo modo que Borges, en el relato La forma de la espada, sostiene que la historia de un solo hombre es la de toda la humanidad.

Mira por donde, SavaterDe esa muerte ajena, que es en realidad la más íntima, versan estas memorias de amor que Savater ha dedicado a su esposa, Sara Torres Marrero, alias Pelo Cohete, mujer recia, antigua militante abertzale, profesora de universidad y “constructora de paraísos”, con la que el filósofo donostiarra compartió la vida (y sus miserias) durante tres décadas y media gracias a ese vínculo indestructible que llamamos amor. Savater, cuyos principales méritos como escritor son el deleite y la sinceridad (condiciones sine qua non cuando uno se pone delante de un folio en blanco), no lo precisa por completo, pero da la impresión de que su elegía a la mujer que amó –“Hay que conocer al menos una mujer extraordinaria en la vida”– está construido a partir de su epílogo. Es el final lo que da sentido al principio. 

De esa muerte ajena, que es en realidad la más íntima, versan estas

En las cuarenta páginas finales de su homenaje –una narración contenida de los últimos nueve meses de agonía de Sara– está concentrada toda la poética de esta despedida con la que Savater pone punto final a su carrera literaria. El resto del libro es una amplificatio retrospectiva sobre las circunstancias del amor, la convivencia (difícil, pero entregada), la confesión de inciertas infidelidades (que no deslealtades) y la evocación de una felicidad que no es dulce, sino franca. Gracias a esta narración hacia el pretérito –un flash-back en toda regla– se nos desvela el misterio que estaba a la vista: la femme, en plena posesión de todas sus facultades. El alma gemela.

La peor parte, SavaterSavater, que asume en público este papel de amante doliente, consumido por la irremediable ausencia, pero capaz aún de ironizar sobre su condición lastimera, nos muestra crudamente a una mujer (que nunca fue de nadie) de extraordinario carácter, sin la cual no se explica su vida, ni sus corbatas de colores, ni sus gafas amarillas, ni muchos de los libros con los que nos ha ensañado (a todos) a vivir mejor. Sólo por eso merece el eterno agradecimiento del lector: no hay muchos escritores que, a tumba abierta, confiesen en público (y por escrito) una intimidad sentimental que, siendo absolutamente corriente, incluso vulgar, es también la viva expresión de la autenticidad, la forma concreta de esa alegría que es el mejor viento posible para las velas del barco de la vida.

Savater, que asume en público este papel de

El libro contiene una lacrimosa absolutamente comprensible, pues se trata de un réquiem confesional. Por la mujer amada, a la que devoró sin piedad un glioblastoma múltiple, pero también por ese niño de diez años que leía tebeos a solas en su cuarto, y al que la cultura popular le ha hecho tan feliz como la filosofía más profunda. El Savater de La peor parte ya no es, obviamente, el niño de Mira por dónde. Pero no por el paso del tiempo, sino porque la muerte ajena –contemplada con estupor, egoísmo y horror– ha agotado el motor de su existencia, sometida al decurso biológico pero carente de interpretación. Desde el fatídico día en que la enfermedad de Sara Torres se hizo presente, “se hundió para siempre el frágil teatrito de mi alegría”. Así comenzó el infierno oscuro de un hombre en camiseta al que ella llamaba Fernan.

Sara Torres y Fernando Savater :ARIEL

Sara Torres y Fernando Savater en el cabo Finisterre. / ARIEL

El epitafio de este descenso al Maelstrom tiene, sin embargo, forma de sonrisa. Y es profundamente hermoso. Lo resume la fotografía que Savater y su esposa se hacen, enredados en su propia ternura, tras conocer el terrible diagnóstico, antes de intentar una curación estéril en Baltimore (la ciudad donde murió Poe), ante el cabo Finisterre, estación término de la primitiva ruta iniciática pagana sobre la que, siglos más tarde, la iglesia instauraría el Camino de Santiago. La imagen no tiene nada de extraordinario. Es un aparente souvenir prosaico. Para poder leerla hace falta haber recorrido antes –mediante la lectura– los momentos de una relación que se mueve en el espacio –Donosti, Madrid, Mallorca y un sinfín de destinos más– y en el tiempo –las décadas de los años ochenta, noventa y dos mil– y que evoluciona hasta convertirse en genética.

Savater nos regala su álbum de instantes místicos (sin mística): la visita a la consulta del médico, donde ambos descubren que su siempre ya no es eterno, las horas de espera del amante ridículo (y sin embargo admirable) en una estación de París, las deliciosas noches en un apartamento de la playa de San Telmo con un ventilador insuficiente, o el momento (trágico) en que ella se da cuenta de que no podrá nadar más porque no verá el nuevo día. Ninguno de estos momentos es sublime y, sin embargo, están contados con una infinita sensibilidad, que es el material esencial de este libro en cuya cubierta posterior, a modo de coda, aparecen detenidos para siempre, fijados en la tierra, a salvo de los quebrantos, Fernando y Sara, que miran a la cámara como dos niños grandes (jubilados memoriosos) que han conquistado, siquiera por un instante, la eternidad en la que habitan aquellos que se quieren. Sin más.