Vivian Gornick, visiones de Nueva York
La escritora humaniza a la gran metrópolis norteamericana en sus libros y presenta la ciudad como un lugar de encuentro donde escapar de la soledad contemporánea
27 septiembre, 2019 00:00Vivian Gornick (Nueva York, 1935) es una de las voces más finas e inteligentes que he leído. Su prosa es cuidadísima y trae ecos, sobre todo, del último Thomas Mann, el de las sagas bíblicas, quien fascina por las derivas de sus personajes, imposibles de adivinar por parte del lector. Escritora de la intimidad, no derrocha prosa, como Karl Ove Knausgard, ni hace ensayo de la vida cotidiana, como Rachel Cusk. Sus textos son la consecuencia de una exactitud y reflexión sorprendentes para su época.
De Gornick apenas contamos con cuatro libros traducidos. Apegos feroces (Sexto Piso), publicado en 1987, fue elegido libro del año por el Gremio de Libreros de Madrid, unas memorias honestas y vitales en las que la escritora narra la relación con su madre. La mujer singular y la ciudad (Sexto Piso), publicado en 2015, se publicita como la segunda parte de estos recuerdos. En este libro se percibe una serenidad, honestidad y una búsqueda del des-emocionamiento (gran trabajo de la traductora, Raquel Vicedo) que se aleja de Apegos. Se repite el tema de la madre y de la ciudad.
Nueva York es el otro gran personaje de los libros de Gornick. No he leído aún The Odd Woman and the City (2015), la obra en que la urbe se convierte en su interlocutora, pero en La mujer singular y la ciudad logra la humanización más avanzada que conozco de un lugar o espacio, en este caso Nueva York. Me atrevería a decir que la ciudad supone la sororización de la protagonista, quien afirma en Apegos que habría deseado no ser hija única. “He vivido mis conflictos, no mis fantasías, hasta el final, y Nueva York también”.
Gornick es la memoria definitiva de la ciudad. Busca en lo público lo que sabe que ya no es posible encontrar en lo privado. Ella, criada de los 6 a los 21 años en un bloque de pisos del Bronx (pueblo, lo llama), del que solo recuerda a las mujeres, sueña desde pequeña con cruzar la frontera que le lleve a Manhattan: “Siempre he vivido en Nueva York, pero durante buena parte de mi vida suspiré por ella igual que alguien de una ciudad de provincias anhela vivir en la capital”. La avenida West End, desde la calle Ciento Siete hasta la Setenta y Dos, se convierte en una paisaje emblemático. Ningún viaje será redondo –escribe– si no la visita.
Tras la universidad, se traslada a vivir al Lower East Side, donde empieza a escribir, aunque “nadie más arriba de la calle Catorce me leía”. Más adelante se instala en el Greenwich Village, la primera parada del modernismo europeo y el lugar del anarquismo y el radicalismo sexual, donde reside desde hace treinta y cinco años. Ser escritora es lo que le permite traspasar la frontera de un barrio a otro. Su condición de novelista nace de la propia ciudad: “Nunca me cansaba de imaginar nuevos escenarios para mi vida soñada”. Sus temas son los que encuentra y le dicta la Nueva York.
Dos de ellos grandes y generosos: la conversación y la amistad. La primera es la forma de conexión más vital que existe (además del sexo) –escribe–, y nada tiene que ver con la charla, banal y superflua. La conversación brota en la ciudad y crea un collage de impresiones, anécdotas y piezas que hacen de Nueva York un lugar de encuentro en el que es posible escapar de la soledad contemporánea. La ciudad se desprende del vacío que se le atribuye en las décadas últimas y deja de ser un no lugar. Del mismo modo ocurre con la amistad, otra oda del libro. Nueva York no es solo el espacio en el que tiene lugar esta reivindicación, si no que se convierte en testigo, en interlocutora.
Gornick es una gran merodeadora de la ciudad. La vive y la escribe a partir de la memoria de otras autoras que también han experimentado estas mismas sensaciones. Las viñetas donde las recuerda forman un elenco interesantísimo de figuras desconocidas, narradas además con un tono de conversación, sencillo y clarividente. Por ejemplo, Isabel Bolton, Constance Fenimore Woolson o Evelyn Scott. También hombres, como George Gissing, Victor Hugo, John Keats o John Henry O’Hara. Todos, amantes de la ciudad y motivo de las reflexiones de los libros de Gornick sobre el falso amor romántico, el feminismo radical, el comunismo o la confusión del deseo sexual por el enamoramiento.
La escritora recorre y vive la ciudad con un tempo pausado. Extrae impresiones y anécdotas, y las dota de valor para elevarlas literariamente. Hace un trabajo de redacción enorme. A Gornick no le resulta fácil escribir y tarda años en desterrar las dudas y aceptar lo que redacta. Deja muchas cosas, demasiadas, sin narrar. “De bajo rendimiento”, se define a sí misma. Yo prefiero llamarla escritora de proporciones. Todo en sus libros está buscado y medido y, sobre todo, escuchado. Reflexiona sobre el valor que tiene el acontecimiento en su vida y deja una huella mínima, casi siempre personal. El léxico y la sintaxis la alejan de la acción, al mismo tiempo que crean una sonoridad perfecta y esa voz literaria que tanto tardó en encontrar. De nuevo es la ciudad de Nueva York quien se la otorga: “La mayoría de la gente está en Nueva York porque necesita muestras –en grandes cantidades– de expresividad humana […]. Si has crecido en Nueva York, tu vida es una arqueología, no de estructuras, sino de voces”.