Camilo, terciopelo ajado
La desaparición del cantante y compositor valenciano nos devuelve al Dios del Amor, amado por su voz, pero olvidado por emular a Dorian Grey, el retrato de Oscar Wilde
13 septiembre, 2019 00:00Dicen que su voz era un la sostenido. La musicología es para los músicos lo mismo que la ornitología para los pájaros, según un adagio socorrido en todos los auditorios del planeta. Cuando un músico es difícil de encasillar, la taxonomía se hace a un lado y aparecen los recuerdos, como el de que, paseando por las calles de San Cristóbal de las Casas, siempre oyes algo de Camilo Sesto; y es así, por muy antropológica e inalcanzable que suene la capital de Chiapas y por muy comercial que haya sido el cantante español.
Camilo compite allí con el rumor mágico y cazalloso de Chavela Vargas, lo más de lo más. En Latinoamérica, las notas de Camilo nunca dejan de sonar, aunque aquí los poderosos hits de bulevar hayan acercado su figura hasta la esquina del papel cuché. En Caracas los niños cantan los éxitos de Camilo, además de interpretar a El Puma, un vocalista demodé y sensiblero, de gancho indiscutible. En Managua, muchos alternan a Camilo con la música de los semidesconocidos Buquis y en La Habana las jovencitas no se olvidan de intercalar evocaciones de Camilo entre estrofa y estrofa del Escaramujo, aquella enigmática “flor de la rosa y del mar”, de Silvio Rodríguez.
En cualquier parte, desde Quito hasta Tegucigalpa, si preguntas por Raphael, te contestan con un sí sonoro, pero si les hablas de Camilo rompen a toda prisa con un fragmento de Vivir así es morir de amor. Conocen sus canciones; engolan la voz en señal de respeto o entonan desde el estómago, mucho más abajo de la tráquea. Así es la gente en la América hispana, entrañable y bella, además de “violentamente dulce”, como escribió Cortázar de Nicaragua.
¿Qué nos ha dado Camilo? Melodía, el centro de gravedad de lo contemporáneo, por más ruido de cachiporrazos que meta una parte del pop actual. Se ha dicho que este hombre, convertido en cóncavo en su cabaña de Torrelodones, se ha abierto camino en la selva nemorosa de los géneros modernos, como el rock intenso, el pop anglosajón, la música disco, el glam, el punk y el soul, además de la new age y el grunge. Pero, francamente, no creo que un artista tan diáfano haya tenido que demostrar nada ante el retablo de lo novísimo.
Y no conviene olvidar los musicales, porque, además de compositor y letrista, Camilo Sesto fue también autor de piezas como Jesucristo Superestar, estrenado en 1975, en el quicio entre el pasado y el futuro; una obra compatible con espectáculos foráneos de muchos humos, como A Chorus Line, el aclamado musical de Broadway, ganador de un Pulitzer, que ahora vuelve de la mano de Antonio Banderas en el Teatro del Doho de Caixabank. Aquel Superestar, con Ángela Carrasco (María Magdalena) y Teddy Bautista (Judas), revolvió gallinero de la añoranza autoritaria; tuvo en contra a gobernadores civiles, exaltados tardofranquistas y miembros destacados del clero preconciliar. Pero donde sentó realmente mal fue en Alcoy, su pueblo natal, pero no en la vecindad llena de amigos y parientes que de verdad la querían, sino en la vanguardia valenciana y capitalina de aquel inefable bunker barraqueta.
Tras conocerse su desaparición en la Clínica Quirón de Pozuelo, Madrid se arrulló delante de la capilla ardiente del cantante en la acera de la SGAE con el Algo de mí y con Morir de amor retumbando en las cabezas de muchos. Las redes sociales fueron de nuevo una catarata de pésames, para mostrar tal vez que hoy se muere digitalmente. Cientos de amigos y admiradores mostraron afecto y respeto este lunes de tristeza, que vino después del sábado de dolor, en la Quirón.
El amor y el dolor son dos compañeros inseparables y, aunque él se mostraba esquivo, a Camilo lo quiso mucha gente. Su corazón, “ya terciopelo ajado”, dice la conocida elegía de Miguel Hernández, dejó de latir. Vivía solo y en parte olvidado. En España sus composiciones seguirán siendo tarareadas por tres generaciones, pero aquí no siempre sabemos querer lo nuestro. Deja a sus espaldas medio siglo de carrera musical, más de 40 producciones discográficas, varios discos de platino, cientos de composiciones y más de cien millones de discos vendidos en todo el mundo.
Camilo fue el retrato de Dorian Grey. Quiso ser eternamente joven y hacer de la belleza un rasgo de la inteligencia, como lo quiso Wilde al recrear una atmósfera de perversión dominada por el arte. En estos días de evocación, el gran actor José Sacristán ha hablado de la suprema elegancia desplegada por Camilo, mientras estuvo en plenitud de voz y condiciones; para emparentarse, unas vez más, con los héroes del proscenio, como Camilo, o para salvar acaso la amargura del adiós, Sacristán aireó su sabia sorna: “mi método es mitad Stanislavki y mitad Niña de los Peines”.
Camilo fue el retrato de
Camilo cantaba canciones de desamor. Cumplió con la condición de esconder sus poderes detrás de un misterio que va más allá de lo inmediato; supo adaptarse al fatum romántico de los que creen en el destino trazado en el firmamento. Se despidió del público con su último álbum, Camilo Sinfónico, presentado en noviembre del año pasado en el madrileño Florida Park, perfectamente adaptable al gusto de los que lloran. Les diré que el álbum puede escucharse entero sin perder la atención. Algo que no hizo Debussy, cuando en medio de una sinfonía del incuestionado Beethoven, se levantó y dijo: “bueno, ahora que ha empezado el desarrollo, puedo salir a fumarme un cigarro” (Las fronteras del significado, de Charles Osen, editado por Acantilado). No es cierto que solo los matemáticos sepan distinguir entre teoremas verdaderos y teoremas interesantes. Las partituras tienen exponencialmente desarrollada esta misma propiedad ambivalente. Y si les añades la garganta del Dios del amor aparecen los matices.