Manuel Ibáñez Escofet, dotado de un respeto reverencial por la inteligencia, escribió que Eugeni Xammar había sido un hombre necesario “en un país de espeso censo, de falsos valores y con tendencia a la inclinación”. Glosó su “fuente inagotable de amistad, de fuerza, de grandeza moral”, y añadió que “sólo los enanos mentales no podían entenderle”. Lo escribió en Tele/Exprés en 1973. Se despedía así de Xammar, el periodista y diplomático de la República, que había hecho de su empeño un arte mayor, con el acierto de prohibirse a sí mismo falsos púlpitos y de renunciar a vicarías mercadeadas.
Xammar no terminó ni su propia biografía. La dictó en sus últimos años con desgana y feroz autocrítica en su casa de L’Ametlla del Vallès. Lo había escrito todo; tanto, que nunca publicó ningún libro. Dejó su rastro de enviado especial o de corresponsal en París y Berlín en periódicos de su tiempo como Diluvi, La Veu de Catalunya o La Publicitat y lo hizo casi siempre como lector incansable de los Evening News, Evening Standard, The Globe, Westminster Gazette, Pall Mall Gazette o The Star. Supo que contar guerras o tratados de paz te obliga a ser un hojeador empedernido, más que un actor desconcertado ante el acontecimiento. Mantuvo esta lucidez desde su primer paso por Londres, en 1914. Mandaba crónicas a diario sobre la Gran Guerra, menudeaba los diarios y los pubs de Fleet Street, eje que une la City con Westminster, en la orilla izquierda del Támesis. Allí conoció a C.P. Scott, el célebre editor del Manchester Guardian, que sintetizó así el código deontológico del oficio: Comment is free, but facts are sacred (el comentario es libre, pero los hechos son sagrados).
Cultivó su aura de personaje legendario a base de contribuir estando ausente. Fue un lector ávido en francés; lo devoró casi todo, desde Chateaubriand a Perret y desde Talleyrand a De Gaulle. Disciplinó su olfato en el grand style, lo que revela una voluntad de hierro, hasta el punto de que, un tiempo después de su desaparición, el mismísimo Pere Gimferrer (editor, autor, ensayista, poeta y sabio) descubrió la huella de los capitanes de Conrad, en el intrépido Xammar de su primera juventud. De Xammar sabíamos algo aprendido en perfiles biográficos y en libros descomunales, como El huevo de la serpiente (Quadrens Crema), donde se relata la entrevista junto a Josep Pla a un joven radical, llamado Adolf Hitler, jefe del partido nazi, en una ebullición que pronto pagaría Europa entera. Este último trabajo impagable, contenido en la recolección de crónicas desde Alemania (1922-24), explica por sí solo la fuerza mental de aquel corresponsal.
Pero la plenitud que colmará a los curiosos ha llegado recientemente con la publicación de Cartes d’un polemista (Quaderns Crema), con un prólogo completísimo de Xavier Pla, memoria inamovible basada en lo real sin restar nada. Nada, ni el carácter de un Xammar catalanísimo, pero enamorado de Europa; ni la calurosa tarde madrileña en la que Xammar (gran pantagruélico y entonces corresponsal de Le Figaro en la capital) pidió en una chocolatería un plato grande de chantilly y otro de crema, y acabó remarcando, ante el estupor general, que podía hablar de política internacional o de los secretos de los partidos, en Francia, Alemania, Italia o Inglaterra. Para entonces recitaba letanías anecdóticas preciosas sobre sus amigos Josep Pla y Francesc Pujols (el gran ágrafo reverenciado por Dalí), sobre la gracia del encanto mediterráneo y sobre el clima.
El Madrid cosmopolita de Xammar pertenece a los años treinta. Está contemplado desde el sesgo brillante del domicilio de los Semprún, donde se leía el diario Ahora, dirigido por Chaves Nogales y en el que se publicaban las crónicas desde Berlín a cargo del experimentado periodista catalán. El jovencísimo Jorge Semprún y su hermano Carlos estaban encantados con la claridad de Xammar, al describir detalladamente el ascenso del autoritarismo germánico, en artículos leídos en voz alta por su padre, el diplomático José María Semprún y Gurrea.
Aquellas lecturas, que a menudo terminaban con una carcajada general, mostraron la hilaridad insospechada del precipicio criminal nazi. Un día, llevado por el impulso de una libertad sin límites, Xammar decidió tirar el mundo por la ventana: “Los alemanes dicen que no comen bien por culpa de los judíos; y a estos ciudadanos alemanes, tan patrióticos como desnortados, hay que entenderles. De lo contrario se sentirían defraudados”. La ironía rebelde del brillante polemista fue recogida por Carlos Semprún Maura en su libro El exilio era una fiesta (Planeta). El drama; el exterminio de seis millones de seres humanos estaba tan cerca, era tan previsible, que este pequeño núcleo de familiares y amigos, dispuestos al sacrificio, habían decidido negarle el saludo a la muerte.
Xavier Pla aborda, como nunca se había hecho hasta ahora, la peripecia vital completa de Xammar. El periodista casi retirado vivió en Washington, en la década de los cincuenta. Un día, en un bus que le llevaba al Centro Diplomático, donde hacía de traductor, abrió un ejemplar del parisino Le Canard enchaîné para reírse con ganas cada vez que doblaba una página. La juventud como eternidad de un instante le recordó sus propios artículos en el satírico barcelonés El Be Negre. El Xammar maduro de pelo cano, gabardina londinense y pipa descarga en la mano izquierda había aprendido a disfrutar del éxito íntimo, como sabe hacerlo el hombre que conoció entre bastidores la vida de la Asamblea Nacional en París, o las estancias de Westminster, cuando todavía era visible el fulgor de los Lores.
Apreció la nostalgia, el humor negro de los listos. No se permitió ni una lágrima la noche en que escuchó en una platea las primeras notas de La Revoltosa, en horas de incierta política. Menos lo haría superado el medio siglo, cuando intuía ya su final. Aparte del prólogo, Cartes d’un polemista lleva un epílogo elegante de Amadeu Cuito, cosmopolita, soi-disant, crecido en el exilio de Perpignan y nieto del abogado y político republicano, Amadeu Hurtado, fundador de la revista Mirador y autor intelectual de la Llei de contractes de conreu (Contratos de cultivo), que concedió a los jornaleros en derecho enfitéutico del producto de la tierra, fue más desencadenante que una solución.
Desencadenante del octubre rojo de Companys, en el 34, una herida sobre la que los africanistas acabarían alzando su espada. En el siglo de Xamar, Europa fue atravesada dos veces por el jinete de la guerra y del hambre. Mientras su futuro se apagaba lentamente, el experimentado corresponsal pensó a menudo que las cuentas no le salían: entre el Armisticio de Clemenceau y el tratado de Versalles, que selló la primera Gran Guerra, pasaron apenas ocho meses; pero entre la rendición incondicional del Reich y el Tratado de Yalta la espera se hizo eterna. El periodista olía a su presa como los podencos en manada se guían por el olfato hasta su presa. Los peligros que vivió Xammar en los años treinta y cuarenta levantaron todos los demonios cuatro décadas después, en el cerco de Sarajevo de 1993; y ahora mismo, la intransigencia que los provoca convive con nuestros vecinos en las élites eurófobas de Hungría, Italia, República Checa o Austria.
Estas Cartes d’un polemista complementan las conocidas Cartes a Josep Pla i altres documents, publicado bajo el mismo sello editorial. No habrá sido tarea fácil. Son fragmentos recuperados de archivos en Barcelona, Alcalá de Henares, Palafrugell, La Coruña, Poblet, Ginebra, París o Roma. Los destinos de esta correspondencia vital recaen en gente sobresaliente de nuestra cultura: Jaume Miravitlles, Carles Riba, Manuel de Pedrolo, Pau Casals, Joan Estelrich, Armand Obiols o Joaquim Ventalló, entre otros. Los envíos y sus respuestas surcan las tres grandes etapas profesionales de Xammar: periodista, diplomático y traductor en Naciones Unidas y otros organismos internacionales.
Resumen siete décadas de duro bregar y riguroso asimilar. Y naturalmente, uno de los puntos que resultarán más polémicos tiene que ver con las relaciones entre España y Cataluña. En su misiva a la redacción de El Poble de Catalunya, publicada el 18 de diciembre de 1939, desde el exilio de París, Xammar dice así: alguns creuen que haver fet la guerra, és a dir, l'haver aguantat sense protesta que Catalunya fos empastifada amb els crims i les depredacions de tota mena, comeses primer per la FAI i després pel segon govern Negrín, és una gesta digna de la lira dels poetes. Su munición cargaba las flores opalinas del magnolio, ligeramente envenenadas. Su humor rozaba en puntilla la sotana morada de las altas instancias cardenalicias.
Xammar fue un gran catalanista y un gran republicano, pero nunca consintió los abusos prepotentes de los que, en nombre de la colectivización y del falso antifascismo, cometieron crímenes de lesa humanidad. Su catalanismo no era redentorista como el que hoy defienden JxCat o ERC. Defendió su país y su cultura, sin los mitos helicoidales del presente. Así le contestó, en perfecto castellano, lengua que dominaba y amaba, a su amigo Salvador de Madariaga: “No, querido Madariaga. Cataluña no le plantea a España un problema regionalista; no es una región como el Yorkshire, Cornwall o el Ulster”.
Era republicano y lo pagó con el exilio. No mintió. Ha sido para muchos el gran desconocido del periodismo y de las letras, hasta el aterrizaje de sus crónicas recopiladas y su correspondencia. Hoy hablamos de él como lo haríamos de Julio Camba, de Pla o del citado Chaves Nogales. Xammar se cruzó en sus andanzas con colegas de una altura profesional aparentemente superior, como Wickham Steed, el reconocido editor del The Times, o el parisino André Géraub, vinculado a France-Soir. Nunca desentonó; su agudeza mental era la de un ganador desencantado.