La escritura puede ser una intensa lección de lo que ocurre ahí afuera. Así lo cree Isaac Rosa (Sevilla, 1974), quien suele citar en sus libros la realidad de un modo ideológico, crítico, a modo de puñetazo político. Podría decirse de él que siempre ha hecho literatura con esa particularidad del individuo que desconfía. De ahí que acumule en sus 20 años de carrera literaria un puñado de títulos que permiten tomarle medidas a un presente que es un agravio sin resolver. Por ejemplo, su última novela, Feliz final (Seix-Barral), es la autopsia implacable de una historia de amor.  

–Suma ya 20 años de trayectoria literaria desde su debut con La malamemoria (1999) y hay en ella una línea de coherencia: lo político es el motor de sus narraciones. 

–Mi escritura siempre ha respondido a un interés por el tiempo que vivimos. Luego, es posible detectar una cierta progresión en mis novelas. Es algo involuntario, pero diría que se han ido encerrando cada vez más; hay en ellas una concentración espacial, temporal y de personajes. El vano ayer iba sobre un país y medio siglo. El país del miedo se centraba en un barrio a lo largo de unos meses. En La mano invisible encerré a unas personas en una nave durante días. La habitación oscura fue en un cuarto y por unas horas. Y, por último, Feliz final son dos intimidades atrapadas en el ajuste de cuentas de una relación.

Isaac Rosa / @JMSANCHEZPHOTO

–A menudo ha lamentado que la literatura española actual mire poco al presente. ¿Por qué? 

–Me parece muy significativo de la cultura española que, en los últimos diez años, al mismo tiempo que estábamos viviendo una crisis social, económica, política e institucional y la gente estaba movilizándose y saliendo a la calle, el género literario con más desarrollo y más atención editorial y mediática haya sido la autoficción. El escritor encerrado en sí mismo, hablando de él, de su libro o de su entorno. Cuando la sociedad volvió a la calle, muchos escritores –o, al menos, los más representativos- optaron por encerrarse más todavía. Ese hecho dice mucho del papel que ha jugado la literatura en la democracia española. De hecho, no entiendo qué hacen tantos escritores en la autoficción cuando a todos nos ha golpeado la crisis. Y, sin embargo, ese relato sobre las nuevas condiciones de vida de los autores no se cuenta. Sólo nos quedamos en la parte más sentimental, en los conflictos íntimos. De verdad, echo de menos algo más de autoficción sobre las condiciones de precariedad de los escritores.

–Entonces, ¿la literatura concebida para la introspección o el entretenimiento es, en su opinión, conservadora?

–Toda la literatura tiene ideología, lo que no quiere decir que toda literatura sea política. Creo que quien no se plantea en su escritura ofrecer un relato propio o un discurso crítico lo que hace es dar por bueno el estado de las cosas. La novela que no cuestiona sanciona favorablemente lo que hay; de algún modo, aspira a normalizar la realidad. Y frente a esa novela siempre llena de ideología –la de entretenimiento, la de vocación comercial–, distinguiría la novela social, esa que decide poner el foco sobre una realidad de una forma más documental, casi en terrenos más propios del periodismo, y la novela política, que plantea una reflexión sobre el presente que va más allá de lo temático, que tiene que ver también con lo formal, con incidencia en la propia escritura. Porque, en mi opinión, las decisiones estéticas del escritor son también opciones llenas de ideología. Decidir cómo se cuenta una historia o elegir una voz, unos personajes y unas metáforas también transmiten al lector una concepción del mundo.   

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–¿Esa opción conservadora de la que usted habla es extensible, al margen de la literatura, a otros campos de la cultura?

–Tiene que ver mucho, creo, con la cultura de la democracia. E insisto en lo de la democracia porque está relacionado con la reconfiguración del país en la Transición y el lugar que se da a la cultura; cómo se desarticula una cultura de resistencia que durante el franquismo no era mayoritaria pero que estaba ahí, una cultura crítica a la que se le quita su capacidad de influencia sobre la sociedad. El crítico Ignacio Echevarría lo llamó, con mucha gracia, el paso de la literatura social a la literatura sociable, de la que cuestiona al lector a la que lo seduce, lo acomoda, le genera una satisfacción intelectual o artística. Dentro de ese marco general los libros han vivido ese proceso de forma especial. Si hablamos de los últimos diez años, los escritores no hemos sido capaces de construir un relato compartido con la sociedad sobre algunas claves de lo que nos está pasando, algo que, por ejemplo, sí ha hecho el teatro. He visto más inquietud y más capacidad de crítica en la escena, en las artes plásticas e, incluso, en el cine que en la literatura. 

–Y la precarización habrá jugado un papel importante en esa desactivación de las voces literarias más críticas.

–Inevitablemente, los creadores hemos sido tanto –o más, en algunos casos– afectados por la crisis económica que otros. El cambio en las condiciones de vida acaba repercutiendo en la cultura. Es verdad que en otros ámbitos –el teatro o el cine, insisto– esa precariedad ha llevado a que la gente dé un salto adelante y se planteen obras, producciones y compañías independientes. Aunque por esa vía también se corre el riesgo de normalizar la precariedad: la creación independiente no debe pasar necesariamente por que la gente se quede sin cobrar.

–Por esa cercanía con la realidad, se ha dicho de sus libros que son generacionales.

–Hay siempre un elemento inevitable: mis libros parten de mis vivencias. De ahí que sea una mirada mucho más compartida por quienes han tenido la misma educación política y sentimental que yo que por quienes pertenecen a otras edades. Pero intento no restringir esa mirada para uso de una generación. En mi última novela, Feliz final, acaso se sientan más reconocidos aquellos que están en los cuarenta o cuarenta y tantos años, que tienen familia, hijos, con pareja o separados, con la incertidumbre laboral… Quitando todo eso quería contar un ciclo de vida de una relación amorosa que, creo, puede ser válida para cualquier edad y cualquier época.  

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–En ese sentido, su novela Feliz final es una historia política sobre el amor.   

–Aparentemente, es una novela diferente: una historia de amor que trabaja más con emociones y sentimientos, pero sí tiene mucho que ver con mis anteriores trabajos. El punto de partida es la percepción de que vivimos en un malestar amoroso: todos creemos que no nos estamos queriendo bien, que algo falla en nuestras relaciones. En Feliz final he querido analizar cuánto de malestar social hay en ese malestar amoroso pero, por el camino, me di cuenta de que, como dice la socióloga Eva Illouz, el amor es un microcosmos privilegiado para ver y entender los procesos de la modernidad. Es decir, mirando a las relaciones más íntimas podemos descubrir qué tipo de sociedad tenemos y cómo vivimos.

–Podría concluirse de su lectura que la crisis económica ha tenido también su impacto en nuestras relaciones íntimas.     

–Es un libro con pocas conclusiones; tiene más preguntas que respuestas. Y, aparte, hablamos de un terreno, el amoroso, que se resiste a las simplificaciones. Pero sí es verdad que la parte que me interesaba era ver cómo la vida que llevamos y cómo el sistema en que vivimos está metiendo unos elementos de tensión y de conflicto en nuestras vidas. En definitiva, cómo lo político y lo social están presentes en nuestra intimidad. A esa pregunta inicial de por qué nos queremos mal podemos responder claramente que sucede porque vivimos mal. 

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–Plantea un símil aterrador: una gráfica desvela que el más alto grado de la felicidad de la pareja protagonista coincide con el momento de mayores entradas de dinero. 

–Sería mucho simplificar pero, si se observa esa gráfica de ingresos, se asemeja a la evolución de una relación amorosa: se dispara hacia arriba al comienzo, se instala luego en una meseta y, finalmente, cae en picado. Con todo, las condiciones económicas influyen, y mucho, en el enamoramiento, en el mantenimiento del amor y en la separación. Es algo tan evidente que ya ni lo hablamos ni lo vemos: la precariedad condiciona nuestra capacidad de amar.

–Hablábamos antes del compromiso artístico, pero usted ha superado ese límite y ha tomado partido públicamente por una opción política. 

–Tiene que ver, más que con mi condición de escritor, con mi posición de ciudadano. No puedo mantenerme al margen; no aspiro a ser ni un escritor ni un ciudadano neutro. No dejo de escribir cómo estoy en el mundo, en mi barrio, con los problemas de mis vecinos y de mi gente. Eso sí, alguna vez en este ciclo político me han ofrecido ir en las listas y ahí ya no he querido entrar. Y no tanto por condicionar mi creación, sino su recepción. Podría darse el caso de que se me leyera siempre como un escritor de partido.   

–Además de escritor, también es periodista. Y ahí también la precarización ha hecho bastante daño. 

–El periodismo ya traía sus propias crisis –la del papel, la de la información gratuita en internet, la empresarial de los grandes grupos– y, cuando ha llegado la crisis con mayúscula, ésta ha pasado por encima de los periodistas como una manada de elefantes. En estos momentos, el deterioro de la profesión periodística es muy grave. Por esa razón, en la novela, a la hora de presentar un personaje que sufre la precarización de los últimos años no se me ocurrió nada mejor que un periodista, un freelance. Toda esa situación hace que el trabajo de los periodistas esté muy condicionado por esa precariedad, inevitablemente, pero también paraliza a la hora de la defensa colectiva de los derechos. En el libro fantaseo con una huelga de freelancers, que dejo ahí casi como una propuesta, pero parece imposible. Por propia experiencia sé que el día a día te impide organizar nada, y no tanto por perder colaboraciones, sino porque tu vida es un plazo de entrega permanente.  

Isaac Rosa / @JMSANCHEZPHOTO

–En El vano ayer (2004) fue de los primeros desde la ficción en cuestionar los éxitos de la Transición. ¿Muchos de los problemas que hoy sufrimos provienen de ahí?

–La Transición no es el pecado original de la Democracia. Tiene más que ver, creo, con el comportamiento de aquellos que luego se han empeñado en que no cambie nada. El problema no es la Constitución, sino la resistencia a modificar la Constitución. El problema no es la Transición, sino la resistencia a aceptar que hay elementos que provienen de ahí –y que ya no merece la pena analizar si se hicieron bien, regular o mal–, pero que, a la vuelta de veinte, treinta o cuarenta años, ha habido muchas oportunidades de analizarla y de cambiarla. En un momento en el que estamos, donde ha quedado demostrado que buena parte del edificio institucional se ha venido abajo, creo que habría hecho falta más valentía e inteligencia entre la clase política para modificar la Constitución. Lo que tenemos hoy no es un zombi –una metáfora que ya me cansa–, pero sí un inmueble que está amenazado de ruina, lleno de grietas y apuntalado y, quizás lo más grave, que para muchos se ha convertido en inhabitable. 

–¿En ese proceso de deslegitimación sitúa usted la crisis en Cataluña?          

–Es parte, sin duda, de la misma descomposición. La crisis española es una cadena de pequeñas crisis: la financiera, la social y,  luego, todo el sistema ha entrado en crisis: las instituciones, la monarquía, el sistema de partidos, el aparato judicial y, claro, también la organización territorial. Y, como dije antes, todo tiene que ver no tanto con cómo se hizo la Transición sino cómo, a la vuelta de décadas, no han sido capaces de actualizar las cosas y dar respuesta a las nuevas necesidades y a una nueva sociedad. El problema catalán es una manifestación más de ese derrumbe.