Nos recibe en la cafetería de un céntrico hotel de Madrid y, de inmediato, despliega con locuacidad un recital de reflexiones sobre la multiplicidad de géneros en los que se mueve, elogia la obra de Borges, Rulfo y Onetti, cuya trayectoria ya había engrandecido la literatura latinoamericana antes de que detonase el boom de García Márquez, Vargas Llosa o Carlos Fuentes, transita por las arenas movedizas de la política catalana y habla de su última obra, El vértigo horizontal (Anagrama/Almadía, 2019). Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), cronista, ensayista y autor de ficción, ha publicado más de 20 libros --ganó el Premio Herralde en 2004 por su novela El testigo-- pero durante todo este tiempo nunca ha dejado de escribir sobre la infinitud de tiempos y contrastes de su ciudad natal, México D.F., en la que “se vive de millones de modos diferentes”. Una marea en la que un día decidió sumergirse en busca de nuevos relatos.
–En El vértigo horizontal se desdobla en múltiples facetas, como en una especie de palimpsesto de memorias: periodista, transeúnte… ¿qué quiere ofrecer?
–Hay que decir que todas las ciudades se viven a distintos ritmos. Hay una ciudad personal e íntima que es la ciudad de nuestros recuerdos más próximos: la de la infancia, la primera escuela, el primer trabajo, el primer amor, la ciudad de nuestros padres, la de la primera manifestación a la que asistimos… El vértigo horizontal tiene algo de ese ritmo personal que transcurre en clave autobiográfica, no tanto para hablar de mí sino para situarme como testigo de cargo que puede narrar la ciudad desde una manera próxima. Pero también las grandes ciudades tienen zonas que no conocemos y a las que sólo podemos acceder por curiosidad: hay muchos otros temas dentro de la ciudad de México que me han interesado periodísticamente.
–Utiliza el género de la crónica.
–Sí, existe otro registro que es el del cronista que busca aquello que no entiende para tratar de conocerlo. La ciudad de México, a su manera, son muchas ciudades porque hay enormes contrastes sociales entre un sitio y otro y he tratado de descifrar algunos de los rumbos de esta ciudad. Por ello hay situaciones dramáticas como la de los niños de la calle, muchos de los cuales llegan caminando desde Centroamérica, viven en alcantarillas… He recogido testimonios de ellos. Por otro lado, hay un barrio muy famoso por la piratería pero que es un auténtico bastión de la cultura porque se pueden conseguir todo tipo de CD’s relacionados con el anime japonés e incluso con conferencias en la Sorbona que no existen en el mercado oficial. Es una piratería que a su vez es la única forma de acceso a la cultura internacional.
También hablo de la lucha libre, que es muy importante en México: acaso el único género cinematográfico que ha producido el país es el de luchadores, que durante mucho tiempo desplegó una mitología de superhéroes que simultáneamente luchaban en el cuadrilátero del Arena México, el Arena Coliseo y otros lugares. Luego hay un reportaje sobre la pasión de Cristo que se desarrolla en Semana Santa en el barrio de Iztapalata. Son situaciones que no son habituales para alguien que vive en la ciudad, sino circunstancias que tú tienes que ir a buscar. El libro combina el registro más personal-memorioso y el del cronista y en ocasiones los mezcla.
–Durante cerca de veinte años ha escrito sobre la Ciudad de México, mezclando la crónica con el ensayo y el recuerdo personal
–Fíjate que la primera crónica fue escrita en 1994, poco después del levantamiento zapatista. Los zapatistas pusieron el tema de los pueblos originarios en la agenda de la modernidad. Los mexicanos solemos estar muy orgullosos del pasado indígena en la medida en que llenó nuestros museos de tesoros, dejó pirámides extraordinarias…, pero rara vez se habla de los indígenas en tiempo presente. Y los zapatistas, justamente, lo que dijeron fue que formamos parte del México contemporáneo, hemos sido excluidos y queremos pertenecer a él y tenemos legítimo derecho a hacerlo. Al mismo tiempo, pusieron el acento en que la herencia del mundo prehispánico forma parte del México de hoy. Entonces, de una forma instintiva, busqué algunas señas de contacto entre mi mundo urbano y este pasado.
Recuerdo, además, que en marzo de ese año me pidieron que escribiera una crónica sobre la ciudad de México y decidí escribirla sobre el metro, buscando precisamente esas claves. Todas las cosmogonías prehispánicas ocurren bajo la tierra: hay una gruta del origen y del final. El metro es eso, un recorrido subterráneo. Por otra parte, toda la iconografía del metro es pictográfica, como los códices prehispánicos: hay una pirámide en la estación Pino Suárez, hay frisos precolombinos que son modernos pero de inspiración antigua en la de Insurgente. Y, sobre todo, el metro es un sistema de segregación racial. Tú bajas a los túneles y ves que la mayoría de gente es morena, del color de la tierra, y si acaso te encuentras un rubio suele ser un turista. Para los blancos mexicanos el metro es algo que se toma en París o en otras ciudades. Los descendientes de los pueblos originarios están ahí bajo la tierra.
Ahora esta lectura que yo hice sin duda tuvo que ver con este despertar de una conciencia diferente, fue algo espontáneo y el origen de este libro: tratar de vincular tiempos de la historia, de resignificar la ciudad, interpretarla de otro modo incluso para mí mismo. Yo no la había visto así. Pero, naturalmente, al escribir esa crónica no pensé que iniciaba un libro. Fueron pasando los años y me encontré con un material que había crecido al mismo ritmo que la ciudad. Eran páginas y páginas, como los barrios de la ciudad misma. Hace ocho años pensé en darle una forma y quise que ésta fuese fiel a la multiplicidad de la ciudad, de los tiempos que se cruzan y de sus contrastes. Por eso se puede leer de principio a fin, pero también mediante distintas rutas de lectura.
–Como Rayuela
–Exactamente. Puedes pensar que te interesan unos personajes de la ciudad y sigues esa ruta, y dejar para después otras.
–Habla en su obra de sus “influencias culturales revueltas”, ¿a qué se refiere?
–Mi padre nació en Barcelona y creció en Bélgica, estudió en internados de jesuitas, recibió una educación francamente europea y llegó a México para concluir el bachillerato, mientras que mi madre pertenece a Yucatán, que es una región separatista como Cataluña, donde nació él. No es raro que ambos se separaran, cuando yo tenía nueve años, porque venían de tradiciones separatistas. Yucatán es un lugar que mezcla tradiciones muy singulares: la cultura del Caribe, la cultura maya, que está bastante viva... Es también una zona mucho más españolista que el resto de México, que tiene una alergia política hacia lo español muy marcada. Provengo de dos tradiciones muy diferentes y además estudié en el colegio alemán. Tras someterme a un examen que no recuerdo los profesores decidieron que estudiase todo en alemán y, efectivamente, fue una formación con muchas mezclas culturales. Quizá me creó un sentido muy confuso de la identidad. En el colegio yo no me adaptaba. Soy, además, el primogénito, con lo cual nadie me podía ayudar y tenía que esforzarme por duplicado: para entender algo, primero lo tenía que entender en alemán. Quizá esto hizo que me quisiera identificar con la ciudad misma. Decidí ser de esa ciudad. Era una manera fragmentaria de conocerla y una búsqueda de pertenencia.
Juan Villoro durante la entrevista con Esther Ballesteros / YOLANDA CARDO.
–¿Qué fue lo que le llevó a la literatura?
–Yo creo que, antes que pensar en la literatura, el futuro escritor tiene un gusto por el lenguaje y las palabras. El hecho de que estudiara todas las materias en alemán, excepto la lengua castellana, hizo que nada me gustara tanto como el español, porque era el idioma de la libertad, de la lengua suprimida que sólo podía usar en el patio del colegio o en esa única clase, y me alertó mucho de las posibilidades de la lengua. Todo lo que yo estudiaba en alemán era difícil para mí. No es que fuera muy inteligente en español, pero por lo menos podía salirme más fácilmente con la mía. Ahí hay un gusto por el lenguaje.
Me aficioné muchísimo a los grandes rapsodas de la radio, los grandes narradores de partidos de fútbol y las radionovelas. Había extraordinarios cronistas en la radio y, de hecho, el primer mundial que escuché, el de Chile de 1962, lo recuerdo como si lo hubiera visto en ese instante y como si hubiera sucedido ayer. Tenía un sentido de la narración sin pensar que eso fuera literatura. Tardíamente llegué a la lectura, leí por obligación algunos libros en la escuela, pero sin mayor interés, y no fue sino hasta las vacaciones previas al bachillerato cuando descubrí un libro que me cautivó para siempre y me convirtió en un lector hedónico, en alguien que no leía por obligación sino por gusto.
Se llama De perfil, del escritor mexicano José Agustín, y se ubica en las vacaciones previas al bachillerato, en un barrio de clase media, con un protagonista que es un gran fanático de la música de rock, cuyos padres se estaban separando... Era una literatura en espejo, me sentí identificado tanto con ese personaje que me vi incluido en la trama y, sobre todo, sentí que si yo era capaz de escribir con la misma gracia, picardía e intensidad sobre mi mundo, lo que hasta entonces era un horizonte sin brújula, sin sentido alguno, podía cobrar un relieve inusitado. Me pareció que si yo narraba mi vida la podía dotar de un significado que no tenía hasta entonces. Pero claro, estoy lo digo ahora, entonces simplemente quise escribir. No tenía todas estas teorías que se acumulan cuando uno piensa de forma retrospectiva. Con la vida entiendes lo que sucedió, pero en ese momento leí un libro y quise escribir otro con ese impulso totalmente irresponsable del que acaba de descubrir un medio expresivo maravilloso.
–¿Es la literatura una forma de resarcirse del mundo que nos rodea?
–El mundo es bastante imperfecto, está bastante mal hecho. El destino no siempre es favorable con nosotros y necesitamos compensarlo mentalmente, soñamos, nos enamoramos, nos ilusionamos, tenemos esperanzas y acudimos a remedios como la literatura o el arte. Creo que todo esto justifica plenamente que nos podamos interesar en las expresiones artísticas. La verdad es que mi vida se enriqueció muchísimo a partir de ese descubrimiento placentero de la lectura. Si yo tuviese que escoger un lector ideal, no elegiría a un erudito que ha leído todos los libros y, además, quiere leer uno mío, aunque desde luego me diera gusto que lo hiciera.
El lector perfecto para mí es el que nunca ha leído por gusto y, de pronto, descubre que ese es un surtidero de placer y su vida cambia porque le agrega una realidad adicional. El que dispone de la lectura tiene un mundo paralelo que expande la importancia del mundo real. Tiene algo de evasión pero es una evasión plena en la medida en que complementa la realidad, porque tiene que ver con ella: regresas al mundo de los hechos después de haber leído a Kafka y hay algo kafkiano en el mundo, regresas después de haber leído a Shakespeare y el mundo es shakesperiano… Te permite entender mejor la vida. Esa expansión de la experiencia artística es maravillosa porque puedes también dotar de mayor sentido a lo que te ocurre.
–¿Entiende el ensayo como una exploración del yo, como Montaigne, Descartes o Rousseau?
–Montaigne acuñó la palabra diciendo que se ensayaba a sí mismo, él era su propio campo de observación, su laboratorio. Yo no escribo ensayos tan personales, los ensayos literarios que he escrito tienen que ver con otros autores, por supuesto, ahí están involucrados mis pasiones, mis intereses… pero siempre digo que es un striptease al revés, en lugar de ir descubriéndote, quitándote prendas, te vas cubriendo de citas de otros autores para definirte.
–Alguna vez ha comentado que los autores consagrados cuya obra ofrece una alta complejidad literaria suelen desconcertar a los lectores, algo que, sin embargo, no sucedió con Pedro Páramo, aun siendo la primera obra de Juan Rulfo…
–Mira, hay tantos grandes escritores que agregar algo inédito a la literatura desconcierta, porque por definición lo nuevo no tiene por qué ser aceptado. Es algo suficientemente transgresor para desconcertar y sólo con el tiempo ciertos autores se van volviendo moneda corriente. Pero hay casos excepcionales y considero que el de Rulfo es sorprendente. Pedro Páramo es una novela con alto grado de complejidad, tiene una estructura fragmentaria y, además, la publica en un momento en que esto no es tan habitual: no hay personajes vivos, el protagonista, Juan Preciado, llega vivo a la novela pero muere a la mitad y, sin embargo, la novela continúa como un coro polifónico de voces sueltas. Es una novela muy poética pero que no tiene una trama clara, la vas armando conforme la vas leyendo. Tuvo la fortuna de contar con lectores muy significativos, uno de ellos español, Carlos Blanco Aguinaga, que escribe el mismo año de la publicación de Pedro Páramo una nota reveladora sobre el libro. Carlos Fuentes, que era un joven escritor, de inmediato admira la novela y empieza a convertirse muy pronto en un libro apreciado. Yo creo que esa es una circunstancia muy venturosa.
En Argentina hay un autor, Manuel Puig, que tuvo una suerte parecida. Es un escritor mucho menos complejo pero que incorporaba recursos que no eran habituales en la literatura y que podrían haber sido desechados, se hubiera podido considerar un autor frívolo porque abrevaba de la cultura popular: tenía que ver con el folletín, la radionovela, con formas como el melodrama, el kitsch… Todo esto lo convirtió en una literatura de gran poderío oral. Es una obra muy dialogada. Podría haber sido rechazado por la crítica pero muy rápidamente en Argentina la crítica hizo un viraje y dijo que era el autor que necesitaban después de Borges. Renovó la literatura pero desde discursos ajenos a ella, incluso parecerían ser adversos a la literatura como el melodrama, la sensiblería, la cursilería, todo el mundo del tango, el bolero… Todo lo que él incorpora es extraordinario y la crítica lo comprende rápidamente. Esto es muy significativo.
–Y en México, ¿ha sucedido algo parecido desde Rulfo?
–En México hay un autor que fue inmediatamente aceptado por el público pero no por la crítica: Jorge Ibargüengoitia. Es un escritor con gran sentido del humor, divertidísimo, el gran ironista de la literatura mexicana. Aquí en España preparé una antología de sus crónicas, en la editorial Reino de Redonda que dirige Javier Marías: Revolución en el jardín. Es un autor notable que tuvo inmediato contacto con el público porque es muy ameno. Sin embargo, la crítica no lo tomó en serio porque en México el sentido del humor no ha sido visto como un atributo intelectual, sino como una forma de diversión y, aunque la gente sí que tiene mucho sentido del humor, las obras canónicas de nuestra literatura suelen ser más bien desgarradas: hablan de quebrantos, de situaciones muy duras. Ibargüengoitia, siendo mucho más accesible que Rulfo, costó más trabajo que la crítica lo valorase. Sólo a partir de finales de los ochenta y principios de los noventa su obra se empezó a valorar.
–¿Cree que en España ha ocurrido algo similar?
–En todas las literaturas sucede esto. Francisco Rico tiene un ensayo maravilloso sobre cómo El Quijote fue durante mucho tiempo visto en España como un libro sumamente divertido y pasaron siglos para que se convirtiera en un auténtico clásico. Fue percibido como una gran obra literaria antes en Alemania, Francia e Inglaterra. Era un libro célebre desde el principio, que conectaba con la gente, pero tardó quizás más de cien años en ser valorado como la obra fundacional de la literatura moderna en todo el mundo.
–Ha comentado que tanto Bolaño como usted coincidían en que la única prueba de calidad literaria de un texto propio es releerlo al cabo de un tiempo y percibir que ha sido escrito por otra persona… ¿Lo sigue pensando?
–Desde luego. Lo comentamos en su día porque uno de los grandes predicamentos de un autor es la autoevaluación: hasta dónde puedes darte cuenta de la calidad, si es que existe, de tus textos, qué tan objetivos pueden ser para ti mismo. Y coincidíamos en que la única certeza de que algo quedó bien es cuando adquiere cierta autonomía y sorprende al propio autor hasta el punto de parecerle que lo escribió otro, con lo cual no tienes mucho derecho a sentirte orgulloso y mucho menos a envanecerte de lo que escribiste porque lo mejor de tu escritura es que parece ajena. Esa despersonalización es esencial y forma parte del hecho literario. Arthur Rimbaud decía “yo es otro”. Se desdoblaba al escribir.
–En un pasaje de El vértigo horizontal compara Barcelona con La persistencia de la memoria, de Dalí…
–Así es, hablo de Barcelona como una ciudad que ha conservado su parte fundamental, una traza urbana muy estable. Aunque hay muchas obras de arquitectura moderna es una ciudad que se ha mantenido fiel a sí misma durante mucho tiempo, a diferencia de la ciudad de México. Mi hija realizó un dibujo infantil cuando vivíamos en Barcelona y los lugares que dibujó eran prácticamente los mismos que los que mi padre vio cuando era niño. La ciudad de la infancia de mi padre era prácticamente idéntica a la ciudad de la infancia de mi hija. Me pregunto si ella sería capaz de hacer algo parecido en la ciudad de México, y desde luego la respuesta es no porque, para empezar, no podría hacer un dibujo unitario de la ciudad, un mapa, porque no tiene un sentido de la totalidad. En cambio, en Barcelona está el mar, la montaña, el parque de la Ciudadela… es muy fácil incluso para un niño tener una cartografía clara y, salvo el acuario o algún otro edificio, todo lo demás era idéntico a lo que mi padre había visto de niño. Es una ciudad constante, por eso recordé ese título maravilloso de Dalí.
–¿Puede decirse que el gran momento de la literatura latinoamericana se forjó en Cataluña?
–Fíjate que a mí me parecen más interesantes los escritores anteriores al boom. Creo que la gran generación de la literatura latinoamericana está constituida por Onetti, Borges, Bioy Casares, Felisberto Hernández, Rulfo… Son autores previos al boom pero, de alguna forma, se dan a conocer después. Pero, efectivamente, el boom tuvo dos plataformas distintas: una política y otra editorial. La política fue La Habana: todos coincidieron allí, estuvieron cerca del premio Casa de las Américas, fueron muy de izquierdas y algunos lo siguieron siendo, mientras otros, como Vargas Llosa, se distanciaron de lo que pasaba en la isla, al igual que Carlos Fuentes de distinta manera. La Habana fue un centro político muy importante y el centro editorial, por supuesto, fue Barcelona.
–José Donoso, en Historia personal del boom, lamenta que “ya nadie recuerda que en un tiempo lejano, allá en Barcelona por los años sesenta, a la sombra de las grandes editoriales y editores y premios literarios de prestigio auténtico, y de la buena amistad de algunos escritores catalanes (…) existió un momento germinativo y fraterno de cohesión (…) que brevemente, incompletamente, pudo llamarse boom. ¿Ha perdido Cataluña el contacto con Hispanoamérica y su literatura?
–La situación es muy distinta hoy en día, porque en Barcelona surgió la gran agente literaria que fue Carmen Balcells, el premio Seix Barral y surgieron editoriales independientes como Tusquets, Anagrama… Fue un momento único y ciertamente irrepetible. Desde luego, la vocación hispanoamericana de Cataluña no es la misma, hay una parte que sigue muy pendiente pero otra parte que está buscando otros destinos.
–¿Cree que en un futuro podría producirse un segundo boom?
–Creo que no y creo que no necesitamos un segundo boom para nada, porque el primero tuvo que ver con la espectacularidad de ciertos escritores que se convirtieron en figuras públicas. Tomás Eloy Martínez dirigía una revista en Argentina en la que nunca había aparecido un escritor en la portada: aparecía el Papa, políticos, actrices famosas…, nunca un escritor, y él puso a García Márquez en la portada. El escritor latinoamericano se convirtió en una figura mediática que opinaba de demasiados temas, se convirtió en un profeta que podía opinar de casi cualquier cosa y esa espectacularidad le dio un peso importante a la literatura. Recuerdo, cuando era adolescente, leer en el diario Excelsior, que era el que se recibía en casa, en primera plana entrevistas con Julio Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez… Era notable que un escritor fuese tema de primera plana de un periódico. Eso fue importante, pero creo que la literatura, de manera más profunda, circula por otras vías. Como decía antes, autores como Onetti, Rulfo o Borges no estaban en ese circuito y, sin embargo, creo que han tenido un calado más hondo si exceptuamos el caso de García Márquez, que es un escritor único.
–¿Ya no es necesario pasar por Barcelona o Madrid para consagrarse?
–Es una pregunta extraordinaria porque no tiene respuesta [se ríe]. Ciertamente, el mundo editorial sigue dependiendo de España. En los países de América Latina no hay una editorial que pueda hacer que los libros circulen por todo el continente con la fuerza con la que lo hacen las editoriales españolas. Los principales medios de información escritos en lengua española siguen siendo españoles y hay una relativa dependencia todavía. Eso, por un lado, es mérito de España y, por otro, demérito de nuestras débiles industrias editoriales. Yo colaboro con una editorial que no sólo es mexicana sino de la provincia de Oaxaca, que es Almadía. Curiosamente, El vértigo horizontal es una coedición con Anagrama, algo que nunca se había hecho. Con Almadía he publicado unos doce libros. Es un intento que estamos haciendo por reforzar proyectos independientes en México para no depender tanto de la metrópoli.
–¿Cree que el nacionalismo catalán está provocando el éxodo de autores hispanoamericanos y una desbandada editorial, como en alguna ocasión ha manifestado Santiago Roncagliolo?
–La verdad es que no lo sé, porque Rodrigo Fresán sigue viviendo en Barcelona, igual que Juan Pablo Villalobos, Jordi Soler o el propio Roncagliolo. Ciertamente, he sido testigo de divisiones y polarizaciones en la opinión de mis familiares, porque yo tengo familia allí, y muchos amigos. Hace veinte años los independentistas eran el diez por ciento de la población y ahora son el cincuenta. Pero creo que las culturas, afortunadamente, no dependen demasiado de las políticas públicas ni de las discusiones ideológicas. En Estados Unidos, por ejemplo, tenemos una política nefasta por parte de Trump y sin embargo han surgido muchos polos de resistencia, algunos de ellos en las universidades. Por un lado, está la discusión de un proyecto político y, por otro, una realidad que no depende sólo de la discusión política.
–¿Se está convirtiendo México en la nueva capital de la edición?
–Eso dice Roncagliolo y se lo debemos agradecer. No sé si los mexicanos tenemos suficiente espíritu empresarial y pujanza. Hay buenas editoriales independientes, una gran energía social, un mercado potencial de literatura enorme, un gran gusto por la fiesta y el jolgorio… Si las editoriales se asocian con carnavales, fiestas, ceremonias y reventones podemos aportar bastante [se ríe]. Sí, porque somos increíblemente fiesteros. A la presentación de un libro en México pueden ir 300 personas y no lo puedes creer, pero es que lo más importante es que después va a haber tequila. Hay un sentido muy gregario, muy participativo, pero el pretexto es un libro y me parece muy legítimo y estimulante que en nombre de un libro la gente se reúna para fiestear.
–Produce hasta envidia…
–Los mexicanos tenemos una gran capacidad de hacer cosas espontáneas, improvisadas fuera de programa, y somos no tan buenos para todo lo que depende de proyectos a medio y largo plazo. Una editorial requiere de un catálogo en el tiempo y no es tan repentino todo. Almadía es mi gran apuesta, ya está distribuyendo en otros países de América Latina y ojalá se convierta en una alternativa importante. Almadía es una palabra de origen árabe, es una barca que comunica dos realidades, dos orillas, como un ferry. Me parece que la vocación de Almadía de conectar dos realidades diferentes se cumple con esta edición.
–¿Es fácil triunfar en la literatura?
–La sociedad contemporánea le da demasiada importancia a la idea del triunfo. Recuerdo un número de El País Semanal en el que dedicaban varios reportajes a la idea del triunfo. Salían Javier Cercas y David Bisbal. Me parece un poco absurdo pensar la literatura en términos de éxito. Todo éxito literario es relativo: puede ser pasajero y, de hecho, hemos visto muchos casos de escritores entronizados que cautivaron a una época y luego fueron olvidados. En España, Blasco Ibáñez: era un autor al que la generación de mi abuela leía como hoy se lee a Pérez Reverte. Un autor muy popular y, de repente, desapareció.
También sucedió con Jardiel Poncela. Autores que fueron inmensamente famosos desaparecen y otros no desaparecen nunca como Shakespeare o Cervantes. Hay escritores con un halo un poco trágico, como Onetti, cuyos personajes son personajes derrotados, sin futuro y, de algún modo, su literatura ha pasado por reconocimientos, redescubrimientos y eclipses. No hay que preocuparse demasiado . Lo más importante para un autor es poder escribir y poder publicar y, si acaso es posible vivir de ello o de algo parecido, como el periodismo, eso es privilegio suficiente. No hay que preocuparse de nada más. Por ejemplo, a Kafka le fue peor que a nosotros y probablemente era el mayor autor del siglo XX.
–El autor catalán Àlex Figueras comenta en su último libro, Davant del camps i de la nit, que un escritor “es un artesano cuya principal herramienta son los ojos que miran más que las manos que cogen el bolígrafo”, es decir, que para escribir hay que ser observador. Usted prefiere escuchar las historias de los demás...
–Es algo que comparto plenamente. Es la curiosidad por el mundo. No necesariamente hay que estar todo el rato con el bolígrafo en la mano tomando notas sino ver, escuchar. La inspiración es el nombre sublime que le damos a la curiosidad. Realmente, cuando piensas en cómo te llega la inspiración, como si fuera un dictado divino, en realidad de lo que podemos estar orgullosos es de nuestra curiosidad por el mundo, por los demás. Tienes que ver y oír como escritor y en algún momento eso podrás escribirlo. Creo que es lo que define a un escritor. No necesariamente estás escribiendo en la página cuando ya estás pensando literariamente, y eso depende mucho de tener las antenas puestas. Oír algo y ver algo que puede formar parte de una historia.
–En el último Congreso de la Lengua, el director del Instituto Cervantes manifestó que el español es de todos y que quedan muy atrás los tiempos en los que España decidía qué y cómo debía hablarse con corrección. ¿Han quedado atrás las viejas hegemonías de la lengua?
–Creo que esa es una visión muy progresista que yo comparto plenamente, pero desde luego sigue habiendo hegemonías y eso lo podemos ver, por ejemplo, en los criterios editoriales y en las traducciones. Yo traduzco y la mayoría de autores latinoamericanos tenemos un sentido panhispánico de la lengua. Sabemos que al traducir debemos y queremos utilizar un tipo de español que pueda circular en distintos países. Inevitablemente, de pronto, utilizamos algún modismo que proviene de Argentina, de Colombia, de México. Pero, por ejemplo, Borges, cuando traduce, no usa la palabra pollera sino falda, no usa living sino vestíbulo, no usa regionalismos argentinos y, por el contrario, hay una costumbre muy asentada en España: lees un libro del austríaco Arthur Schnitzler como El teniente Gustl, en el que aparece un tipo muy fuerte, muy fornido, y de repente te encuentras con que el traductor se refiere como un tío cachas. La verdad es que es difícil imaginar a un teniente del Imperio Austrohúngaro diciendo eso. También en un libro de Coetzee se alude al principio a la palabra michelines, cuando es un término que viene de una marca comercial que se adoptó en el español de España. De manera inconsciente se ponen españolismos de esa forma.
–¿Hay que rebatir ese purismo idiomático?
–Quizás la principal propuesta que hizo la Academia de la Lengua en México fue que se aprobara la palabra españolismo, porque no todo lo dicho en España tiene sentido para el resto de la comunidad hispanohablante. Pienso que a estas alturas hablamos un idioma que es el hispanoamericano, no el español, y que está muy mezclado. Sigue habiendo desde luego hegemonías y, además, el peso económico y político de España en Latinoamérica es muy fuerte. Es entonces cuando se produce una simetría que define mucho lo demás.