Profesor de la Universidad de Barcelona y crítico literario, Jordi Gracia acaba de publicar Contra la izquierda (Anagrama), un breve ensayo de subtítulo revelador: "Para seguir siendo de izquierdas en el siglo XXI". En sus páginas encontramos algunos de los temas clave del ensayismo de Gracia y una dura crítica a la izquierda que no se ha adaptado a los cambios sociales, económicos e históricos; una corriente política que, según su opinión, sigue aferrara a unos mitos hoy difícilmente comprensibles.
–En Contra la izquierda usted critica este ala política por su relación con el relato del franquismo, su resistencia silenciosa y la necesidad de reconstruir un relato no sé si más ecuánime…
–Un relato más veraz, aceptando tanto lo bueno como lo malo, tanto aquello que nos subleva o nos disgusta como aquello de lo que podemos estar orgullosos y ser referentes. Puede que sea una obsesión la de revisar, pero define el oficio del historiador y la actitud crítica de un ciudadano comprometido con su tiempo. Revisar no significa degradación intelectual. Es ver desde nuestro punto de vista la confección del pasado y averiguar dónde hubo errores, trampas o deformaciones flagrantes por un interés coyuntural histórico. Y hacer esto es parte de nuestra obligación para poder reconocer la integridad del pasado, tanto si nos conviene como si no nos conviene.
–Seguramente El estado de la cultura y La resistencia silenciosa sean los dos ensayos que más dialogan con Contra la izquierda.
–Puede ser, pero también dialoga con este texto El intelectual melancólico. Lo que quería era tratar de proyectar la mirada más limpia posible sobre aquellos valores que compartimos desde la izquierda. Y es precisamente por esto que voy contra los míos. Es muy fácil ir contra la derecha. Lo complicado es ir contra la lo que pienso y ver dónde hemos puesto el algodón y dónde hemos acentuado la acritud, preguntarme si había motivaciones y si teníamos razón. Este librito quiere llamar la atención sobre algunos ingredientes del discurso de la izquierda que me parecen contraproducentes para su prosperidad política.
Jordi Gracia delante de la Universitat de Barcelona, donde es docente / LENA PRIETO
–Usted critica particularmente a la izquierda por idealizar la República.
–Cuando hablo de la idealización de la República lo hago porque ya tenemos asumido, toda la izquierda, que esos cinco años fueron los mejores de la historia democrática española hasta 1978. Y, dado que esto ya lo sabemos, podemos empezar a mirarla de otra manera, aplicando los mismos criterios de honradez analítica y de información solvente que aplicamos a otros periodos. El hecho de que sea nuestro antecedente más próximo de institucionalización democrática debería servirnos para verlo también con sus defectos, porque lo que es evidente es que la democracia es la consolidación de lo que la República no fue capaz de hacer. Con una perspectiva histórica, es inequívoco que aquello que ha cumplido la democracia, con múltiples obstáculos, dificultades y carencias, es aquello que no fue capaz de conquistar la República por sus errores y, sobre todo, por la enemistad que suscitó entre las fuerzas tradicionales conservadoras.
–También es crítico con quienes ponen en cuestión la Transición y el relato construido en torno a ella.
–Yo voy contra la banalización de esta etapa. Me revienta sobremanera que haya prosperado una metáfora tan dañina como la del candado del 78, que no solo deforma lo que verdaderamente se construyó a partir de esa Constitución, sino que banaliza un periodo extraordinariamente complicado, que podría no haber salido bien pero que consiguió consolidar un estado democrático equiparable a cualquier otro de la Europa contemporánea. Negar esta conquista me parece una irresponsabilidad frívola. Esto no quita que sea necesario un análisis de las deficiencias profundas.
–La metáfora del candado del 78 se basa en la idea de que aqullos años se sustentaron en un pacto de silencio.
–No estoy de acuerdo. Fue un pacto de supervivencia. No había otra manera de hacerlo mas que buscando una reconciliación entre quienes venían del franquismo y quienes venían del antifranquismo. Si no queríamos volver a matarnos, era necesario encontrar el punto de unión para conseguir armar una cierta paz social que permitiese hacer elecciones, cambiar gobiernos, renovar instituciones… ¿Fue frustrante no poder hacer muchas cosas? Claro que sí. ¿Alguien cree que 40 años de dictadura se superan en un fin de semana? No fue un pacto de silencio, sino de supervivencia, puesto que cada uno de los bandos tenía intereses suficientemente claros para ceder.
–¿La figura del rey Juan Carlos, designado por Franco, simboliza que la Transición no supuso una verdadera ruptura?
–Para mí es una gran mentira en términos institucionales. La asociación que durante la República hubo entre república y democracia en la Transición se convirtió en una asociación entre democracia y monarquía, atendiendo a la realidad humana, institucional, política y cultural de una España que salía de 40 años de estrangulamiento de las libertades sociales y políticas, de ausencia de cultura democrática. Como decía Javier Pradera, la democracia se descubrió a medida que se fue haciendo. La gente no tenía nociones reales ni práctica social de ella anteriormente.
Jordi Gracia en un instante de la entrevista para 'Letra Global' / LENA PRIETO
–En La resistencia silenciosa plantea la existencia de determinados intelectuales que, durante el franquismo, ejercieron una resistencia ideológica dentro del país.
–El dato que yo quería remarcar es que bajo el franquismo, y en las condiciones más opresivas, hubo sectores intelectuales capaces de reactivar la aspiración de una modernidad civil, laica, europeísta y protodemocrática. Digo protodemocrática, porque por entonces no se sabía muy bien lo que era la democracia. Esos sectores movilizaron a otros sectores minoritarios bajo el mandato de Franco y pusieron las condiciones objetivas para que, a la muerte de Franco, se pudiera desarrollar una Transición real. En parte, la duración tan larga de la dictadura propició que nuevas generaciones sin miedo a la guerra se atreviesen a decir y hacer cosas penadas por el régimen. Esto vale para una especie de lobby cultural, que existe desde mediados de los sesenta y que el régimen no pudo frenar; pudo censurar y multar, pero no frenar.
–Usted sostiene que estos sectores intelectuales estaban estrechamente vinculados a la tradición liberal.
–Quizás fue un error del libro no explicarlo mejor. Me refiero a liberal en el sentido más abarcador de la palabra: el cauce central en el que la racionalidad, la modernidad y el peso de lo civil constituían los elementos centrales de la noción de sociedad, donde la tolerancia es un valor inequívoco, el diálogo público es una condición necesaria y la libertad de expresión un caldo de cultivo. Esta es la tradición liberal a la que me refiero. Tú me dirás que los comunistas no pertenecen a la tradición liberal, pero la estaban construyendo. Aunque ellos no tuviesen en la cabeza una idea de democracia representativa estaban trabajando para que el debate de ideas, la libertad de las mujeres con su cuerpo y la contracultura como manifestación moderna formasen parte de la vida pública.
–Las críticas de Gaziel en Meditaciones en el desierto hacia Ortega y Gasset por su condescendencia con el franquismo --critica, entre otras cosas, que inaugurara "la cátedra del Ateneo de Madrid, bajo el retrato de Franco y aceptando la presidencia del Delegado de Prensa y Propaganda del Movimiento"-- pone en cuestión la figura de Ortega como un resistente silencioso.
–Lo que hay que entender es que en Gaziel habla el rencor y la tristeza. Cuando regresa a España, Ortega se siente no solo inútil, sino utilizado. Gaziel esto no lo sabe. ¿Hasta qué punto está informado de las condiciones de Ortega en la España del franquismo? Ortega estuvo sometido a las mismas condiciones de represión y control que cualquier otro intelectual. Él creyó que, siendo Ortega, podría ejercer alguna forma de liderazgo liberalizador, pero descubrió que lo habían engañado. Por tanto, ¿cuál es el reproche de Gaziel a Ortega? Que no diga lo que debe decir en términos de restitución de la tradición liberal. ¿Por qué no lo decía? Porque si lo decía, le censuraban, así que dejó de decirlo. ¿Qué le pasa a Gaziel? Lo mismo. Tiene que refugiarse en un diario, que se publicará 30 años después, para quejarse. Otra vez se trivializan las durísimas condiciones de supervivencia bajo una dictadura, como si no fuera un estado de terror. Todos estaban aterrorizados, incluido Ortega.
–Gregorio Morán sostiene en El maestro en el Erial que Ortega recuperó su cátedra y su sueldo a su regreso a España en 1945.
–Es mentira.
Anna Maria Iglesia y Jordi Gracia durante la entrevista / LENA PRIETO
–¿No lo recuperó? ¿La situación económica de Ortega y Gasset era equiparable a la de Gaziel?
–Ortega no tenía otra fuentes de ingresos que no fuesen sus libros. Dejó de colaborar con La Vanguardia porque le censuraban sus artículos y él no estaba dispuesto a escribir aquello que le imponían. Empezó a levantar cabeza gracias al éxito que, a partir de 1948-1949, van teniendo sus libros traducidos en Estados Unidos y en Europa y empiezan a darle premios que le permiten viajar durante los últimos siete u ocho años de su vida como una figura internacional. Esto le da un cierto desahogo económico. La editorial la refundaron sus hijos. ¿Por qué? Porque son vencedores, son franquistas y falangistas y, por tanto, la editorial prospera, pero no de forma boyante.
–Si bien no son tan fuertes, las críticas de Gaziel a Baroja también cuestionan su papel dentro de la resistencia silenciosa.
–¡Pobre Pío Baroja! ¿Nos hacemos una idea del nivel de devastación que hay cuando todo el mundo que has conocido se acaba? ¿Fue cobarde al sumarse al franquismo? Claro que lo fue. ¿Intentó no ser excesivamente adulador? Efectivamente. ¿Llegó a ser crítico con el falangismo y con el franquismo? Sí. Hay que tener en cuenta que hablamos de un escritor que se ganaba la vida literalmente publicando artículos y libros. No es un funcionario, no es un catedrático. ¿Por qué no remarcamos que Baroja mantuvo una cierta dignidad bajo un estado totalitario como fueron los primeros cinco años con Franco y no incurrió en adulaciones abyectas a los vencedores? ¿Por qué no rescatamos esto? Ciertas actitudes no lo hacen muy digno, puede que no, pero tampoco lo vejan, como quiso hacer Jaime Gil Vera en un libro desenfocado.
Andrés Trapiello en Las armas y las letras…
–Este libro fue trascendental. En la academia muchos hacen como si no existiera, pero fue capital porque no lo escribió la universidad, que es desde donde se tenía que haber escrito, sino un escritor profesional.
–Trapiello observa que el canon literario del siglo XX está, en parte, condicionado por el factor ideológico.
–Es así, en los últimos años del franquismo se comienza a construir un canon politizado en el que los buenos son de izquierda y los malos son de derecha y, por tanto, no cuentan. Esto es lo que pasó y, en parte, se entiende: es lógico que entre los años sesenta y setenta la movilización intelectual, literaria y crítica de izquierdas reparase en aquellos que debían ser restituidos, que eran los derrotados y los exiliados. ¿Para qué hablar de Agustín de Foxà, que era un padre de la patria? Se trataba de recordar que existían nombres como Luis Cernuda, Juan Ramón Jiménez o Max Aub. Esto era lo que se tenía que hacer entonces, pero sorprende que cuando sale el libro de Trapiello, en 1993, todavía no hubiera una corrección del canon para hacerlo más equilibrado y ecuánime, de tal manera que pudiéramos leer a Sánchez Mazas o a Foxà como escritores fascistas, pero escritores. ¿Podemos evaluarlos como escritores y no solo como fascistas? Esto es lo que requiere la salud democrática de un país.
Jordi Gracia hablando sobre la historia reciente de España / LENA PRIETO
–Déjeme preguntarle sobre los intelectuales de la Transición, cuyo papel ha sido puesto en discusión. ¿Hasta qué punto los aupados y protegidos por el PSOE representaron una cultura acrítica y se pusieron al servicio de un sistema que les ha mantenido hasta ahora?
–Este discurso es el de la Cultura de la Transición (CT), operación liderada por Guillem Martínez que se basa en una mirada retroactiva sobre el pasado motivada por las carencias del presente, trivializando la riqueza cultura, intelectual y literaria que se activó durante los primeros 15 años de este periodo, que consiguieron constituir las bases de la cultura democrática. Pretender que lo único que hubo es adocenamiento, docilidad y actitud acrítica es simplemente ignorar lo que se publicó, se firmó o se pintó en los años setenta y ochenta.
–¿No es acaso a través de una mirada retrospectiva y crítica que podemos comprender el presente? Dicho con el refranero, de esos barros, estos lodos.
–Para nada. Este es el discurso de la CT, no el mío. Mi discurso es el contrario. Creo que los déficits de la cultura democrática son hijos del adocenamiento de la democrática. Sin embargo, nos retrotraemos a la Transición para echarle unas culpas que no son suyas, sino de una democracia que fue demasiado conformista, ociosa, encantada de conocerse a lo largo de los noventa. ¿En aquellos años nadie detectaba que su institucionalización se había hecho de forma muy rápida y había que comenzar a reformar determinadas cosas, a cambiar la ley electoral, la ley de financiación de partidos, el modo en que se eligen las altas instancias de los tribunales españoles..? Este análisis no es sobre la Transición, sino sobre el modo en que se dejó vegetar a una democracia sonámbula.
–Volviendo a la figura del intelectual, ¿no podríamos decir que ciertos intelectuales aupados por el socialismo aceptaron el relato oficial, anularon el discurso crítico para mantener su posición de privilegio y no contradecir a quienes los habían situado?
–La manera de contestar a esta pregunta es tratando de rehacer la historia del bombazo que significó la creación de El País y su institucionalización como poder político y cultural. Hoy no hay nada comparable. ¿El Gran Wyoming? ¿Jordi Évole? No son comparables. El nivel de influencia y de encarnación de la nueva España de izquierdas que fue el El País desde finales de los setenta y durante los ochenta fue enorme. Reprochar a aquellos años la creación de una clase cultural e intelectual plenamente democrática capaz de transformar cultural, institucional y políticamente este país es una actitud equivocada y rencorosa. Puede ser que ese éxito pudo propiciar herencias e inercias que han acabado siendo bloqueadoras para la aparición de otras generaciones, pero la culpa no está en haber creado una institución como El País, que ayudó a cambiar y dignificar la cara de la cultura española.
Un momento de la entrevista de Jordi Gracia para 'Letra Global' / LENA PRIETO
–En uno de sus ensayos Marcelo Cohen habla de la prosa de Estado. El problema no está tanto en el periódico, sino en su réplica acrítica.
–Entonces estamos hablando del establishment, de la sensación de que una creación tan poderosa y tan nueva como El País fue consolidándose e institucionalizándose de manera que acabó confundido con la voz de la prosa del Estado. Puede ser en términos de marca, en términos simbólicos. Lo que me gustaría es que fuéramos a releer lo que escribían los señores que firmaban con su nombre en ese periódico y en otros, no vaya a ser que la prosa de Estado esté más extendida de lo que creíamos. A lo mejor de lo que hablamos es de cómo se consolida un Estado, de cómo crea su establishment y de qué manera se combate desde los márgenes esta consolidación. Alguien debería hacer un estudio para averiguar si El País o La Vanguardia expulsaron a voces como Gregorio Morán del establishment. ¿O es que Morán no era también parte? Y esto no pasó hasta hace dos años.
–Podríamos citar el caso de Haro Tecglen, que fue relegado a la sección de televisión.
–Ya, pero estamos hablando de un tiempo muy reciente. Basta leer los artículos de Javier Pradera para darse cuenta de las continuas críticas que realizaba a los socialistas desde El País, pero esto no se cuenta. El País tuvo una influencia que no tuvo ningún otro periódico, pero hablo de El País de entonces, el de ahora ha cambiado, sobre todo en Cataluña. Los movimientos de recolocación independentista-antiindependentista han afectado a la prensa. Sería bueno que, de la misma manera que nadie acepta que 1945 no es igual a 1965, no incurriéramos en la tontería de creer que la España de 1986 es equiparable a la de 2006. Las mutaciones que viven los medios y la prosa de Estado, nos obliga a fragmentar periodos. El País fue uno en 1976, otro a partir de 1980, otro a partir del 90. Y seguramente otro a partir del 2000 y pico.
–El intelectual melancólico era un ensayo crítico con La sociedad del espectáculo, donde Vargas Llosa habla de una pérdida de referencialidad --de poder-- intelectual.
–Yo creo, más bien, que ese libro revela una reeducación insuficiente en tiempos que han rebajado la elasticidad interpretativa de Vargas Llosa a la hora de enfrentarse a realidades que le pillan descolocado. El libro complementario al de Vargas Llosa sería el de la identificación de la cantidad de cosas potentes, heterodoxas, refrescantes y creativas que se están generando en la cultura actual. Quizás él o no las conoce o no las identifica como las formas de una cultura crítica. Habría que averiguar dónde está la disparidad y este libro complementario lo debería haber escrito uno de vosotros.
–Uno de los autores contemporáneos al que ha prestado más atención es Javier Cercas. Al final de Contra la izquierda, en un apartado sobre maneras de ser de izquierdas, mencione a Cercas y a Marta Sanz.
–¿Por qué?
Jordi Gracia en la plaza Universitat de Barcelona / LENA PRIETO
–Pensando en Daniela Astor y la caja negra o Éramos mujeres jóvenes, creo que Sanz plantea un contrarrelato de la Transición, no sólo porque sitúa en el centro al sujeto femenino, sino porque cuestiona el relato oficial de este periodo y, como ella misma afirma, la imbrica en el presente, en la crisis del presente.
–No lo veo así en absoluto. Sí que creo que puede haber malas lecturas que polarizan a dos autores que, para mí, son fundamentalmente cómplices a pesar de las discrepancias puntuales. Solo que no hay una sola manera de ser de izquierdas; esta es una fantasía estalinista. Por fortuna, la izquierda no es monolítica, tiene muchos modos de comportarse y de activar su discurso. Lo voy a decir de otro modo: mientras Marta Sanz tiene una inclinación más clara por la izquierda ideológica en clave de militancia actual, la izquierda de Cercas ha operado fundamentalmente en restituir una mirada honesta al pasado. Son dos autores complementarios.
–Evidentemente no hay una sola manera de ser de izquierdas, lo que comentaba es que desde un punto de vista de construcción del relato situaría Marta Sanz en la misma órbita de Isaac Rosa, por ejemplo.
–Bueno, son muy amigos.
–No lo digo por esto, sino por la construcción del relato en torno a la Transición, por ser expresión del “hartazgo ante cierta escritura de plantilla" y, por tanto, cuestionar dicha plantilla, ciertos clichés y ciertas “verdades”.
–A mí el relato de Rosa y el de Cercas no me parecen opuestos. Diría que son relatos complementarios. En El vano ayer había elementos muy interesantes para la reflexión contemporánea y en Soldados de Salamina había algo peor: había un reproche directo a la democracia por haber sido ingrata. Ahora, que la gente diga tonterías y afirme que Cercas es facha es otra cosa.
–Ya, pero sabes mejor que yo que parte del discurso se ha sustentado en decir que Cercas era facha. ¿Cómo se puede leer tan mal? ¿Cómo se puede ser tan malintencionado? Y, contestando a tu pregunta, Soldados de Salamina es una impugnación contra la ingratitud de la democracia y El vano ayer apuesta por una lectura más crítica de la parte final del franquismo y de aquellos que se fueron acomodando, viniendo del franquismo, a una forma de democracia.
–No podríamos plantear que Cercas, junto a Marías, representan una determinada asunción del relato de la Transición, mientras que Marta Sanz, Isaac Rosa o Antonio Orejudo –pienso sobre todo en Los cinco– parten de presupuestos estéticos e ideológicos distintos.
–No creo que este pensamiento binario sea positivo. Creo, más bien, que esta polarización es puramente periodística y no es útil. Si hablamos de estéticas, de poéticas narrativas diferentes, estoy de acuerdo en decir que seguramente puede haber un mayor parentesco entre Rafael Reig y Antonio Orejudo frente a Cercas o a Marías. Pero la razón de estos parentescos no es ni política ni ideológica, es de poética narrativa. Son modos distintos de concebir la novela, pero de ahí no deduzco una posición política sobre la Transición o sobre el franquismo.
–¿La concepción estética no implica también una concepción ideológica?
–Sí, claro que sí, pero habría que explicar si las obras están polarizadas y yo creo que no. De una poética narrativa no se deduce una actitud política, pero una poética narrativa puede llevar dentro una posición política. Pero esto vale para todos; ¿por qué unos deben estar a favor de la Transición y otros en contra?
–No quiero terminar la entrevista sin preguntarle sobre la crisis, en parte de crédito, de la crítica literaria.
–Si no hay crisis, no hay crítica literaria. ¿Va a cambiar todo y no va a cambiar la crítica literaria? Claro que ha cambiado. Ahora la gente se informa de otra manera. Desde que yo estoy vivo la crítica literaria no ha cumplido su función y que yo sepa históricamente tampoco
Jordi Gracia / LENA PRIETO
–Y, ¿cuál es su función?
–Una mezcla entre información y evaluación de un porcentaje insignificante de las novedades que salen al mercado. Cuando hablo de evaluación me refiero a intentar razonar el valor de ese texto.
–¿La pérdida de credibilidad de la crítica es debida a que en ella pesan los intereses y los amiguismos?
–Por supuesto. Pero también te digo que reseñar a un amigo es lo más complicado que se puede hacer.
–¿No sería más ético no hacerlo?
–¡No! Te he dicho que es lo más complicado, y ¿por qué? Porque si te tomas tu oficio en serio tendrás que decir la verdad y la verdad a un amigo puede sentarle muy mal. Reseñar a un amigo y dejarlo bien es un verdadero riesgo, porque te dicen que lo haces por amistad, no porque el libro esté bien. Así que tiene mucho riesgo decir en un texto con tu firma este señor es mi amigo y esta novela está muy bien. Y si hablamos de ética, ¿no es más ético leerte la novela y ver si el crítico tiene razón o no? Si he de ser ético, que lo sea también el lector.