Eduardo Lago: "La literatura ha evolucionado menos que otras formas de expresión artística"
El escritor, residente en Nueva York, donde enseña literatura, describe la narrativa norteamericana como una dialéctica entre obras accesibles y rupturistas
14 enero, 2019 00:00Escritor, traductor, crítico y profesor en una universidad de Nueva York. Así podríamos definir, en pocas palabras, a Eduardo Lago que de 2006 a 2011 dirigió el Instituto Cervantes de Nueva York, ciudad donde reside. Es uno de los máximos conocedores en lengua castellana de la literatura norteamericana, sobre la cual ha escrito innumerables artículos. Publica ahora Walt Whitman ya no vive aquí. Se trata de un extraordinario ensayo sobre la literatura norteamericana del siglo XX y la dialéctica entre la “escuela realista” y la “escuela de la dificultad”, es decir, entre la literatura fácil y convencional y la literatura que busca la ruptura, que busca experimentar con el lenguaje para encontrar nuevas formas de expresión.
–Me gustaría preguntarle de dónde surge la idea de hacer este libro sobre la literatura norteamericana del siglo XX.
–Cuando me fichó Wyle, alguien de la agencia me dijo que mis ensayos sobre literatura norteamericana en castellano estaban muy bien, pero que no se podían recopilar sin más, sino que había que escribir un texto introductorio, revisarlos y organizarlos a partir de una idea para crear un libro con un sentido, con una unidad. Estuve trabajando un año en este libro, que, en un inicio, partía de la idea de que la literatura norteamericana contemporánea se divide en dos polos, el de la dificultad y en el de la literatura más normal. Sin embargo, mientras iba escribiendo me di cuenta de que esta polarización existe desde los inicios de la literatura norteamericana y desarrollé una reflexión, haciendo particular hincapié en la literatura de la dificultad, que es la que más me fascina. Si bien el punto de partida del ensayo es la literatura compleja, intento abordar todas las formas literarias
–La desconfianza en el realismo, la constatación de que la literatura no puede ni debe aspirar a replicar la realidad, se presenta como el eje en torno a la cual se organiza la literatura norteamericana.
–Este es el tema principal del libro. Es una cuestión espinosa y para abordarla parto de David Foster Wallace, que rechazó lo que él llamaba la “escuela de la mimesis”. La mayoría de la literatura, tanto española como europea o norteamericana, sigue inscribiéndose dentro de los parámetros del realismo. Sin embargo, hace ya mucho tiempo que, como señala Foster Wallace, la realidad ya no le vale a literatura o, en otras palabras, la literatura ya no puede buscar reflejar positivamente la realidad. A través de su obra, sostiene que la realidad no es tal y como la literatura ha pretendido describirla: no es lineal, no tiene ni un inicio ni un final. Sin embargo, hay un tipo de literatura que pretende construir narrativamente la realidad de forma lineal. ¿Por qué hay una literatura que sigue inscribiéndose en la “escuela de la mímesis”? Porque la literatura ha evolucionado menos que otras formas de expresión artística, como pueden ser las artes plásticas o la música contemporánea.
–Al mismo tiempo, subraya que, asumiendo esta línea divisoria entre la literatura realista y la literatura compleja, no se puede entender la historia literaria sin el diálogo continuo entre ambos.
–Sí, claro, por esto hablo de la doble hélice en la literatura norteamericana, por un lado está Foster Wallace y por el otro lado está Franzen, representantes de dos maneras de ver la creación literaria. Cuando empecé el libro quise articular las temáticas de forma cronológica así que me hice un árbol genealógico con los diferentes títulos que iba a tratar. Este libro estaba en mi cabeza desde hace muchos años y la idea de escribirlo fue apareciendo tras años de lectura de ensayos y de historias literarias, pues me daba cuenta de que la historia literaria norteamericana debía ser ordenada desde una perspectiva conceptual. No basta con hacer un elenco en orden cronológico de las obras, es necesario ver qué movimientos hay y cómo se articulan configurando las distintas formas narrativas. Por lo que se refiere a esta relación entre los distintos polos literarios, es algo que sucede en toda las literaturas. Góngora, por ejemplo, no existiría sin Quevedo y al revés. Son dos autores complementarios, aunque se enfrenten, se odien y se satiricen.
–La expresión los hijos de Nabokov es de Foster Wallace. Los reconocimientos es una novela absolutamente magistral, pero muy difícil de leer; pertenece a ese club de libros que, como La broma infinita, no se pueden leer fácilmente, porque exigen un sacrificio muy grande y mucho tiempo de dedicación. Este tipo de novelas responden a lo que, en su día, decía Nietzsche: “Si a mí me costó sangre escribir este libro, al lector debe costarle sangre entenderlo”. Esto hace que libros como Los reconocimientos sean poco leídos y no hay que extrañarse, sobre todo si tenemos en cuenta que el mercado editorial es el que controla lo que se publica o no. Sin embargo, son escritores como Gaddis, como Joyce o como Pynchon los que marcan el curso de la literatura. Para mí la escuela de la dificultad empieza en 1955 con Los reconocimientos, novela que tiempo después homenajeará Franzen en Las correcciones, si bien Franzen es un desviación hacia el reconocimiento popular.
–De Franzen dice que representa “una manera de abordar la creación artística que tiene en cuenta las exigencias del mercado, cuya influencia sobre la creación literaria es peligrosamente decisiva”.
–No es que Franzen sea un autor deliberadamente fácil, pero se traiciona a sí mismo en busca de nuevos lectores. Es un autor que, en cierta medida, ha perdido la batalla y, según un artículo reciente de The New York Times, ha ido perdiendo también gradualmente lectores. Volviendo a Gaddis, lo difícil de marcar temporalmente la evolución de la literatura norteamericana es que siempre te encuentras contradicciones. En 1955 volvemos a encontrarnos con esa doble hélice, con esa tensión entre los dos polos de la literatura, pues a lo largo de ese mismo año se publica, por un lado, Los reconocimientos y, por el otro, Lolita, que plantea otro tipo de problemática y que podríamos encuadrar dentro de la literatura accesible. Gaddis, Pynchon y Foster Wallace son los tres autores más relevantes en el desarrollo literario de la narrativa norteamericana del XX y parte del XXI.
–Si bien con Lolita Nabokov se sitúa en el polo opuesto al de Gaddis, la frase de Foster Wallace es una reivindicación del autor ruso. ¿Por qué optar por Nabokov como referente y no por Joyce o Beckett, dos autores clave en la escuela de la dificultad?
–No sabría decir el porqué de esta frase, solo que Foster Wallace la dice a lo largo de una entrevista para referirse a un grupo de novelistas en el cual él se incluye. Nabokov es un escritor curioso: es un intruso que llega a Estados Unidos desde Rusia por cuestiones políticas, cambia de idioma y se convierte en un autor clave de la literatura norteamericana. No hay que olvidar que la literatura estadounidense no solo está en deuda con Nabokov, sino con la literatura rusa en general y prueba de ello es que el autor de cuentos que más ha influenciado a los escritores norteamericanos es Chejov. Volviendo a Nabokov, Lolita es una novela de carretera, un homenaje curiosísimo al país que ha acogido a su autor. Se publica en 1955 el mismo año que Los reconocimientos y dos años antes de La carretera de Kerouac. ¿Qué significa esto? Significa que había un magma cultural y social en el que aparecen determinados escritores que, al menos en mi opinión, no deciden propiamente lo que van a escribir, sino que es la época en la que viven la que decide qué tipo de expresión artística necesitan.
–¿El concepto de entropía, central en la obra de Pynchon, define en gran medida la poética del caos, de fragmentación y la ruptura del concepto de narración propia de la escuela de la dificultad?
–Sí, podríamos decir que sí. Pynchon es uno de los autores más importantes y, a la vez, más incomprendidos e incomprensibles de las letras norteamericanas actuales. Es físico de formación, algo que se puede comprobar leyendo El arco iris de la gravedad, novela que solamente puede escribir alguien que domina las ciencias. Pynchon es uno de los nombres clave de la escuela de la dificultad. La entropía es un concepto de la termodinámica y lo que aporta a la expresión artística es un elemento de objetividad. Decía Foster Wallace que nosotros no pensamos de forma lineal, somos seres multitasking, hacemos una cosa, pensamos otra, nos contradecimos… de ahí la imposibilidad de escribir una novela al modo tradicional. La traición de Franzen radica en que nos presenta un modo de escribir de hace doscientos años. Claro que es posible seguir mirando el mundo desde esta perspectiva, desde la perspectiva de Franzen, pero tenemos que ser conscientes de que se trata de un mirar falso.
–Se muestra muy crítico con la idea de que la literatura compleja es casi exclusivamente la literatura que reflexión sobre sí misma, la llamada metaliteratura.
–Esto es muy propio de la crítica española, muchas veces bastante deficiente, aunque con excepciones: en cuanto una obra empieza a salir de lo convencional, la define como metaliteratura, pero ¿qué es realmente la metaliteratura? En realidad, lo único que existe es literatura y punto. La metaliteratura ya lo hacía Cervantes o Lawrence Sterne. En la crítica perezosa y mala se habla de metaliteratura para señalar que el escritor experimenta, pero autores como Wallace hacen mucho más que experimentar: buscan nuevas formas de expresión.
–Esta pereza de la crítica literaria, ¿cómo afecta a la creación literaria?
–No sé muy bien lo que sucede ahora en España, pero creo que actualmente hay escritores y, sobre todo, escritoras jóvenes muy interesantes. Recientemente fui jurado del premio a la mejor novela española traducida en los últimos diez años. Los otros miembros del jurado eran todos hispanistas, profesores universitarios que únicamente buscaban novelas realistas y si tenían como escenario un entorno rural para ellos era todavía mejor. Entre los diecisiete finalistas, estaba Juan Gómez Bárcena cuya primera novela, El cielo de Lima, es un trabajo muy interesante, porque el autor experimenta con las fórmulas tradicionales de la ficción. Lo malo es que cuando un autor escapa de las fórmulas convencionales la crítica lo acusa de metaliteratura y se carga la novela, puesto que lo que la crítica quiere son los nombres habituales que no hace falta nombrar aquí y se apoya en lo que la gente quiere leer.
–En la introducción, usted se detiene en cuatro autoras –Toni Morrison, Joyce Carol Oates, Marilynne Robinson, E. Annie Proloux– y se cuestiona sobre la ausencia de escritoras en el canon de las letras estadounidenses.
–El ensayo parte de una pregunta: ¿Cuáles serían los escritores norteamericanos más importantes actualmente? Yo coincido bastante con lo que dice Bloom: Pynchon, De Lillo, Cormac McCarthy y, en parte, Philip Roth, que es un gran escritor. Foster Wallace, que era más joven de Bloom, también responde a esta pregunta, pero de manera distinta: Pynchon, Gaddis, De Lillo y John Barth. Al ver los nombres citados por Bloom y Wallace, me pregunto dónde están las escritoras. Para mí no se trataba solamente de subrayar que hay un machismo inherente que, sin duda, lo hay porque la cultura literaria es patriarcal y es muy difícil darle la vuelta a eso, sino de pensar en el papel de determinadas autoras en el desarrollo de las letras estadounidenses.
Por esto quise preguntarme por aquellas escritoras que pudieran funcionar como equivalentes a las cuatro distintas formas de narrar, representadas por los autores seleccionados por Bloom y por Wallace. Puede ser muy discutible mi selección, pero para mí es evidente que son estas cuatro mujeres las que han cambiado el curso de la literatura: Joyce Carol Oates, de la cual solo me gustan algunas novelas, a través de las cuales es posible ver el alma podrida de la sociedad norteamericana; E. Annie Proloux, que tiene una manera misteriosa de conectar con el paisaje; Marilynne Robinson, que tiene preocupaciones religiosas de las que soy ajeno, pero capta muy bien las problemáticas estadounidenses, y Toni Morrison, que está a la altura de los más grandes.
–Si bien no son estadounidenses podrían incluirse en el campo literario norteamericanoa Margaret Atwood y Alice Munro.
–Tendrían que estar en el libro, lo que pasa es que fue necesario establecer criterios de selección y la frontera se puso en lo estrictamente norteamericano. Estas dos autoras sí son norteamericanas en tanto en cuanto Norteamérica es Estados Unidos, México y Canadá y, además, la distancia cultural con la literatura estadounidense es muy pequeña. Atwood y Munro, junto a Mavis Galland, tendrían que estar en el libro, pero su exclusión responde solamente a una cuestión geográfica.
–Usted dedica un capítulo a Ted Hughes y a su recepción, teniendo en cuenta tanto la sombra literaria de Sylvia Plath como el peso de las acusaciones recibidas tras el suicidio de su mujer.
–El capítulo al que te refiere nace de un artículo escrito hace unos quince años para Revista de Libros. Lo que le pasa a Sylvia Plath es lo mismo que a Foster Wallace: son un más allá de la literatura. Se han convertido en mitos por una misma razón, el suicidio. En su magnífico libro El dios salvaje, Al Alvarez dedica el primer capítulo al suicidio de Sylvia Plath y lo que se deduce al leerlo es que, en líneas generales, hay algo que nos impacta profundamente cuando alguien en la flor de la edad se quita la vida. En el caso de Plath, su muerte fue trágica y Hughes se convirtió en el verdugo, etiqueta que no se quitará de encima, entre otras razones, porque su segunda esposa, Assia Wevill, también acabará suicidándose, con la diferencia de que junto a Wevill murió también su hija. Hay una esfera de lo incognoscible, por lo que es difícil saber qué sucede exactamente en el mundo íntimo y privado de una pareja, pero sí es cierto que, gracias a sus Diarios, conocemos determinadas cosas de la vida Plath, que es una poeta extraordinaria.
–Poeta que usted ha estudiado.
–Mi primera aproximación a la poesía de Plath fue en torno a los 24 años cuando me pidieron que tradujera cuatro de sus poemas para una revista de poesía de la universidad. Lo hice y envié mis traducciones a la jefa de departamento de literatura americana de la facultad de Madrid o de Salamanca, no recuerdo bien. Sí recuerdo que la directora del departamento me pidió más traducciones de tal manera que terminé traduciendo un total de 82 poemas. Al tener que traducirla, comencé a estudiarla en profundidad. Plath tenía una personalidad psicótica y esquizofrénica, de ahí que me resultara muy interesante detenerme en el lado luminoso de su obra y no tanto en el lado oscuro, que, al menos en mi opinión, es en parte resultado de su descontrol. En términos freudianos, podríamos decir que en ella había un ser demoníaco que la llevó a escribir páginas terribles, algunas dirigidas contra su padre, a quien, por otra parte, adoraba. Plath era una persona enferma y desequilibrada y, al mismo tiempo, era una poeta genial.
–Sin embargo, no hay que olvidar las recientes acusaciones de malos tratos dirigidas a Ted Hughes.
–Ese es un tema que está ahí. Por lo que se refiere a los papeles que Hughes quemó, se dijo que lo hizo porque no quería que los leyeran sus dos hijos. Es todo muy complejo, empezando por su unión: una poeta del calibre de Plath se casa con Ted Hughes, un poeta reservado que en sus obras reflexiona sobre la violencia en el mundo animal con una prosa viril y contundente. A priori, puede resultar una historia fascinante, pero terminó siendo una historia trágica. Décadas después de la muerte de Plath y tras años recibiendo insultos de todo tipo, Hughes publica Carta de cumpleaños, que es la carta de amor más sobrecogedora que alguien puede leer. Por entonces, Plath ya era un mito y ¿qué sucede con los mitos? Sucede que a su alrededor uno echa todo aquello que tiene en mente: las feministas más radicales vertían sus ideas en la figura de la poeta, mientras otros defendían a Hughes. El resultado es que resulta imposible llegar a un punto equilibrado. Con mi artículo sobre Hughes lo que quería hacer era reivindicar literariamente a alguien condenado de antemano.
–Usted habla del mito de Sylvia Plath y del mito de Foster Wallace. Si bien las circunstancias son totalmente distintas, ¿podríamos decir que Pynchon es el nuevo mito de las letras norteamericanas?
–Sin duda. La única diferencia con los otros dos autores es que está vivo y, de hecho, hay gente que lo ha conocido. Salman Rushdie lo conoce y ha cenado con él en alguna ocasión; también ha cenado con él una profesora de mi departamento y es que Pynchon vive en Nueva York y, además, está casado con una agente literaria muy conocida. No es tan difícil encontrarse con él, el problema es reconocerlo. Pynchon es el mito de la invisibilidad y su nombre se añade a esta lista de escritores que, como Salinger, prefieren ocultarse. A mí me interesan mucho este tipo de escritores, que se ríen de las leyes del mercado, que es el gran enemigo de la literatura, y además venden.
–Sí, realmente es curioso. Seguramente, a lo largo de todos estos años que vivo aquí, me lo habré cruzado por la calle sin saber que se trataba de él. En un artículo, Salman Rushdie contaba que, hace mucho tiempo, cuando era muy joven, escribió una crítica de una novela de Pynchon y éste, a modo de agradecimiento, le invitó a cenar. Por tanto, no se esconde tanto, lo que sucede es que se perpetúa el mito y, en parte, esto es lo que desea el público. Si Pynchon comenzara hablar como lo hace Don DeLillo, que es un hombre de una enorme generosidad, se acabaría de golpe con el mito, ya no habría misterio.
–Antes de que se diera el Nobel a Bob Dylan había un debate de si Roth debía ser el escritor norteamericano galardonado con dicho premio o, por si lo contrario, De Lillo era más merecedor. Roth ha fallecido sin Nobel y De Lillo difícilmente lo obtendrá.
–Para mí DeLillo es seguramente es el más importante de los escritores norteamericanos vivos, tiene una trayectoria enormemente larga que, en estos últimos años, ha virado ligeramente en cuanto De Lillo se ha adentrado en una zona mística, sublime, donde está muy presente la reflexión sobre la muerte. Dicho esto, el premio Nobel no tiene mucha importancia. Me reí mucho junto a mi amigo Enrique Vila-Matas de que le dieran el premio a Bob Dylan y éste no fuera a recogerlo.
Con su gesto, Bob Dylan quitó importancia al Nobel, un premio que, al fin y al cabo, han ganado autores mediocres y no ha recaído muchas veces en las manos de los más grandes. No entiendo esta obsesión con el Nobel y con los premios en general. Cuando era director del Instituto Cervantes aquí, en Nueva York, organizábamos un festival de cine español y me molestaba muchísimo que todos los directores españoles confesaran que soñaban con ganar un Oscar, pero ¿para qué necesitan la bendición del imperio? ¿Qué más le da el Oscar? Este mismo discurso es válido para el Nobel. Es una soberana idiotez que dependa de un grupo de gente que se equivoca tantas veces la decisión de quien es el autor más grande. Es una feria de vanidades absurdas. Por tanto, volviendo a tu pregunta, ¿quién es mejor autor De Lillo o Roth? Son autores muy distintos. Los dos son geniales.
–Sin embargo, basta leer su ensayo para darse cuenta de que tiene una predilección don De Lillo.
–Sí, me siento muy cercano a él. A Roth lo conocí en una ocasión y con De Lillo me he encontrado unas tres veces. Lo que quiero decir con esto es que cuando conoces a un escritor tu perspectiva con respecto a su obra cambia totalmente. De Lillo es frío y glacial en su prosa, pero cuando le conoces te encuentras con una persona de una enorme humanidad. La marca de los más grandes es la humildad. De Lillo es de una gran humildad como lo era también David Foster Wallace y Raymond Carver, que casi pedía perdón a su editor cuando éste le corregía sus relatos.
–En Estados Unidos, los editores siempre han intervenido en los textos de sus autores, por muy reconocidos que sean, de una manera que en España es poco habitual.
–En España cada vez se está asentando más esta costumbre, que ha sido clave para las letras estadounidenses. Cormac McCarthy, por ponerte un ejemplo, depende muchísimo de su editor, que le ha cambiado los libros y le ha dado grandes ideas. Quizás el caso más conmovedor sea el de John Updike, que, como él mismo me dijo en una ocasión, tenía una editora que le corregía los textos, le hacía sugerencias y, lo más importante, le mejora la obra infinitamente.
–Si antes le preguntaba sobre Atwood y Munro y su posible incursión en el campo literario norteamericano, ahora querría preguntarle sobre Junot Díaz, que, con su literatura, ha configurado un interesante subcampo literario, el de lo hispano en lengua inglesa.
–El capítulo sobre Junot Díaz es un artículo que publiqué para Revista de Libros cuando le dieron el Premio Pulitzer. El caso de Díaz es bastante emblemático por muchas razones, pero, en mi opinión, es un autor interesante en cuanto da voz a una parte de la sociedad norteamericana: a los hispanos que se expresan en inglés. No podía incluirlos todos en este libro, pero este artículo es solo uno más de muchos que he escrito acerca de los hispanos y de la cultura hispana en Estados Unidos. Para mí, Junot Díaz es, como te decía, un autor hasta cierto punto interesante; no me parece que sea tan importante como se ha dado a entender hasta hace poco, hasta antes de caer en desgracia.
–Sí, pero, dejando de lado estas acusaciones, yo siempre he dicho lo mismo: Junot Díaz es un emblema, un símbolo, de toda una literatura, pero hay muchísimos más autores que son como él y mejores que él. Lo que pasa es que la industria editorial opera de tal manera que, cuando necesita buscar un emblema de algo, elige a uno, obviando que hay muchos más. Sin quitarle a Díaz su talento, sí que creo que su valor simbólico es mayor que su valor literario. Lo que ha sucedido con Junot me recuerda, en parte, a lo que sucedió con Bolaño: la industria editorial necesitaba a un latino y buscó a uno, pero, repito, hay muchos más y Junot forma parte de una tradición literaria mucho más amplia.
–En su entrevista para #LetraGlobal, Valerie Miles hacía hincapié en la centralidad de Roberto Bolaño, un autor que, según ella, ningún escritor norteamericano joven puede pasar de alto.
–Esto es, en gran medida es así o, mejor dicho, lo fue. Creo que esta centralidad de Bolaño tiene que ver, en parte, con las modas literarias y el tema de las modas tiene que ver, a su vez, con el funcionamiento de la industria editorial. Te pongo un ejemplo: se acaba de publicar el sexto volumen de Mi Lucha de Knausgård y el palo que le ha dado la crítica es monumental. Da la impresión de que, tras cinco volúmenes, los críticos se han cansado de sus trucos, se han dado cuenta de que ya ha dicho lo que tenía que decir y que no vale la pena perder más el tiempo. Knausgård aportó algo en un primer momento, pero ahora ha dejado de interesar a la crítica; fue interesante, pero ha dejado de serlo y algo similar pasa con Bolaño. Hubo un momento en el que todo el mundo hablaba de Bolaño, pero diría que, en Estados Unidos, su tiempo ya ha pasado. ¿Por qué? Porque el mercado editorial norteamericano está siempre esperando “the next big thing”.
–Si antes le hablaba de Junot Díaz era para preguntarle si la literatura en castellano escrita en Estados Unidos no debería incorporarse dentro de un estudio del campo literario norteamericano.
–El tema que planteas es muy complejo y muy pertinente, pero, sin extenderme demasiado, te diré: la literatura escrita en español en Estados Unidos es totalmente irrelevante, no tiene la menor importancia, nadie le hace caso. En Estados Unidos solo se presta atención a la literatura escrita en inglés. La cultura en español en Norteamérica es de segunda. Dicho esto, lo que sucede con algunos autores, como es el caso de Valeria Luiselli, afincada en Estados Unidos, es que no descartan dejar de escribir en español y pasarse al inglés. Valeria puede hacerlo, pero no todos tienen el dominio necesario del inglés para cambiar de idioma.
–¿La situación política actual ha empeorado las cosas?
–Sin duda. En estos tiempos de racismo salvaje y de desprecio hacia todas las otras culturas que no sea la norteamericana, la cultura en español cuenta poquísimo. Cuenta algo más, si se traduce, pero tampoco demasiado, ante todo, porque en Estados Unidos se traduce muy poco. Si hablamos de autores traducidos que tengan relevancia y peso en el mercado, tenemos que hablar de casos muy puntuales, como lo son Knausgård o Elena Ferrante. Dicho todo esto, también hay que decir que hay editoriales independientes que intentan dar a conocer autores latinoamericanos y algunos españoles. En círculos minoritarios y cultos, sí se conoce la obra de Javier Marías, de Vila-Matas o de Javier Cercas, pero su impacto es mínimo. Hay que darse cuenta de que la cultura norteamericana es muy provinciana, todo aquello que no está en inglés no existe para ellos.