Ida Vitale, maletas y versos
La poesía de la escritora galardonada a los 95 años con el Premio Cervantes se aleja de la oralidad para construir, como JRJ, un universo verbal sin ornamentos ni perífrasis
22 noviembre, 2018 00:00Ida Vitale es, según aquellos que han tenido la fortuna de conocerla, una anciana encantadora. Hubo un tiempo en el que fue una mujer misteriosa: pelo negrísimo, una nariz prominente pero armónica, y todo el encanto de esos seres elegantes y cultivados gracias a las lecturas y a las conversaciones compartidas que hicieron del Uruguay --su país-- y de Montevideo --su ciudad-- una maravillosa, y por desgracia efímera, Suiza en Sudamérica. La lluvia austral y los años transformaron su aspecto, pero no cambiaron su obstinada vocación poética, que ahora, tras más de siete décadas de ejercicio, se ha visto recompensada con el Cervantes, el mayor de los galardones literarios en español. Vitale, sin embargo, continúa siendo un enigma para muchos lectores de poesía, esa rara cofradía de elegidos. Básicamente porque en España se la editó relativamente tarde y los libros de versos, ya se sabe, tienen una circulación limitada y una venta aún más discreta.
Este tardío reconocimiento institucional adquiere ahora, no obstante, todo el sentido: se premia, en primer lugar, su constancia; en segundo, su condición de veterana, algo nada frecuente en un mundo --el cultural-- donde la vejez no es considerada un mérito, sino más bien lo contrario. La poeta uruguaya, hija de sucesivos exilios, heredera de la inmigración italiana que a finales del XIX y principios de XX huyó de Europa hacia el Cono Sur, ha construido lentamente, con tenacidad, una obra poética --no siempre lírica-- que entronca con la mejor tradición de la poesía española --Juan Ramón Jiménez, José Bergamín-- y la prolonga al otro lado del Atlántico, siguiendo el camino hollado por Octavio Paz, el gran ogro filantrópico de las letras mexicanas.
La generación del 45 (Ida Vitale aparece en el centro de la imagen) junto a Juan Ramón Jiménez
No es extraño que no sea una escritora popular: pertenece a una bendita estirpe en extinción, que es la de los intelectuales de la palabra. Vitale ya formaba parte en los años cuarenta de una generación de jóvenes --el grupo del 45-- que agrupaba a escritores tan capitales como Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama (su primer marido), Idea Vilariño, Mario Benedetti o Juan Carlos Onetti, casi todos ellos relacionados con el mítico semanario Marcha, aquella iniciativa editorial que desde 1939 a 1974, cuando fue cerrado por la ignominiosa dictadura militar de la República Oriental, iluminó la vida cultural latinoamericana.
Ese mismo año partió al primero de sus sucesivos exilios, en los que aprendió que el desarraigo sentimental y geográfico también da sus frutos; en su caso, poemas. Su primer libro, La luz de esta memoria, se publicó en 1949. Era una obra que venía a demostrar la excelencia de la educación, ese instrumento de transformación social que durante un tiempo hizo del Uruguay un país ejemplar: democrático, cultivado, con una excelente escuela pública, sin excesivas desigualdades sociales --salvando las inevitables injusticias-- y hasta a salvo del machismo.
Vitale, cuyo apellido remitía a Italia, pero escribía en el español de América, había trabajado como profesora y traductora, tareas que seguiría realizando cuando en los años setenta se marcha a México -- a la solidaridad azteca-- como medida preventiva ante los espadones que, exactamente igual que en Argentina, tomarían el poder con la brutalidad del silencio y el grito ahogado de los cientos, miles, de desaparecidos.
En esa huida nómada, llena de maletas y versos, Vitale se convirtió en la poeta que todavía es. Su Cervantes, que de su generación sólo había ganado Onetti en sus años crepusculares de Madrid, casi sin levantarse de la cama, ha sido recibido con cierto asombro por su edad --95 años--, por su condición femenina --es la quinta mujer en recibir el galardón, por detrás de María Zambrano, Ana María Matute, Dulce María Loynaz y Elena Poniatowska-- y porque quiebra la norma no escrita de la alternancia entre ambas orillas del territorio de La Mancha.
Todos son, sin embargo, factores ajenos a lo literario. En realidad, no importa en exceso si un poema ha sido escrito por un hombre o por una mujer, por un adolescente o por un anciano, por un rebelde o un diputado. Lo trascendente es que sea bueno. Que exprese el alma humana. Y, a ser posible, que sea memorable. Esto es: digno de recuerdo. La poesía de Vitale --sostiene la crítica con un indiscutible consenso-- es una “lírica esencialista”. Desnuda. Sin artificios. Probablemente tenga que ver con dos factores vitales que terminaron por convertirse en estilísticos: el sostenido exilio -tras su experiencia mexicana la escritora pasó treinta años en Austin (Estados Unidos) antes de regresar otra vez a Montevideo-- y su condición de traductora.
El exilio obliga a vivir con pocas cosas e impone, al menos al principio, una austera cultura de tábula rasa; la traducción exige reflexionar sobre las palabras, elegirlas, estudiarlas, buscarles equivalencias (tarea tan apasionante como imposible) y fijarlas. De ambas actividades se nutren sus versos, distribuidos en poemas cortos donde el protagonista no es el yo lírico, sino su instrumento enunciativo: el lenguaje, el decir poético. Vitale exploró esta senda creando una literatura tan transparente como profunda. Su poesía es hija de la condensación y la concisión, esas dos hermanas siamesas. “Mi método es desconfiar de las palabras, revisarlas, volver una y otra vez sobre ellas”, cuenta en una entrevista.
El exilio obliga a vivir con pocas cosas e impone, al menos al principio, una austera
Decir lo máximo con lo mínimo es un ejercicio de síntesis, un método de investigación sobre la expresión, la búsqueda --eterna-- de la precisión. Sus poemas pueden juzgarse por tanto como un ejercicio de equilibrio o como un milagro de arquitectura verbal: si eliminas una palabra, el texto se derrumba, pues se sostiene sobre los puntos de apoyo necesarios. Ni uno más. Ni uno menos.
Esta forma de poesía, tan juanramoniana, devota de la palabra justa, exige la disciplina de un científico y la fuerza de un minero. Vitale ha demostrado tener ambas cualidades, huyendo, como del diablo, de las perífrasis, la dicción vacía y el verso huero. Su obra es música verbal con las notas contadas. Escrita con calma, cocinada con paciencia, convenientemente olvidada y, al fin, resucitada. Lejos del prosaísmo y la oralidad de su misma generación. Un balcón abierto al mar. Igual que ese sueño de calma, balnearios y nebulosa que es el Uruguay. "Vuelan fronteras de un país / cuyo falso centro está en nosotros […] El norte está en el sur, / este y oeste se confunden".
Esta forma de poesía, tan