Marcos Giralt Torrente: "Seguimos anclados en conceptos de identidad que son premodernos"
El escritor madrileño reflexiona sobre el ámbito familiar como espacio literario y nos habla de su nuevo libro de cuentos, 'Mudar de piel'
1 octubre, 2018 00:00Cocinar y dar de comer son formas naturales de dar cariño. Nadie lo sabe tanto como quien se queda a trabajar en casa y a cierta hora coge la bolsa para ir al mercado y se pasa una buena parte de la mañana o de la tarde guisando a la espera de que vuelva la familia y se reúna alrededor de la mesa. Marcos Giralt Torrente es una de esas personas que ayudan a equilibrar el mundo desde esa central de afectos que es la cocina de una casa. Como escritor, ganó el Herralde de Novela por París, de 1999, el Nacional de Narrativa y el Strega Europeo por Tiempo de vida, de 2010, y el Ribera del Duero de Narrativa Breve por El final del amor, de 2011.
Desde entonces han pasado siete años hasta la publicación de su más reciente libro: Mudar de piel es un volumen de nueve cuentos en los que Giralt Torrente confirma que es uno de los más brillantes narradores de la literatura actual escrita en castellano. No voy a argumentar por qué. Que el lector lo intuya leyendo esta generosa entrevista que nos concedió en su céntrico piso madrileño. Minutos antes, cuando nos recibió a Yolanda Cardo y a mí, ya nos tenía preparada una tetera de té, una cesta con cruasanes recién comprados y naranjas que pensaba exprimir si le hubiésemos dicho que sí a su ofrecimiento de zumos. Con él, la cocina del escritor nunca será una simple metáfora.
–¿Qué libros estás leyendo?
–Macanaz, otro paciente de la Inquisición, de Carmen Martín Gaite, una investigación sobre un personaje clave en la corte de Felipe V cuando la guerra de Sucesión, para un prólogo que me han encargado. Aunque es una lectura un poco rutinaria que sé que no ve va a reservar muchas sorpresas porque lo leí hace años, es apasionante y está muy conectado con la realidad actual. Ves cómo trescientos años después no hemos aprendido mucho.
–¿Qué no hemos aprendido?
–Diría que seguimos anclados en conceptos de identidad que son premodernos. Parece mentira que estemos rodeados de productos culturales que ponen en cuestión esa idea de identidad cerrada que se nos presenta desde la política, que hoy sepamos que la identidad es difícil de apresar en conceptos como nación o una sola lengua, y sin embargo que políticamente sigamos ahí. Los políticos fomentándolo y algunas masas enardecidas dejándose manipular, porque ésa es la palabra. Y ojo que no me refiero sólo a Cataluña.
–Sospecho que ni siquiera sólo a España.
–No, por supuesto que no. Esa idea de identidad se da allí, se da aquí, se da en Inglaterra y en Estados Unidos. Detrás de ese nacionalismo primitivo que puede ser catalán, español o británico hay siempre la sensación de que “uno es mejor”. Al mismo tiempo, detrás de esa consideración de “sentirse mejor que otros” lo que hay es una gran inseguridad, porque si no, no te lo explicas. Luego estoy leyendo el Borges de Bioy Casares, del que voy picoteando escenas cuando llego a la cama exhausto, sin fuerzas para leer un cuento o continuar una novela.
–Es curioso que no menciones ningún libro de psicología. Lo digo en broma, aunque es unánime la opinión de que eres un autor especialmente brillante para crear atmósferas a partir de los perfiles psicológicos de tus personajes.
–En realidad, la poca cultura que tengo sobre psicología la adquirí en la carrera, porque estudié Filosofía y creo que tuve dos asignaturas de esa materia. De modo que sólo tengo las lecturas básicas: Jung, Freud por supuesto, Lacan, y poco más. Tampoco nunca me he sometido a terapia, aunque a veces me ha tentado, por curiosidad. Igual que me ha tentado someterme a una hipnosis regresiva, porque el autoconocimiento al fin y al cabo sí me interesa. Lo de la hipnosis me da un poco de miedo, que me programen para hacer cosas que luego yo no quiera hacer en el futuro, y lo de la terapia me parece muy larga. Aunque sé que soy buena carne de cañón para un terapeuta.
–La literatura no deja de ser una forma de autoterapia.
–Sí, una forma de que supuren las heridas… mucho más barata, además.
–¿Te reconoces en esos elogios a tu buen manejo de la psicología?
–No sé si me reconozco, me halagan, porque creo que la literatura empieza por la observación. No puedes escribir sobre personas sin haber observado antes cómo se mueven, hablan o a qué tipo de estímulos responden. Escribir exige tener una mirada tanto para el pequeño como para el gran detalle, son las herramientas básicas de cualquier escritor. Que se diga que yo las tengo me halaga, aunque en el fondo no sé si es tan cierto.
–Hablemos de Mudar de piel. ¿No sientes que a partir de ese título se están haciendo lecturas abarcadoras de todo el libro, e incluso de tu biografía, que escapan a lo que significa dentro del cuento homónimo?
–Los títulos me suelen costar mucho, soy muy dubitativo, y a menudo someto a mis amigos a la tortura de darles listas para que elijan conmigo. Esta vez ha sido igual, y aunque “Mudar de piel” era, de todos los cuentos, el que mejor funcionaba como título general, no me convencía porque no quería focalizar la atención sobre ninguno en concreto. De hecho, tal vez ha sido un error, porque a mí ese cuento me gusta como me gustan todos, pero no me parece el más arriesgado. Sin embargo, ha sido señalado por algunos críticos como el mejor. Lo que sí me gusta es la idea de mudar de piel. ¿Que es fácil que digan que yo he mudado de piel? Pues sí, a lo largo de estos siete años he sido padre, antes salía mucho por las noches, tenía pocas responsabilidades y tenía la vida un poco centrada en mis apetitos y necesidades. Ahora me someto a un espíritu mucho más limpio y hermoso que el mío, que es mi hijo.
–En el primer cuento, “Lucía y yo”, un personaje echa de menos una “familia normal” y otro le aclara que “ninguna familia es normal”. Para mí, no sólo este libro, sino toda tu obra está contenida en esa aclaración.
–Me he encontrado con personas de diferentes clases sociales que tienen la arrogancia de creer que sus familias son singulares, con lo que pueden justificar no sólo sus virtudes sino también sus defectos. Y sí, todos somos producto de nuestras familias y nuestras taras seguramente están escondidas en episodios que ocurrieron en nuestra infancia. Pero digo que son arrogantes porque están definiendo a sus familias en función de sus rarezas, cuando en el fondo todas las familias tienen cuartos oscuros y, miradas con lupa, revelan sus desajustes y rarezas.
–¿Qué buscas al centrarte en la familia como campo narrativo?
–La literatura siempre da cuenta de crisis y conflictos ante los cuales es difícil posicionarte ya que no tienen una respuesta única, porque si la tuvieran no sería literatura. Aquellos que plantean conflictos personales o sociales que tienen una fácil respuesta por todos compartida lo que están haciendo es literatura de entretenimiento, lo cual es muy respetable, pero no lo que me interesa. Para mí, la familia es un territorio fértil para el conflicto complejo por cuanto conviven personas de diferentes edades y backgrounds distintos. Puede ser un conflicto pequeño, si me apuras, pero nunca va a tener una respuesta fácil. Obviamente es maravilloso leer una epopeya de una guerra o revolución, pero ¿cuántas revoluciones hay? En cambio, todos tenemos una familia.
–A propósito de esto, y sabiendo que estudiaste Filosofía, no puedo evitar leerte como un autor moral en el mejor sentido de la palabra. Hurgar en la familia es hurgar más que en ningún otro caso en las sombras de la conducta humana, donde no sólo no caben los buenos o malos, sino ni siquiera las buenas o malas acciones.
–Tal vez porque me molesta ese maniqueísmo de trazar divisiones: los justos y los injustos. Sin duda hay monstruos asesinos al igual que hay santos, pero la generalidad de la gente está en ese claroscuro del medio. Así que cualquier discurso —político, literario o estético— que se plantea desde fuera y trata de poner la luz sólo en los extremos, me parece falso. Es no hablar de la vida humana, que es donde está el conflicto y hace difícil tomar siempre una sola opción.
–Aun así, he sentido un cambio respecto de tus libros anteriores. Paralelo al abandono, el desamparo, la soledad y la culpa, que son los temas que creo que atraviesan tu obra, noto también cierto optimismo en última instancia.
–Estoy totalmente de acuerdo. De hecho, me han extrañado ciertas críticas que está recibiendo el libro que, aun siendo buenas, siguen incidiendo en pintar un panorama tremendo, como aquello de “la vida del monstruo desde dentro del monstruo”, cuando tengo la sensación de haber sido no sé si más optimista pero sí más conciliador con la realidad. Los personajes de los nueve cuentos, pese a estar inmersos en lo que están inmersos, son conscientes de que la vida no es de color de rosa y que sus relaciones familiares no son estupendas, pero prefieren pactar, ver un lugar que les parece reivindicable para la reconciliación.
–Eso del monstruo desde dentro del monstruo me recuerda más al Philip Roth de El teatro de Sabbath, cuando decía que muchos estadounidenses odian sus hogares y que la cantidad de homeless que uno ve por ahí no es nada comparado con la gente que, teniendo familia y hogar, los odia.
–Esa frase es magnífica, pero efectivamente yo no soy tan radical. Ninguno de mis personajes, y cuando digo ninguno me refiero a todos mis personajes, odia el hogar en el que ha crecido.
–No quería compararte con Roth. Al contrario, como decía, en tu libro veo otra cosa.
–Finales amables.
–¿La paternidad te ha vuelto más optimista?
–Seguramente, pero yo no lo vería como algo simplista: he sido padre y ahora estoy obligado a creer más en el mundo. A veces como padre te encuentras preguntándote más bien si has hecho lo correcto trayendo un hijo a este mundo que está sufriendo un cambio climático atroz, en el que no sabemos de qué van a vivir las próximas generaciones rodeadas de robots, donde no es seguro que vayan a tener casa o trabajo estable. Entonces dices: a lo mejor le he hecho una putada a mi hijo, ¿no? Pues bien, eso está, supongo. Pero sobre todo está una especie de tranquilidad que no se puede racionalizar. Las angustias que antes sufría han desaparecido. No estoy deseando salir para juntarme con mis compañeros de generación a beber hasta la madrugada. Ahora estoy feliz en mi casa jugando con mi hijo. Esa sensación, si quieres pueril, supura en ese mayor optimismo que respiran los cuentos, con finales, si no felices, al menos que dejan la cosa…
–En empate.
–¡Eso, en empate!
–Mudar de piel es tu segundo libro consecutivo de cuentos, lo cual te aleja de esta moda lamentablemente de larga duración de que si no escribes novela, pobre de ti.
–Realmente me siento muy feliz de mi situación como autor, que es: hacer lo que me da la gana. He tardado siete años en publicar un nuevo libro, lo cual de por sí es insólito e inaudito, y lo que ha salido no es un tomo de mil setecientas páginas que explique España desde la Edad Media, sino un volumen de cuentos. Quizá esto también tenga que ver con esa tranquilidad que te da el ser padre. El no preocuparte por lo que digan de ti dentro del panorama de la literatura española actual, el no sentir la obligación de asistir a cuanto cóctel cultural o literario te invitan, el no estar pendiente de que te llamen de la revista más cool para que escribas el reportaje más cool que va a salir en la portada. Todo esto lo vivo como algo muy lejano, porque estoy más interesado en las lentejas que voy a cocinar para la cena de esta noche con mi familia que en esa presentación del libro a la que todo el mundo va a ir.
–Para mí, que soy peruano, también lo veo como un acercamiento a la tradición narrativa latinoamericana, que nunca se ha divorciado del cuento.
–En eso también soy afortunado. He viajado mucho a Latinoamérica y ese diálogo me ha hecho sentir más cerca de autores de allí que de muchos de mis colegas españoles. Lo maravilloso de este tiempo es que puedes elegir tu tradición, a qué tribu quieres pertenecer. Antes estabas más encerrado en las fronteras culturales de tu país.Por otra parte, ese desprecio que hay por el cuento a pesar de que nos hemos educado leyendo a Cortázar y a Borges y a Bioy, me parece tremendo. Aunque he de decir que ese desdén no es sólo español. No lo ves en la tradición anglosajona ni por supuesto en la latinoamericana, pero sí en otros países europeos como Francia o Italia.
–Hablabas de los siete años que habías tardado en publicar Mudar de piel. Claramente no eres de esa clase de escritor “profesional” que, por el motivo que sea, se siente presionado a sacar un nuevo libro cada dos años. Pero ¿eres de los que escriben cada día?
–Trato de escribir todos los días. No siempre lo consigo porque, como te decía, están las lentejas: cuesta hacerlas, hay que ir al mercado, dejarlas en remojo la noche anterior. Quien trabaja en casa sabe de la cantidad de cosas que hay que hacer, interrupciones, interferencias. El que se va a un despacho vuelve a las siete de la tarde, agotado, sí, te cuenta la película de su oficina y todo parece inmenso. Pero el que se queda tiene que abrirle al cartero, de pronto llega el fontanero y luego se avería no sé qué, y encima todo eso guisando las lentejas.
–Primero las lentejas, después el timbre: el mundo cultural contemporáneo sabe bien a qué te refieres.
–Tampoco es que quisiera pasarme siete años sin publicar. El éxito de Tiempo de vida hizo que intentara redimirme escribiendo otro libro enseguida que fue El final del amor, pero quizá fue tan “enseguida” que salió un poco prematuro, apenas un año después. Pensaba que con eso me quitaba un peso de encima, pero no fue así. La gente seguía hablando de Tiempo de vida como si fuera mi último libro. Me quedé un poco aturdido, sin saber muy bien qué hacer. Además, había gente que me aconsejaba: “Tienes que convertirte en el Proust contemporáneo, una especie de Knausgård, y seguir por la veta de Tiempo de vida”. Otros, lo contrario: “No, ahora no puedes permitirte eso, tienes que escribir otra novela que no tenga nada que ver”.
Llegué a empezar esa novela, pero tanto intenté que no tuviera “nada que ver” que ni siquiera tenía que ver con mi idea de la literatura, así que la abandoné. También estuvieron los premios, con los que viajé mucho, y se me fue otro poco de tiempo. Lo que ocurrió finalmente fue que me puse a escribir dos libros a la vez. Eso no me había pasado nunca, porque a mí normalmente los libros me cuestan, tengo que pensarlos mucho. Bueno, pues, por esas cosas que suceden me encontré con dos libros que han ido más o menos parejos hasta que decidí darle un empujón a Mudar de piel. Porque, si no, nunca iba a llegar a ninguna meta si seguía con ese ritmo.
–O sea que para leer tu próximo libro no habrá que esperar otros siete años.
–Espero que ni dos años. Iba a decir que a lo mejor uno, pero no quiero pecar de excesivo optimismo porque me conozco.
–Como autor de Tiempo de vida, y más ahora que mencionas a Knausgård, es inevitable preguntarte por la hoy llamada autoficción o narrativa biográfica vendida como novela.
–Creo que es un fenómeno más o menos natural de estos tiempos y que si existiesen buenos sociólogos de la literatura lo podrían explicar sin dificultad, porque la literatura siempre ha reflejado la sociedad. Quiero decir, escribimos desde siempre sobre los mismos temas, pero el cómo lo hacemos está relacionado con nuestro hoy, por eso hay géneros que tan pronto aparecen como desaparecen, en gran parte porque la sociedad los necesita o ha dejado de necesitarlos.
–¿Y qué tiene nuestro hoy que explique la autoficción?
–Muchas cosas. En lo material hemos llegado en algunas zonas del mundo a un bienestar relativo que la humanidad nunca vivió en otros tiempos, pero al mismo tiempo somos conscientes de que hemos alcanzado ese culmen con pies de barro, amenazados por las contradicciones que trae por ejemplo la revolución tecnológica. Ante este panorama es lógico que aparezca la incertidumbre. Ya lo estamos viendo: no hay trabajo para todos, y no parece que vaya a haberlo en los próximos años. Por otra parte, creo que el acto mismo de leer está cambiando: no nos concentramos en una sola cosa, sino que vamos saltando de un enlace a otro, y a otro, y a otro, hasta que no sabes cuál era el punto de partida ni has podido seguir el razonamiento de lo que empezaste a leer.
–Una multitud de personas solas —y sin empleo— siempre conectadas, como nos llama Remedios Zafra en El entusiasmo.
–Al mismo tiempo, han muerto las utopías. Antes, ante las injusticias, alguna gente podía tener el sueño de que otro mundo era posible e irse a dormir creyendo que “algún día vamos a ganar”. Ahora ¿quién cree con la suficiente convicción que se puede poner del revés el sistema y que el mundo va a cambiar? Existen las pequeñas políticas de no hacer tal cosa o comprar determinados productos, una diminuta y silenciosa resistencia al sistema, pero siempre desde el consumo, lo cual me parece demasiado poco. En este panorama de incertidumbre y falta de respuestas ideológicas, te encuentras solo. ¿Y qué es lo más palpable? El yo, la experiencia personal, la realidad tangible, el no perderte entre ficciones más allá de las series de televisión, sino buscar algo genuino. Creo que por ahí está la explicación del auge de la autoficción, que por lo demás me parece una etiqueta que engloba cosas muy diferentes.
–Sobre esto del yo, otra hipótesis que se me ocurre es que vivimos tiempos más impúdicos, para mal pero también para bien. Para no insistir con la hiperconectividad, me parece más interesante, por ejemplo, que hoy chicas y chicos homosexuales salgan pronto del clóset y puedan besarse o caminar de la mano en público.
–Antes, si pertenecías a una minoría, estética, racial, sexual, lo que fuera, estabas en tu miserable ciudad, sin grupo de apoyo, teniendo que pelearte cada día con esa ciudad que te excluía o hacía mofa de ti por ser el diferente. Hoy las minorías son más grandes porque la tecnología permite que se articulen. Hace que encuentren más fácilmente interlocutores-espejo, lo cual redunda en su seguridad y efectivamente eso es maravilloso. Lo único que me molesta de esto es la copia y repetición de modelos provenientes de la publicidad más rancia o del cine más infectamente comercial. Esos chicos que están permanentemente haciéndose selfies en poses demenciales: no es ya que lo considere impúdico, sino algo que no sé cómo llamar.
–Exhibicionismo.
–Un exhibicionismo que no remarca la singularidad, no aquello que te hace diferente, sino lo que te hace obscenamente igual al resto. Eso sí que me parece francamente triste.
–Siguiendo con este tema del yo, en tu obra el narrador siempre es un yo que escribe en primera persona, un narrador-protagonista. Esto, que a veces hace que verosimilitud y verdad se confundan, me interesa porque ese yo es siempre masculino. Es decir, en cierto modo te convierte en un autor de cierta masculinidad. Y tómalo como un elogio, en serio.
–Todo escritor es producto de sus atrevimientos, de las herramientas que ha ido adquiriendo a lo largo del tiempo, de su talento y también de sus propias limitaciones. Por eso creo que no todos podemos escribir cualquier tipo de novela o cuento. El hecho de que mis narradores sean siempre protagonistas masculinos que escriben en primera persona obedece seguramente a que me siento más cómodo haciéndolo así. Esto lo dejo como pregunta, en realidad no sé si podría escribir cómodamente con un narrador en tercera persona.
Lo que sí sé es que esta comodidad tiene que ver precisamente con que me gusta jugar a ese equívoco entre verosimilitud y verdad. Que el lector no sepa cuáles son los límites que he establecido entre el narrador y el autor, por lo que puedo sembrar mis textos con guiños autorreferenciales muchas veces para mi degustación exclusiva. Hablando de Borges, esos guiños los aprendí de autores como él. Luego, para mí sería un reto adoptar la voz de una mujer. Esto también me pasaba con los personajes hijos, porque hasta hace poco no me atrevía a poner narradores con hermanos, casi siempre eran hijos únicos.
–¡Es verdad! En Mudar de piel hay dos.
–Hay dos, efectivamente, lo que quiere decir que ya me he atrevido con eso.
–Ojo que cuando hablaba de la masculinidad en tu obra no me refería al viejo estereotipo del macho ligado a la fuerza o el poder, que es a lo que nos siguen reduciendo en ciertos ámbitos, y nos seguimos reduciendo nosotros mismos. Al contrario, te lo decía como elogio porque la masculinidad de tus personajes suele ser más compleja, menos estereotipable.
–Desde luego, así lo entiendo. No me veo al lado de esa vieja masculinidad fuerte, impositiva. Yo fui educado sobre todo por mujeres. Desde hace unos años ya tengo algunos muy buenos amigos varones, pero desde la adolescencia hasta muy pasados los veinte mis amistades eran básicamente mujeres. Siempre me ha interesado la ductilidad de la mujer. Para que te hagas una idea, yo estudié en muchos colegios, mi madre me lo permitía. En primero de BUP llegué a estar en tres colegios, así que siempre he necesitado ser un poco camaleónico para mezclarme con el paisaje, aprender a ser dúctil por razones de supervivencia. Porque además, en esos años de mi infancia, los setenta y ochenta, en España había cosas que no se llevaban, por decirlo de alguna manera. El poder ser tú en diferentes ámbitos sociales y no sólo en la burbuja que te da seguridad me parece una virtud estupenda. Entonces, como me gustaba observar a la gente, descubrí pronto que las mujeres son mucho más capaces para eso que los hombres. Allí donde llega el hombre se sienta [hace el gesto de desparramarse sobre el sofá] y ya: ha llegado el hombre.
–Los campeones del manspreading.
–Y no sólo eso. En el mundo de los escritores, el escritor encerrado en su despacho, con hijos y hogares de los que no se ocupa, esa imagen me repatea.
–Aun así, con esa destreza que tienes para trazar psicologías, en “Un refugio imprevisto” aparece una idea que también se repite en otros cuentos y en cierto modo en toda tu obra. La idea de que los hijos hombres estamos más predispuestos a perdonar a nuestros padres ausentes que los errores de nuestras madres presentes.
–Es verdad, pero creo que no obedece tanto a una cuestión de género. Piensa que son narradores que han vivido el abandono del padre y no de la madre, y es un rasgo humano bastante general el ser injusto con la persona cuyo amor y cariño tienes más asegurado. Como la madre está ahí, te ha alimentado, te ha educado, ya puede haber un terremoto o una revolución que a tu madre la vas a tener siempre, precisamente por eso te puedes permitir ser más injusto con ella que con el padre que no tienes. Nos pasa un poco con todo, creo. Queremos más lo que no tenemos, no en el sentido de querer amorosamente, sino de propiedad: hacer tuyo lo que te es esquivo.
–Otro rasgo de tus personajes es que son o viven rodeados de escritores, pintores, gente del arte y la cultura. Lo que me llama la atención es que en sus líos por herencias de dinero y expectativas de clase impuestas a sus hijos no son distintos a otros sectores de la burguesía. Como que la cultura y el arte no los ha vacunado ante complejos y mezquindades.
–Ahí hay una razón biográfica. Hay otros escritores para los que llegar a esa condición ha sido una conquista social y quizá por eso tienden a idealizar esas minorías cultas a las que ellos por fin pertenecen. En mi caso, por venir de la familia que vengo, siempre he sido plenamente consciente de que también en esas familias de artistas y escritores respetados se producen miserias y traiciones. Ojalá la cultura te hiciese mejor persona o más generoso, pero no es así.
–¿Qué has guisado recientemente o cuál va a ser tu próximo guiso?
–Tras la vuelta de vacaciones todavía no me he puesto en serio con la cocina. Ni siquiera he tenido tiempo de ir al mercado, porque desgraciadamente el que tengo cerca ya no es mercado ni nada. De modo que lo último fue al final del verano en Galicia: mariné un salmón con ginebra y creo que me quedó estupendamente. Ahora me gustaría hacer unas sardinas. Las haré, supongo, este fin de semana.