Mediados los años 70 Lluís Pasqual fundó con Fabià Puigserver y otros colegas el Teatre Lliure. Después de convertirlo en un “referente” escénico, con fuerte radiación y beneficiosa influencia nacional e internacional, ha dirigido el Odéon de París, el Centro Dramático Nacional en Madrid, la bienal de Venecia, el Piccolo de Milán, etcétera. No es exagerado decir que esa trayectoria le ha consolidado como una de las figuras más celebradas de las escenas europeas --por lo menos para quien tenga sensibilidad y sienta interés por el arte del teatro-- y un privilegio para la vida cultural de Barcelona, que no es precisamente para echar cohetes (pero de esto hablaremos quizá otro día). Quiero decir que el teatro no me interesa, que no voy nunca; pero tampoco soy tan ciego que lleve mis gustos subjetivos a categoría de juicio de valor universal, ni hace falta ser aficionado al teatro para comprender que Lluis Pasqual es un privilegio, un capital humano que la ciudad hubiera debido preservar, apoyar, mimar.

Hay que decir también que el Lliure, tan meritorio por tantos conceptos, en momentos de apuro reclamó el amparo económico de las instituciones políticas locales y regionales, perdiendo así su independencia. Decía Pío Baroja sarcásticamente que “vivir fuera del presupuesto del Estado es vivir en el error” y seguro que tenía razón, pero “qui paga, mana”, y depender del Gobierno autonómico y del Ayuntamiento barcelonés, creyendo, acaso ingenuamente, que no interferirán en el trabajo de los profesionales, porque respetan la cultura, la creatividad y a los agentes culturales no por lo que puedan servir a sus intereses políticos sino por su contribución al perfeccionamiento espiritual de los ciudadanos, a la evasión de las contingencias materiales, a la conciencia humanista de la vida, a la manifestación de la belleza y revelación de su misterio... es un disparate suicida, como acaba de demostrarse y acaba de experimentar Pasqual en sus propias carnes.

Durante estos años a Pasqual se le acercaron reiteradamente los portavoces del prusés instándole a sumar el Lliure a la ristra de instituciones de la sociedad civil y mixtas que han sido sobornadas, tomadas al asalto o persuadidas por el totalitarismo nacionalista para convertirse en vehículos más o menos explícitos de la ideología y en órganos de propaganda al servicio del poder. No es preciso, creo, dar aquí la lista. Por esto no es una exageración sostener que el régimen de las autonomías, concebido para distribuir, para descentralizar el poder, paradójicamente ha favorecido la consolidación de totalitarismos regionales. Pues lo característico del totalitarismo es precisamente que en todo se inmiscuye el poder, todo lo coloniza y pervierte.

Pasqual consideraba que no ya la historia de éxito sino el mismo nombre del teatro Lliure le comprometía a no someterse al servicio de causas ajenas. Además su trayectoria personal, los mismos retos profesionales que ha asumido a lo largo de su carrera, la conciencia de su propio talento, incluso la edad, que a todos nos hace impacientes, todo ha contribuido a darle un carácter personal poco amigo de apaños y componendas; con ribetes de altivez, según los correveideiles del procés a quienes despachó con las manos vacías y que se retiraron ofendidos y humillados decididos a esperar la ocasión propicia para vengarse.

La ocasión, quién había de decirlo, llegó a través de una joven actriz, caprichosa y tontaina, que un día decía en Twitter que era un formidable privilegio trabajar a las órdenes de Pasqual, de quien estaba aprendiendo tanto, y otro día cambiando de opinión se quejaba de que cuatro años atrás, cuando participaba en aquella famosa función de El rey Lear protagonizada por Núria Espert, Pasqual “la ridiculizó” y la hizo llorar, cosa, al parecer, inédita en el mundo del teatro, poco dado, según se ve a gritos, llantinas, gesticulaciones e histrionismos. A la pobrecita actriz la apoyó un manifiesto firmado “colectivamente”, o sea anónimo.

Esta ha sido la palanca o la excusa para provocar la crisis de estas semanas que ha acabado con la salida de Pasqual de la dirección del Lliure. Esa misma trayectoria y ese mismo orgullo personal, quizá también algo de vergüenza ajena, le han vedado explicarse, defenderse, aguantar en el cargo y someterse a la humillación de que unos comisarios de la corrección política escrutasen sus modales y juzgasen si en los ensayos le pedía a la aprendiza insolente las cosas siempre por favor o si alguna vez alzó la voz más de la cuenta. En vez de eso se ha podido permitir el clásico ahí os quedáis.

El cargo ha quedado libre. Espero que se lo den a una funcionaria del teatro, procesista hasta las cachas, preferentemente mujer, preferentemente joven, o si no a ese rival cuyo nombre suena a pastillas para la tos, un tipo si se quiere un poco ridículo pero que ya ha demostrado sobradamente su servilismo al Govern y lo ha vuelto a demostrar ahora, enredando entre bambalinas.

Que cuatro petardas y una caja de pastillas Juanola se hayan cargado a Lluís Pasqual lo dice todo sobre la salud de la vida cultural de Barcelona. Y, para confirmarlo, es significativo el dato de que la dimisión haya sido recibida por la alcaldesa de Barcelona con un tuit propio de Poncio Pilatos.

El gobernador de Judea que tenía en sus manos liberar a Cristo o complacer a la chusma azuzada por los rabinos y condenarle a muerte, ante la fastidiosa disyuntiva prefirió lavarse las manos. En él se ha encontrado una fuente de inspiración nuestra alcaldesa y gran especialista en nadar y guardar la ropa. Si en vez de en el siglo I hubiera vivido en el XXI, Pilatos también hubiera publicado un tuit con regusto franquista: agradeciendo los servicios prestados, garantizando que Barcelona siempre querrá y siempre estará agradecida a Pasqual, y profetizando que las musas Talía y Melpómene seguirán protegiendo al Lliure de todo mal, para que siga dándonos noches de gloria. Pues nada, alcaldesa, gracias por tu valiente mediación, por saber lo que te llevas entre manos y por ese filisteísmo tan de moda.