Historias, juicios y errores
Los errores judiciales sirven como referencia a un extenso ámbito literario que se remonta a muchos siglos
9 noviembre, 2017 00:00El pasado nunca acaba de morir, tampoco cuando en vida quedó envuelto entre nieblas. Con tanta razón como impotencia, nos quejamos del lento e ineficaz funcionamiento de la justicia. Sí, no tiene suficientes medios económicos ni, por lo general, un sentido práctico resolutivo. Tampoco son raros --aquí, allá y acullá-- los errores judiciales. El jurista británico Samuel March Phillips (1780-1862) compuso una antología de casos históricos de errores judiciales inducidos por el exceso de confianza en las pruebas circunstanciales. Y Janet Lewis, una asombrosa escritora norteamericana, se inspiró en tres casos reales, recogidos en esas páginas, para hacer una trilogía de novelas extraordinarias que la exquisita y singular editorial Reino de Redonda ha publicado: La mujer de Martin Guerre (1941), El juicio de Sören Qvist (1947) y El fantasma de monsieur Scarron (1959). El segundo volumen, primicia en España, ha salido hace sólo unos meses.
El juicio de Sören Qvist se desarrolla en 1625, en la península danesa de Jutlandia, en la localidad de Vejlby donde el viudo Sören Qvist ejerce de párroco. Éste preferirá perder la vida antes que aceptar un universo sin propósito ni sentido. Quedó el dicho de ser "tan bueno como Sören Qvist". Un hombre recto y escrupuloso, pero vehemente, pendenciero, impaciente con quien le llevaba la contraria, siempre presto a golpear. Propenso a entrar en provocaciones, Sören descuidó la recomendación del Eclesiastés: “No te apresures a enojarte en tu fuero interno, porque la ira anida en el corazón de los necios”. Cayó en una trampa fatal, de absoluta malignidad y desvelada veinte años más tarde, de forma inopinada. La lectura de esta narración permite hacerse cargo de una sucesión de calamitosas circunstancias que condujeron a Sören Qvist primero a la cárcel, encadenado por los tobillos, y luego a la ejecución; por un verdugo cuya paga iba a cargo del denunciante. Lo grave es que, “por abrumadoras que resultaran las pruebas circunstanciales, seguían estando incompletas”; una desconsideración fatal que jamás se puede olvidar. Esta novela permite adiestrarnos en el arte de juzgar, tan imprescindible como lleno de responsabilidad. Por esto hay que hablar de literatura. Stevenson, el autor de La isla del tesoro, entendía la literatura como el reflejo de la buena conversación.
Soñando despierto
José Carlos Llop señala en el prólogo que este es un relato cristalino, donde las escenas se suceden una a otra con naturalidad y sabiduría, “escrito para deleite de los cinco sentidos”. En efecto, no sólo podemos aprender a aquilatar a los demás con la mirada, sino a reconocer que en ocasiones resulta arduo saber si alguien entiende mal a propósito, por eso “una reprimenda razonable tenía poco efecto sobre él”. La naturaleza está dispuesta a ser interpretada: “Los avellanos aún se aferraban a sus hojas, aunque algunos tonos ocres y amarillos se habían infiltrado en sus filas” o “el brillo del sol era intermitente y en cuanto las nubes volvían a ocultarlo, los robles recobraban el tono cobrizo apagado de las cacerolas vistas a través del humo de turba en una cocina oscura”. No son descripciones baldías en la narración.
Contemplando Anna los cambios de la luz sobre los árboles y el campo, la hija de Sören “se daba cuenta de estas cosas con una percepción inmediata y clara, pero por lo demás, su mente parecía estar nublada, y más sombría que el cielo, y cabalgaba como si estuviera soñando despierta”. “Le maravilló poder hallarse tan afligida y ser al mismo tiempo tan consciente de la belleza del día”.
El poder de la gran literatura, de la buena conversación, de la plenitud de los sentidos es una base sólida para una vida humana y una previsión de irremediables errores.