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En los arsenales aguerridos del Caribe, los uniformes son una prolongación de la codicia. La dupla Maduro vs Trump, la teocracia chavista frente a la post democracia trumpista, expresan las relaciones profundas entre la escritura y el poder, dos extremos percibidos en la antigua Grecia por los fundadores de la Retórica. El discurso, a veces persuasivo y casi siempre amenazador, pertenece a los orígenes de la civilización; es tan antiguo como Las Euménides de Esquilo y otros dramas clásicos de Eurípides, Aristófanes o Tucídides.

El poder de la elocuencia en la novela del dictador acaba en la afasia del tirano. Este último teme la pérdida del verbo más que su derrocamiento. Así se ve en las horas decisivas de Yo El Supremo, la obra de Augusto Roa Bastos que situó al Paraguay en el apóstrofe del poder consigo mismo, sobre un suelo de profecía al que los antiguos guaraníes llamaban con bondad tierra-sin-mal.

Venezuela es un paraíso particular cruelmente descuidado. Allí palpita desde siempre el dictador, como lo formuló Rómulo Gallegos en su Canaima, un homenaje a la selva del Orinoco, el gran río que se expande en su lucha contra la naturaleza, el caciquismo, la deforestación y el ansia de oro.

El también venezolano, Uslar Pietri, va más lejos: atraviesa la membrana historicista y sitúa su ficción en La isla de Robinson, la biografía de Simón Rodríguez, un sabio especialmente interesado en las reformas educativas y mentor de Simón Bolívar. Rodríguez es la fuerza transformadora de la educación frente al militarismo, en las cumbres andinas y en Tierra de Fuego. Su ruptura final con la figura del Libertador es el antecedente novelado del abismo actual y real entre una democracia plena y el modelo chavista.

Portada de la edición de 'La guerra carlista' de Valle-Inclán EDITORIAL DEBOLSILLO

Gallegos y Pietri se acercan al modelo narrativo fundamentado por Valle-Inclán en Tirano Banderas, cumbre del esperpento. Como es conocido, Valle narra la caída del cacique sudamericano Santos Banderas, que dirige la nación ficticia de Santa Fe de Tierra Firme de modo despótico y cruel; la historia está imbuida por un fuerte ritmo interno propio de la descripción de un espacio inventado, deformado y degradante.

Las escenas estancas a lo largo de la obra evocan lo que llegará más tarde de la mano de otros novelistas latinos, como el cubano francés Alejo Carpentier en El recurso del método y, especialmente en la aportación tardía y brillante del Nobel Vargas Llosa en La Fiesta del Chivo y de otros dos libros de Roa que acompañan al citado Yo el Supremo, como El fiscal y Madama Sui (las tres constituyen la Trilogía Paraguaya), donde el autor prefigura el egotismo del plutócrata, en la figura de José Gaspar García y Rodríguez de Francia, llamado Doctor Francia, que lideró al país durante su ruptura con el dominio colonial español.

La metáfora del dictador recae finalmente en Alfredo Stroessner el “tiranosaurio que convirtió al país en un falansterio de hetairas y eunucos”. Un depredador sexual alimentado por una larga lista de jóvenes amantes que eran sustituidas a medida que cumplían su misión. El narrador se descubre junto al resumen de la joven favorita, Madama Sui, una chica de quince años, al cuidado del tutor italiano, Ottavio Doria, que mantiene con su pupila una relación semejante a la de Lewis Carroll y Alicia. El Supremo de Roa entrelaza así dos pasados, el poscolonial y el más reciente.

El peso ontológico de los pueblos empobrecidos del subcontinente americano se precipita sobre la narrativa basada en una fusión de las vanguardias: el surrealismo, el sincretismo, el expresionismo o el realismo mágico. Miguel Ángel Asturias, inspirándose en el dictador Manuel Estrada Cabrera, presenta el personalismo que gobernó Guatemala durante casi 22 años y desgaja la persona del personaje emplumado de militarismo matón.

Con la novela Maten al león, el mexicano Jorge Ibergüengoitia desarrolla un ficticio mando único como mezcla de muchos tiranos. En la filosofía política, la figura del mando único es defendida en su origen por Cicerón, “el cargo creado para responder a los disturbios civiles entre patricios y plebeyos”, y mucho después por Montesquieu que convierte la concentración de poder en algo temporalmente necesario: “La dictadura debe durar poco tiempo, porque el pueblo obra por arrebato y no premeditadamente”.

En 1974, en el esplendor del boom, Octavio Paz le pone un contrapunto crítico a la tradición de la narrativa engarzada en la política. En el último número de la revista Plural, Paz afirma que el “renacimiento del realismo ha convertido a la historia de la literatura moderna en una larga pasión desdichada por la política, desde los románticos alemanes e ingleses. De Coleridge a Mayakovski, la Revolución ha sido la gran Diosa, la Dama eterna y la gran puta de poetas y novelistas”.

Octavio Paz

Dos décadas después de la dura crítica del escritor y maestro mexicano, sale a la luz Contravida. Roa Bastos vuelve a la palestra, rememorando su casa natal en Manorá, “el camino de la muerte”, un enclave con rango de “mansión narradora”, semejante al de La casa de Mujica Láinez, de toques gatopardiano y orsiniano. La invención sobre la raíz del poder alcanza entonces su cenit en el momento en que el dictador se hace protagonista; ensordece y se aísla en un trastorno narcisista de palabrería hueca, hasta ser derrotado por el mismo lenguaje.

Así ocurre con El gran burundún-Burundá ha muerto, del colombiano Jorge Zalamea, la historia del tirano que, para imponer respeto de los ciudadanos, prohíbe todas las formas de expresión lingüística.

El subgénero se vincula al universo del humor cervantino, a la saga de los Buendía de Macondo, a los ciudadanos de Santa María de Onetti o al Pedro Páramo de Comala. Pero el ciclo del dictador ha empezado mucho antes, probablemente en 1845, con la publicación de Facundo de Domingo Faustino Sarmiento. Con el paso de las décadas, la tendencia se va expandiendo hasta su cenit, la aparición de El otoño del patriarca, de García Márquez, considerada la cumbre del subgénero.

Al tirano no le gustan los escritores; si pudiera, los metería a todos en una botella olvidada mar adentro. Sin embargo, las palabras del sátrapa van más allá de sus sueños; los discursos de los dictadores dependen cada vez más de los autores que los han metaforizado.

Uso de la ironía

Se ve con meridiana claridad en Carpentier, capaz de imaginar una prisión que el llamado Primer Magistrado ha mandado construir al tamaño de un país. El autor devuelve a la sociedad las palabras que un día robó el autócrata. Carpentier, crítico de arte y de música, es un políglota que nunca deja de escribir en español; un autor inopinadamente algebraico, un Orfeo que viaja a los infiernos para volver cargado de palabras.

Inspirado en el iluminismo francés, Carpentier en El recurso del método instala el suelo de su aportación entre lo cartesiano y los paisajes intramuros de la Habana Antigua, la fe primitiva del mundo indígena. Dramáticamente, su obra sitúa al héroe solitario en medio del coro griego: el pueblo.

García Márquez, en un homenaje al año de su muerte EUROPA PRESS

El protagonista es un nuevo Prometeo, tras haber usurpado a los dioses el fuego sagrado, que él debería entregar a los hombres: la palabra. También es el antiheroico al estilo de Lope en Fuentovejuna, cargado además de alusiones satíricas herederas de Quintillano -el sabio latino, Marco Fabio Quintillano- experto en el uso de la ironía, en la que a menudo se expresa lo contrario de lo que se dice.

Mucho después, el gigante de las letras, Vargas Llosa, en La Fiesta del Chivo se sitúa lejos de una reproducción fotográfica de la realidad. Lo confiere todo a un carácter graciosamente lúgubre sin accesorios románticos y con unos toques de humor a veces desconcertantes. Su concentración de miradas creativas sobre el tirano Leónidas Trujillo resulta horrendamente real; su fantasía penetra hasta el fondo de las leyes de lo social. El autor y Premio Nobel eleva la escritura utilizando la alegoría para seguir el rastro de una realidad tan dura, tan real de prácticamente irreal.

La función cardinal predominante en esta novela es la del asalto al poder político, la rivalidad y enfrentamiento entre los oponentes, y la ruptura de los desequilibrios por la injerencia de Departamento de Estado de Washington. El autor se mueve a la bruma alegórica de los caciques que dejan rastros de dolor y muerte y echa mano del testimonio para no pasar ni una, utilizando personajes, como la abogada Urania Cabral y las hermanas Mirabal, mujeres reales afectadas por el régimen y convertidas en símbolos de resistencia.

El caso de Victor Hughes

A lo largo del subgénero, el dictador es en el fondo la revelación literaria de personajes históricos que van desde el mexicano Porfirio Díaz al guatemalteco Estrada Cabrera, pasando por el venezolano Juan Vicente Gómez, el boliviano Melgarejo o los cubanos Machado, Menocal y Batista.

Exceptuando a Fidel Castro con el que Alejo Carpentier mantuvo una estrecha relación y una actitud colaboracionista, hasta el final de su vida. Carpentier terminó otra de sus obras, El siglo de las luces, en 1958, publicada en Cuba en 1962, sin la prohibición del régimen de La Habana, que muchos habían pronosticado.

Su personaje central, Victor Hughes, es enviado desde Francia al Caribe para difundir las ideas de la Ilustración, pero acaba convirtiéndose en un tirano. Su proyecto de cultura autárquico se mece ya en los orígenes de la posverdad; se anticipa tres siglos a la forma de dominación de nuestros días.