La posverdad no solo se combate con los hechos; es una insensatez a la que se derrota con la capacidad de discernir. La fría verdad incuestionable no lo puede todo; solo es un ancla que nos aleja del laberinto de la incertidumbre, como lo vio Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo (Alianza). Esta visión del mundo deshace la distopía de Orwell, 1984, y deslegitima a la China del siglo XXI -mezcla de modernidad y poder omnívoro-, una sociedad limpia, en la que las máquinas están al servicio del ciudadano y la tecnología ha desbancado al carbono, sin que la libertad humana avance un milímetro.
Aldous Huxley imagina el fin de la incertidumbre en Un mundo feliz, aquella sociedad gestionada por tecnócratas perfeccionistas, que anticipa los cultivos humanos, pero sin espacio para el disenso; el paraíso sin libertad, sin el suelo y el cielo que construimos a través de la conversación. En cualquier caso, “es la opinión y no la verdad lo que debemos reparar” y, sea como sea, “corremos el riesgo de que la sumisión a la mentira oficial pueda convertirse en la nueva normalidad” escribe Máriam Martínez-Bascuñán en El fin del mundo común (Taurus), un texto subtitulado Hannah Arendt o la posverdad.
Portada del libro de Martínez-Bascuñán
La autora, columnista y analista, acaba de publicar esta obra en la que acuña la idea de la “autocracia de la opinión”, un modelo de discurso público que restringe la libertad de opinar a una élite con formación específica. Refleja a Elon Musk cuando habla de astrofísica por encima de los expertos de la NASA o a los tecno-autoritarios del Silicon Valley que abandonan las aplicaciones para fabricar imperios. Vivimos la eclosión de un modelo capaz de aplastar la conversación, imponiendo el fin de la realidad compartida, la muerte lenta del espacio público. Hay que abrir bien los ojos ante este engaño. Bascuñán combina la profundidad insólita de Arendt, una mujer que se adelantó un siglo, con el humor revolucionario de Groucho Marx: “¿A quién va a creer usted, a mí o a sus propios ojos?” (Sopa de ganso).
El inmenso trabajo de Hannah Arendt abarca desde sus reflexiones sobre la mayéutica de Sócrates hasta las biografías ficcionadas del mundo antiguo y de su tiempo. Estudió filosofía de la mano de Martin Heidegger y Karl Jaspers a su paso por universidades como Heidelberg o Friburgo. Su marxismo se hizo marxiano a golpe de realidades y reflexión; encontró en la Revolución Americana la fusión de los principios de la Atenas de Pericles y la versión de la división de poderes matizada por la pluma de Montesquieu.
Son menos conocidos sus trabajos de inmersión en la literatura con piezas sobre Isak Dinesen, Hermann Broch o Walter Benjamin. Arendt fue obviada por Adorno y, sin embargo, fue amada por W.H. Auden, el gran poeta al que conoció, junto a Christopher Isherwood, en Berlín, donde se refugiaron los dos británicos cansados ambos del puritanismo intolerante de la sociedad inglesa.
Dejó la huella de pensadora y mujer libre en su ensayo sobre Nathalie Sarraute, el vector sobresaliente del Nouveau Roman, la escritora que abandonó la idea del protagonista heroico y la intriga novelesca, en favor de la introspección y la sutilidad de lo cotidiano. En los pliegues del día a día, Sarraute, descubrió una sociedad, la nuestra, inmune a la contradicción entre “lo que ven nuestros ojos o lo que nos dicen que hay que ver”.
El libro de Hannah Arendt
La fusión entre literatura y filosofía es la mejor apuesta de Arendt; ella sitúa esta mezcla en el factor tiempo: el pensamiento busca la esencia intemporal de las cosas, mientras que la literatura hunde sus raíces en la corriente irreversible del tiempo. La narrativa y la poesía son la sacralidad enigmática de los hechos, una práctica que socorre al discurso fragmentado de la historia y asiste a la filosofía a la hora de proyectar su conocimiento sobre la sociedad. En Arendt, pensamiento y arte conjugan una lucidez crítica que explora su identidad sentimental, basada en su vivencia como represaliada que conoció las cárceles de la Gestapo y evitó, con suerte, los campos de exterminio.
La verdad por sí sola no basta. En la sátira de Huxley, el populismo inventa neolenguas e impone que lo único que puede ser pensado pertenece a lo que puede expresarse con palabras; una versión infantilizada del Tractatus de Witgenstein, sin advertir que los creadores de la posverdad persiguen la creación de un Gran Hermano capaz de uniformizar el mundo; de controlar lo que piensan las sociedades por la vía del como lo expresan, al estilo del movimiento MAGA, en la Casa Blanca, una cima del mal gusto amenizada por la sala de baile que levanta Trump en el Ala Este del edificio.
Los síntomas de hoy se asemejan a los de La tierra baldía, el colapso pronosticado poéticamente por Eliot tras la primera Gran Guerra. La poesía refleja sin alegorías la brutal realidad que anuncia la ferocidad nazi; y, algunos años más tarde, Auden alerta de un futuro sin esperanza en una canción dedicada a los perseguidos por Hitler y titulada Otro tiempo: “....Se inclinan, por ejemplo, con esa elegancia del viejo mundo,/ ante una bandera adecuada en un lugar como es debido/; mascullan cual ancianos mientras suben renqueando/ sobre lo Mío y lo Suyo y lo Nuestro y lo de Ellos”.
Graffiti callejero con la imagen de Hannah Arendt
Con el Holocausto y la posterior deriva de Tel Aviv contra el pueblo palestino -lejos todavía del actual genocidio de Netanyahu en Gaza- Europa recorre el siglo de las guerras. Después de evitar la Alemania del Reich, Arendt abandona su exilio en París y se instala en EEUU; deja el judaísmo y, en 1948, firma en el New York Times una carta en contra del autoritario Menachem Begin, líder del Herut, una escisión del Irgun. Albert Einstein firma la carta junto a Hanna y a otros prominentes intelectuales judíos.
La pensadora experimenta el cambio cuyo derecho preconiza; expresa “la pluralidad que teje la textura del ámbito político” (Bascuñán). No practica el relativismo; reclama la permanencia del mundo común, en línea con Linda Zerilli, investigadora de la Universidad de Chicago, convencida de que el desafío contra la posverdad no reside en un simple descubrimiento de la verdad sino en convertirla en algo “políticamente significativo”.
La verdad, por más luminosa que sea, puede volverse irrelevante si la mentira no provoca un escándalo, avisa Arendt en 1972 en su libro La mentira en política. El Watergate de Nixon le sirve de referencia por el ruido que provoca, pero es más aleccionador el caso de Bush en la Guerra de Irak, -tres décadas después de la muerte de Arendt (1975)- cuando el entonces presidente dice “somos un imperio y cuando actuamos creamos nuestra propia realidad”.
Es el antecedente claro de la situación actual de Trump, de su arrogancia al enviar a la Guardia Nacional a pacificar ciudades, de mediar en conflictos bélicos o de aplicar su errático proteccionismo en el comercio internacional. Por su parte, las mentiras actuales del Kremlin tienen un perfil similar en el interior de la República de Rusia, pero sobre el teatro de la guerra, son parte de la maquinaria de Putin, dispuesto a recuperar Ucrania, como lo hizo Alemania en Polonia cuando Hitler ordenó a la Wehrmacht desatar una violencia colonial hasta dispersar a la población autóctona para dejar espacio vital (el lebensraum) a los colonos alemanes. “El mayor conflicto de la historia no fue una guerra entre la democracia y el fascismo; fue más bien una inmensa guerra y colonial”, escribe Paul Thomas Chamberlin en Tierra quemada (Galaxia Gutenberg).
La visión irresuelta del mundo bipolar encaja con la doxa griega de la que habla Hanna Arendt al referirse a la necesaria “conversación incesante” (La condición humana), la capacidad de hablar y ser escuchado, que Sócrates atribuyó “al esplendor y la fama”. La posverdad, no conviene olvidarlo, opera en entornos democráticos a través de las plataformas digitales, mientras que los totalitarismos de Rusia y China dependen de un líder y de la manipulación absoluta de sus ciudadanos. La posverdad no tiene padres, pero es el camino abierto para convertir las democracias en autocracias.
La posverdad en una narrativa. En su ensayo Hombres en tiempos de oscuridad, dedicado a Isak Dinesen, Arendt escribe que sin revivir los hechos reales en la imaginación no se puede estar del todo vivo. La intersección entre pensamiento abstracto y ficción se ofrece de una manera elegante en Memorias de África. Se alcanza así el principio de veracidad del cual nace la posibilidad del juicio: “Todas las penas se pueden sobrellevar si las introduces en una historia”, dice Isak Dinesen, en la dulce voz de Meryl Streep llevada al cine por Sidney Pollack, en 1985.
El hecho contrastado no basta, necesita una contingencia, un contexto que le dé sentido.
La mistificación del relato es el gran debate pendiente ¿Qué quiere la gente? se pregunta Tyrion Lannister en Juego de Tronos. ¿El oro? ¿Los ejércitos? ¿Las banderas? No. Solo quieren las historias. “No hay nada más poderoso en el mundo que una buena historia”.
