En 1989, Zygmunt Bauman publicaba un libro inquietante: Modernidad y Holocausto, donde planteaba que era la sociología la que debía aprender de la experiencia del Holocausto, y no debíamos seguir estudiando ese genocidio como una categoría sociológica excepcional, manteniendo categorías clásicas de análisis, según las cuales lo podíamos saber estadísticamente todo sobre el Holocausto, pero perdiéndonos su significado esencial.
Las implicaciones de este planteamiento eran graves y diversas: “Se puede inventar una sociedad objetivamente mejor que la que simplemente existe, es decir, la que existe sin ninguna invención consciente. Invariablemente, este proyecto tiene una dimensión estética: el mundo ideal que está a punto de surgir se ajusta a las normas de la belleza superior. Una vez construido, será exquisitamente satisfactorio, como una obra de arte perfecta. Será un mundo al que, utilizando las inmortales palabras de Alberti, no podrá mejorar ninguna cosa que se le añada, se le quite o se le cambie” (Modernidad y Holocausto, Sequitur, 2022, Trad. de Ana Mendoza y Francisco Ochoa de Michelena).
Bauman demuestra que el odio populachero y racista no fue el motor, o no fue el único, que impulsó la muerte industrializada bajo el yugo nazi. Para que esa aberración sucediera se necesitaba un aparato burocrático bien engrasado, que diluyera varias cosas simultáneamente: la empatía, los sentimientos de compasión, el sentido moral de los ejecutores y los espectadores, y la culpa personal, entre cartapacios, expedientes y órdenes ejecutivas que ocultaban a los responsables últimos de esos crímenes. Lo cual nos conduce a la consecuencia más inquietante de su libro: el Holocausto y el racismo sistemático eran hijos de la Modernidad, y no sus accidentes. Y una de sus afirmaciones más sorprendentes, en 1989, consistió en señalar que las condiciones objetivas de esa Modernidad estatalista no habían desaparecido.
'Modernidad y holocausto'
Bauman traía malas noticias. Fue poco escuchado, sobre todo en los años 90. Por desgracia. Porque era cierto que un estatalismo burocratizado y deshumanizado en virtud de unos objetivos calculados, contando con la tecnología suficiente, podía volver a caer en la tentación de administrar la muerte sanitaria. Bauman demuestra que las utopías de Hitler y sus acólitos tenían mucho que ver con ideas higienistas, y de hecho el Departamento que organizó las masacres del Holocausto de un modo racionalizado era un organismo de tipo sanitario, y no militar.
Leamos otra vez a Bauman y quizá entenderemos qué está empezando a pasar en nuestras administraciones y escuelas públicas, víctimas de la burocratización y la razón ultraeconomicista: “La cultura moderna es una cultura del jardín. Se define como el proyecto de vida ideal y de perfecta administración de las condiciones humanas. Construye su propia identidad a partir de la desconfianza en la naturaleza. De hecho, se define a sí misma, a la naturaleza y explica la diferencia entre ambas por medio de su desconfianza endémica de la espontaneidad y su deseo vehemente de un orden mejor y necesariamente artificial”. Este vuelve a ser el sueño totalitario incubado en Occidente: el siliconismo en su desarrollo imperialista. Pura ingeniería social agresiva. Pero, como sabía Benjamin, la utopía es la antesala de la distopía: mientras el mandato trashumanista prospera, el mundo se va volviendo cada vez más feo, ineficiente, insolidario, inmoral, violento, hostil, desigual y antiintelectual.
“La mayor parte del tiempo se evita que la modernidad se descontrole”, continúa Bauman en la misma página. “Sus ambiciones chocan contra el pluralismo del mundo y se detienen antes de realizarse por falta de un poder absoluto que sea lo suficientemente absoluto y de un ejecutor monopolista como para rechazar, quitar importancia o aplastar a todas las fuerzas autónomas, compensatorias y atenuantes”, precisamente el tipo de fuerzas moderadoras que están entrando en crisis una tras otra.
'Transhumanismo'
Porque, ¿qué ocurre cuando sí alcanza alguien el poder absoluto? En un libro reciente de Antonio Diéguez, Trashumanismo (Herder, 2017), se definía este movimiento como partidario del “uso libre de la tecnología para el mejoramiento del ser humano, tanto en sus capacidades físicas, como en las mentales, emocionales y morales, trascendiendo todos sus límites actuales. Las tecnologías a las que acude son la ingeniería genética y el desarrollo de máquinas inteligentes”. Precisamente el tipo de saberes aplicados de los que aún carecían los nazis. Nadie sabe por qué, pero parece que Occidente está volviendo a soñar con una sociedad jardín en la que el ser humano, empeñado en comportarse de forma contradictoria, poco eficiente (“errónea”), y empeñado también en tener mala salud, incordia y se ha de integrar (es decir, desintegrar) o de apartarse de la maquinaria del progreso.
Nadie sabe por qué obedece a los mandatos de la ideología transhumanista, pero lo cierto es que lo hace sin chistar, y que la resistencia es mínima e insignificante. Poco a poco vamos sajándonos porciones de población, mientras imaginamos paraísos. Entre occidentales, el genocidio transhumanista está tomando un aspecto natalista, netamente racista otra vez, y se trabaja intensamente para borrar o minimizar la cultura humanística en los sistemas educativos, educando a las masas en el utilitarismo más estricto.
Las reformas pedagogistas estaban pensadas para esto, para generar la perfecta optimización de los recursos disponibles a la hora de generar docilidad, conformismo y falta de ambición cognitiva. Entre occidentales cabría hablar más de culturicidio que de genocidio en sí. El fenómeno es tan grave en Alemania como en Italia, Francia, Finlandia o España. O quizás deberíamos hablar de cerebricidio. Pero si nos asomamos a la periferia del Imperio, la cosa cambia y ha tomado un aspecto aún más siniestro. Y, casualidad, alguien ha alcanzado el poder absoluto y han vuelto los genocidios y la limpieza étnica. Y el coro permanece mudo, o empieza a mostrar señales de querer unirse a la vesania. Tenía razón Bauman. Ha vuelto a pasar. No podemos decir que no estuviéramos avisados.
