Hará cosa de una semana se registró en los digitales lazis una hemorragia de satisfacción ante la inminente emisión de un documental de HBO titulado Surveilled (Vigilado o Espiado), que abordaría la malvada misión del programa informático de origen israelí Pegasus consistente en espiar las comunicaciones de abundantes procesistas de campanillas una vez el programa en cuestión había sido puesto, por un módico precio, a disposición del dictatorial estado español. Que HBO estuviese detrás de la propuesta hacia salivar al lazismo, que últimamente anda necesitado de algunas alegrías, dado que las cosas no han salido según lo previsto.
Y que el principal responsable del asunto fuese el periodista norteamericano Ronan Farrow (Nueva York, 1987, hijo de Mia Farrow y, teóricamente, de Woody Allen, ya que todo parece indicar que su padre biológico fue Frank Sinatra, pareja de su madre durante los años 60, cuando La semilla del diablo, dicho sea sin segunda intención), que ya había saltado a la fama por su eficaz acoso y derribo del sátiro cinematográfico Harvey Weinstein, ofrecía a los indepes un plus de glamour y un aroma al mundo de las celebrities nada desdeñable.
Hablando en plata: no es lo mismo que te de la razón ese Pitagorín que se licenció en filosofía a los quince, se sacó la carrera de Derecho en Yale a los 22 y estudió luego relaciones internacionales en Oxford o que te la den Sala i Martí, Jair Domínguez y su fiel Peyu, el Mag Lari o el payaso Pesarrodona.
Diálogo de besugos
La otra noche me tragué Surveilled en HBO Max (una hora justita: se deja ver) y comprobé que me hallaba ante una nueva cruzada del señor Farrow, quien parece haberse tomado muy en serio su papel de justiciero internacional y conciencia moral de los Estados Unidos de América. Su tema elegido era el espionaje carente de principios y de ética que se lleva a cabo en el mundo, tanto entre países dictatoriales como en supuestas democracias. Espionaje en el que está especializado el estado de Israel y la empresa NSO, creadora de un programa informático, el Pegasus, que se puede colar en cualquier chisme o aparatejo en vistas a enterarse de cualquier cosa. Algo ante lo que el señor Farrow muestra ciertas inquietudes morales (descubre que a los países más impresentables se les cobra mucho más por el Pegasus que a las naciones aparentemente democráticas, algo sobre lo que se limita a sonreír y a no opinar).
Nuestro hombre se planta en Israel y, sorprendentemente, es tratado muy educadamente por NSO, aunque los datos que realmente le interesa reunir se los suele tener que pintar al óleo. La charla entre Farrow y el CEO de NSO tiene mucho de diálogo de besugos y de usted pregúnteme lo que quiera, que yo le contestaré lo que me de la gana. Farrow da la tabarra ética (no hay que olvidar que al descuartizado Kashogi lo trincaron vía Pegasus vendido al jeque Bin Salman por Israel), pero su interlocutor solo habla de dinero y de que si alguien le dice que representa a un país democrático, ¿quién es él para llevarle la contraria? Farrow consigue averiguar, eso sí, que el Pegasus acaba en manos de cualquier país aparentemente democrático. Y también de satrapías inmundas, pero a un precio considerablemente más elevado.
Sin hablar con el Gobierno
Entre los países democráticos con acceso a Pegasus figura España, lo que lleva a Farrow a Barcelona a ejercer de émulo de El americano impasible de Graham Greene (o de Oliver Stone en viaje turístico progresista). Con la cabeza llena de conceptos tergiversados de la Brigada Lincoln, contacta con el mega lazi Elies Campo, quien le da su peculiar versión de la utilización del Pegasus por las autoridades españolas, que Farrow se traga de pe a pa: así pues, no se trata de espiar a más que posibles enemigos del estado, sino a inofensivos activistas que ansían la independencia del terruño como si eso no implicara la destrucción de España. Evidentemente, el señor Farrow no se toma la molestia de hablar con nadie del gobierno español y da por buenas las explicaciones del señor Campos, que en ningún momento aparece como un peligro para el estado, quedando siempre, él y su familia y sus amigos, como inofensivos idealistas cuyo libre albedrío se ha despreciado de una manera innoble.
De regreso a su país, Farrow hace como que se preocupa por las fechorías del espionaje chungo en Estados Unidos, pero se conforma con cualquier explicación que le dan los típicos esbirros del gobierno. Con un malo (España), parece que ya ha justificado el programa. Y, lo que es más importante, su palmito aparece en todos y cada uno de los planos del reportaje, para que quede bien claro quien es aquí la estrella.
Ronan Farrow cuenta con más de 300.000 seguidores en Instagram, pero también con detractores que lo acusan de elegir el final de sus reportajes antes de que se produzca (como queda claro en su aproximación al catalangate). Lo mejor de Surveilled es, yo diría, haber dado una alegría a un lazismo que anda muy necesitado de ellas. Pero si el gran descubrimiento de nuestro hombre es que todos los países nos espiamos mutuamente, dentro y fuera de nuestras fronteras, me temo que su viaje es de los que no necesitan alforjas. Como dijo su padre, Woody Allen, en su pieza teatral Don´t drink the water: “Sí, nosotros les espiamos a ellos. Y ellos nos espían a nosotros. Todos lo sabemos y no sirve de nada fingir indignación. Tú me espías a mí y yo a ti, ¿qué pasa?”.