Había una vez en Königsberg un señor que siempre andaba a golpe de reloj y que carecía completamente de pasiones. Pues bien, resulta que todo era falso. El señor que se cronometraba la vida y cuya existencia era un precedente del taylorismo era Joseph Green, un comerciante inglés que fue el mejor amigo del filósofo Immanuel Kant (1724-1804), cuyo tricentenario estamos celebrando aún.
Quién era realmente Kant y que aportó más allá de tópicos y transferencias literarias de rasgos ajenos es lo que se propuso Manfred Kuehn en 2001, y su biografía (la más documentada hasta la fecha) la acaba de reeditar Akal en traducción de Carmen García-Trevijano.
¿Qué había de cierto en la leyenda del Rey de Königsberg? Que se trató de un hombre metódico, que jamás consta que tuviera sexo con ningún ser vivo de la tierra (lo cual, créanme, palabra de historiador, es realmente insólito, porque lo primero que aprende uno manejando archivos es la calentura universal que ha presidido todas las épocas, y que muchas veces, a falta de documentación amatoria (caso de Leibniz), lo que indicaría era una más que probable homosexualidad disimulada), que nunca se alejó del hinterland de su ciudad natal, que rechazó varias veces importantes puestos académicos en Berlín y Halle para no alejarse de casa, que era maniático y tendía a la hipocondría, que cambió de casa porque le molestaban unas barcazas, y luego volvió a cambiar de casa porque un gallo no le dejaba pensar, y tampoco le dejaron comprar el gallo para meterlo en la olla, aunque también es cierto que fue un bon vivant, a quien le encantaba la compañía de aristócratas y comerciantes ricos, y que era muy amante de la buena cocina (se llegó a decir que escribiría una Crítica de la razón culinaria), que recibía entre dos y cuatro amigos invitados a casa cada día, que pasaba todas las tardes con sus amigos, que empezaba el día como los Bolsón, de Bolsón Cerrado, con una pipa; que desafió al poder real de su Estado y que aplaudió hasta su final la Revolución Francesa, lo cual no era una minucia en el reino de Prusia.
Así pues, esta biografía cumple con uno de los cometidos principales del género: pasar del mito al logos, desbrozar una figura que ofrecía oscuridades y mostrar toda su complejidad y sus contradicciones internas.
Era urgente hacerlo porque las fuentes secundarias de la época estaban llenas de animadversión contra el personaje: demasiado liberal, parece que criptoateo, demasiado exitoso, demasiado autónomo, demasiado amante de las polémicas intelectuales (la más sonada, la que mantuvo con su ex discípulo Herder), demasiado rocoso contra los aires del Romanticismo, que fomentó en un texto de la etapa precrítica (el que Kuehn juzga el más ligero, superficial y cortesano de los escritos de Kant), las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1764), pero que luego combatió desde una postura inequívocamente ilustrada y basada en los libros de Hume.
Repulsión
Desde su juventud, Kant deslumbró a sus contemporáneos por su audacia, sentando las bases de la contemporaneidad filosófica y científica. Por ejemplo, en 1755, “postulaba, como una consecuencia inmediata del ser de Dios, un tipo de materia básica que llena el universo entero.
Aunque esta materia básica tenía desde el comienzo una tendencia natural hacia la perfección implantada por ella por Dios, carecía al principio de movimiento. El movimiento inicial no podía provenir de Dios, sino que debía ser derivado de las fuerzas de la naturaleza misma”; es un paso enorme hacia la secularización de la cosmología… "Kant trató de derivarlo sirviéndose de las fuerzas de atracción, que origina la materia y está desigualmente distribuida en el universo, contrayéndose en un cuerpo central.
Pero, por otra parte, existe también la fuerza de repulsión, que hace que las partes de la materia que se mueven en la dirección del cuerpo central colisionen entre sí y formen otros cuerpos que se mueven en direcciones diferentes. Las interacciones entre las fuerzas de atracción y repulsión originaron la rotación, y esta a su vez inauguró el lento ciclo de formación de los numerosos sistemas planetarios”.
A poco que alguien está mínimamente familiarizado con las hipótesis generales actuales, se captará rápidamente lo bien encaminado que iba Kant. El Universo tenía principio pero no fin, y era infinito en el espacio y en el tiempo.
Contenía extraterrestres que necesitarían también ser redimidos por Cristo en sus respectivos mundos. Kuehn otorga mucha importancia a una crisis vital que vivió Kant a los cuarenta años, momento en que cambió de amigos y adoptó el sistema de máximas de comportamiento fijándose en cómo vivía su amigo Green, y abandonó el dandismo y la vida nocturna para concentrarse en el trabajo mental y la frugalidad.
En ese preciso momento, Kant empezó a pensar que su variada vida social entorpecía el curso de su obra filosófica y su carrera académica. Un buen amigo suyo, Funk, murió en 1764, y esa desgracia incomprensible para Kant fue el detonante de ese cambio radical.
Otro año fundamental fue 1770: momento en el que compuso su famosa Disertación Inaugural. Kant se dio cuenta en 1769 de que el Espacio no podía ser una realidad independiente, sino una categoría más bien interna, y este cambio de opinión empezó a generar su evolución a partir de los presupuestos de Hume; es decir, que abrió el paso a la lentísima construcción del sistema crítico que desarrollaría durante su madurez.
Esa filosofía completamente nueva no tomó su forma definitiva hasta la primavera de 1780, momento en el que Kant empezó a redactar y logró culminar la versión definitiva de Crítica de la razón pura, donde, como explica Kuehn, “la forma del mundo cognoscible es puesta por nosotros”.
A partir de entonces, la Crítica fue ganando adeptos, defensores y también numerosos enemigos, hasta que logró consolidarse como el sistema de moda en Alemania hasta aproximadamente 1790, cuando Schelling, Herder y Fichte tomaron el relevo con propuestas distintas y se fue desplegando el idealismo romántico. En Jena, dos estudiantes llegaron a batirse en duelo porque uno de ellos había acusado al otro de no entender la Crítica kantiana.
Las pasiones se iban desbordando, y la habilidad política con la que Kant fue colocando a partidarios suyos en puestos académicos clave es una de las pruebas que repite Kuehn con más frecuencia para desmantelar la imagen de un Kant inútil, despistado y alejado de la mundanidad.
Al contrario: Kant era cualquier cosa menos una persona fría. Se enfurecía a menudo si las cosas no iban tan bien como él esperaba, y era capaz de defender a amigos a capa y espada (caso de Mendelssohn) o de todo lo contrario, de intentar fulminar a enemigos con todo el peso de su desprecio intelectual (casos de Herder y Fichte).
En cualquier caso, el autor de Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), su texto más influyente, frecuentó fiestas y banquetes durante toda su vida, siempre que fueran diurnos, y tenía una idea muy clara y muy lúcida de lo que eran el poder político y el poder académico, que se retroalimentaban entre sí.
Si ustedes combinan la lectura de esta sesuda y enjundiosa biografía de Kant con el Hegel de Jacques d’Hont, reeditado por Tusquets en 2021 en traducción de Carlos Pujol, un libro coral reciente sobre el círculo de Jena (La república de los espíritus libres, de Peter Neuman, traducido por Raúl Gabás también para Tusquets) y el Heidegger de Safranski (Un maestro de Alemania, Austral, traducido también por Gabás), ustedes habrán seguido un magnífico curso de filosofía, estética y literatura alemanas por un módico precio. Ver desfilar ante nosotros a gigantes del pensamiento que pululaban por Alemania durante los mismos años, como Goethe, Schiller, Lessing, Hölderlin, Novalis, Mendelssohn, Herder, Fichte o el mismo Kant, en versiones actualizadas, no es una nimiedad.
Precisamente si algo queda claro en la biografía de Kuehn es cuál fue el triunfo de Immanuel Kant, su mensaje más potente e influyente justo antes de que se iniciara su declive físico y mental: es posible que el ser humano llegue a la mayoría de edad autónoma a través del ejercicio del raciocinio, y también debería ser posible (Kant lo soñó) un gobierno constitucional que acabara con las guerras, las invasiones y las masacres gratuitas. Es posible que estos dos objetivos, en realidad, sean las dos caras de la misma moneda.
Visiones
Lo que parece fuera de duda es que nos ha tocado vivir una época antiilustrada, de idiotización y fanatización masivas puestas al servicio del ejercicio del poder en sus versiones más crudas y primitivas. Con la agravante de no estar partiendo, como la Prusia de 1750, de una situación preilustrada. En nuestro triste caso, la labor de demolición de los objetivos emancipadores por parte de algunas instituciones es totalmente consciente e involutiva.
Nos va como nos va como especie y sociedad porque no hacemos suficiente caso de las visiones de Kant, y esto es especialmente sangrante en un mundo como el nuestro, cruzado de arriba a abajo por sectarismos, imperios testiculares, racismo y propaganda para la idiotización de las clases medias y bajas.
Ha ocurrido con EL libro de Kuhn como con el Hegel de D’Hont, mientras el autor francés se encargó de cambiar la visión estereotipada de un Hegel domesticado y absolutista (cuando en realidad está demostrado que afrontó no pocos peligros para ayudar a amigos liberales reprendidos y encarcelados), Kuehn ha conseguido combatir la caricatura impulsada en parte por Metzger, Heine y Simmel, para romper con la imagen de un hombre anodino y desconectado de la realidad.
La verdad es muy distinta: tanto Kant como Hegel fueron campeones de la causa liberal, que el segundo recogió allí donde se eclipsaba la influencia del primero, en un contexto hostil que parece mentira que funcionara de un modo tan policial en la Prusia de finales del siglo XVIII. Porque si algo llama la atención de estas biografías es la evidencia de que el poder político, como en España, estaba obsesionado con perseguir y hundir a los ateos, los deístas y los racionalistas.
Es posible que, acostumbrados a los textos y los triunfos de Hobbes, Spinoza y Hume, que también pasaron lo suyo, no sepamos ver los sacrificios y peligros que afrontaron personajes como Fichte o Jovellanos, o incluso Voltaire y Rousseau, a la hora de sugerir las más tímidas reformas. Con gran sorpresa y estupor hemos leído estas líneas de Kuehn: “Cölestin Christian Flottwell (1711-1759), profesor de retórica alemana y amigo de Gottsched en Königsberg, escribía el 2 de abril de 1739: “La escuela de teología está en pleno delirio, y en estos tiempos la inquisición española es más suave que ella”.
A mediados de siglo, los pietistas habían conseguido que la monarquía prohibiera la filosofía de Wolff, pionero de la Ilustración alemana, y se marginara a todos sus seguidores. A propósito de Rousseau, se sabe que Kant tenía un retrato suyo sobre su escritorio, así que muy sectario no debía ser cuando él mismo admitió diferencias doctrinales insalvables entre los dos. Digamos que Kant lo leyó con interés toda su vida, aunque realmente fue Hume y el empirismo inglés su caudal principal de influencias.
Hombre débil
Para atacarlo, los enemigos de Kant se inventaban cosas peregrinas: que era un corruptor, que en realidad Leibniz había llegado más lejos. Hoy se le llama racista y prenazi (¡cuando movió cielo y tierra para favorecer a intelectuales judíos y fue uno de los primeros en señalar la futilidad de inferir diferencias por la pigmentación de la piel, afirmando que todo el género humano procedía de un mismo tronco común!). Pero es posible que las redes sociales hayan exacerbado cierto antiintelectualismo oficial, parecido al del rey Federico Guillermo II de Prusia, convirtiendo las suspicacias políticas en odio popular contra los escritores.
El viejo sueño ilustrado de Immanuel Kant, que ya fue en parte cancelado en vida del autor, es más vigente que nunca porque ese hombre débil, con el pecho hundido, y todo cabeza, que sufría de melancolías, taquicardias y diarreas devastadoras, fue capaz de impulsar un proyecto educativo y ético que aún sigue siendo necesario, quiero decir, más necesario incluso que en su tiempo, aun con todo su aparato de contradicciones internas.
Kant, hijo de un talabartero que acabó entre magnates ejerciendo de rector universitario, tenía ideas pedagógicas muy claras: “La Revolución francesa no será olvidada nunca, pues es el signo de nuestra posibilidad de progresar y mejorar. Los políticos (y las jerarquías eclesiásticas) tendrían que comprender esto.
Más esperanza
No deberían oponerse, sino impulsar la Ilustración. Porque “la Ilustración del pueblo es la educación pública de las gentes en sus deberes y derechos con respecto al estado al que pertenecen”. No se puede esperar progreso del movimiento de las cosas de abajo hacia arriba, sino de arriba hacia abajo”.
Esta es la razón de que la educación contenga en última instancia una dosis mayor de esperanza que la revolución. Dicho en otras palabras, que deben ser los filósofos, y no los políticos ni los eclesiásticos, los encargados de la educación”. La educación es la verdadera y única revolución posible. Todos los revolucionarios eran personas instruidas, que estudiaron y se convirtieron en personas autónomas, es decir, ilustradas. Pues bien, ya va siendo hora de tomar nota de todo ello, ¿no?