Antes de prender la mecha de una respuesta, el filósofo Manuel Toscano (Málaga, 1963) espera unos segundos para buscarle a las palabras su quilate más exacto. Luego, echa a hablar desde una contundencia que no es imperativa, sino que viene trufada de pausa y reflexión, como si tuviera tan claras algunas cuestiones que prefiere volver a pensárselas. La lengua y las políticas lingüísticas son, desde hace décadas, uno de sus campos de acción y cavilación. El asunto toma ahora forma en el libro Contra Babel. Ensayo sobre el valor de las lenguas (Athenaica), donde este profesor de Filosofía Moral bracea a su modo y con la corriente no siempre a favor.

¿Cuál es el detonante de su interés por las lenguas?

Todo surge a raíz de mis dos estancias a mediados de la década de los noventa en la cátedra Chaire Hoover de Ética económica y social de la Universidad de Lovaina en Bélgica, donde coincidí con Philippe van Parijs, un filósofo pionero en el estudio de la justicia lingüística, es decir, de los problemas morales y políticos que suscita la diversidad lingüística y las lenguas en contacto. Además, la propia institución académica que me acogió, en Louvain-La-Neuve, es hija del conflicto entre francófonos y flamencos. Llegué allí muy interesado en la cuestión del nacionalismo y, a todas luces, su conexión con el asunto de las lenguas es fundamental.     

En su ensayo Contra Babel pone en cuestión muchos de los tópicos sobre las lenguas. 

Uno de los propósitos del libro era someter a examen los clichés acerca de lo que algún autor ha llamado el sentimentalismo lingüístico, es decir, todas esas metáforas, tópicos y  falacias que han surgido en torno a las lenguas y que son, en realidad, un obstáculo para discutir de forma serena sobre ellas. Muchos de esos supuestos valorativos se asumen como algo que va de suyo; creo, por tanto, que era necesario darles una vuelta. Ciertamente se trata de una tarea ingrata a veces, ya que obliga a ir a contracorriente de unos supuestos bien arraigados y, por cierto, muy cargados de moralina.  

Manuel Toscano YOLANDA CARDO

Usted afirma, por ejemplo, que la desaparición de una lengua no tiene por qué ser necesariamente una tragedia.

A mi juicio, todo depende de las circunstancias en las que tenga lugar esa desaparición. Para llegar a esa conclusión, parto de una premisa: que el valor de las lenguas tiene que ver sobre todo con su utilidad para los hablantes. Si la aceptamos, no cabe otra conclusión, pues la desaparición de una lengua es un proceso de cambio y sustitución por otra, más útil y ventajosa para los usuarios. Si ponemos el foco solo en las lenguas sería como otorgarles vida propia, como si estas fueran animales fabulosos, y le estaríamos dando un valor por encima o al margen del que tienen para las personas.   

Entonces, si desaparece una lengua, ¿no se pone fin a una visión del mundo?

Esa idea de que cada lengua ofrece una visión distinta de la realidad está bastante desacreditada. Es indisociable de la vieja concepción romántica de las lenguas, según la cual cada idioma es la expresión del genio nacional, del volksgeist. En esa mentalidad cada lengua se correspondería con una forma de vida colectiva única, un marco particular de ideas y valores que configura la concepción del mundo de esa comunidad separada. Esa relación biunívoca en la que a cada lengua le corresponde una cultura y que a cada cultura le pertenece una lengua distinta es hoy en día insostenible. Supone una visión de las sociedades humanas como comunidades culturalmente homogéneas y bien delimitadas unas de otras.  

Otro de esos lugares comunes afirma que la diversidad lingüística es una riqueza.  

En cierto modo, se le ha dado la vuelta al mito bíblico de Babel: el castigo divino se ha transmutado en una bendición. No niego que haya posibles beneficios ligados a la diversidad lingüística, pero me parece insatisfactorio aceptar ese mantra sin preguntarnos cuáles son esas ventajas concretas o qué clase de bienes nos reporta. No basta con decir que hace el mundo más variado. Por otra parte, sostengo que, de haber beneficios, hay que contrapesarlos con los posibles costes, que existen. La fragmentación lingüística tiene costes comunicativos cuyas repercusiones sociales, políticas y económicas son evidentes. Por ejemplo: Papua-Nueva Guinea es el campeón mundial de la diversidad lingüística, con más de 830 lenguas en una población de nueve millones de personas. ¿Cómo montar un sistema educativo con tantas lenguas, muchas de ellas habladas por muy pocas personas? ¿Cuánto vale ofrecer servicios públicos multilingües en sociedades con necesidades sociales acuciantes? Ocurre algo similar en muchos países africanos, que también presentan un altísimo grado de fragmentación.

-Dedica gran parte de su ensayo a analizar el valor que tienen las lenguas y concluye que, frente a las visiones que ensalzan su condición de creación humana o sus cualidades como patrimonio cultural, la principal valía de las lenguas es su función comunicativa. 

Una de las descripciones del valor de las lenguas es que representan un rico patrimonio cultural que viene del pasado y yo no lo niego: ahí está su rico acervo de ideas, expresiones y conocimientos. Sin embargo, no se debería usar para ignorar la función comunicativa de las lenguas. No hay nada de filisteo en reivindicar su valor comunicativo porque, en último término, la condición de patrimonio depende de él. Si es un legado que pasa de generación en generación, esa transmisión descansa en su función comunicativa. Me opongo a ese contraste que a veces se hace entre el valor patrimonial y el valor comunicativo, como si el primero pudiera desgajarse del segundo.   

'Contra Babel', de Manuel Toscano ATHENAICA

Usted plantea en su libro una interesante paradoja: si bien la lengua es una herramienta comunicativa de primer orden la mejor receta para su conservación sería el aislamiento. 

Explico esa paradoja en relación con la ley que formuló el politólogo canadiense Jean Laponce, quien le dio un rótulo muy expresivo: la ley de los amores que matan. Sostiene que cuando mejor se llevan las personas, cuanto más cooperan y más se relacionan entre sí, peor les va a las lenguas, es decir, más feroz se vuelve la competencia entre ellas. Claro que esta ley también se puede formular del revés: cuanto peor se llevan las personas porque se detestan o directamente se ignoran, mejor les va a las lenguas. Eso significa que la fragmentación lingüística prospera con el aislamiento social o geográfico de los grupos de hablantes. Un ejemplo claro lo tenemos en la pervivencia del yiddish en los guetos judíos de Europa central y oriental.     

Deduzco que, a su juicio, no todas las lenguas son igual de valiosas.

En  términos comunicativos las diferencias entre las lenguas son descomunales. Nos encontramos con que hay unas pocas –no superan la decena– que tienen más de cien millones de hablantes, mientras que miles de lenguas que apenas llegan a los mil o diez mil. Si una lengua es una red de comunicación, convendremos que será más valiosa cuantas más oportunidades de comunicación ofrezca, más gente la use y, también, cuantos más usuarios multilingües la hablen. Eso querrá decir que está mejor conectada con otras redes. Pongo un ejemplo para que se pueda entender lo que digo: ¿de qué me serviría tener un teléfono si solo yo lo tuviera? Mientras más gente disponga de teléfono, más útil me resultará el mío. Con las lenguas pasa igual. Su valor comunicativo depende de su extensión –cuántos hablantes tiene– y de su centralidad –cómo de bien está conectada con otras a través de sus hablantes multilingües–.

-Llama la atención que el valor de una lengua esté tan ligado al número, a su peso.     

A muchos defensores del multilingüismo este tipo de cálculos les parece un asunto prosaico y antipático. Les pasa lo mismo con la idea del valor comunicativo de las lenguas que, bajo su punto de vista, no hace justicia al valor humano, cultural o simbólico que poseen. Pero los hechos están ahí: basta considerar cómo el sistema educativo dirige a los estudiantes a aprender determinadas lenguas para descubrir que el aprendizaje de un idioma es una inversión destinada a elevar el potencial comunicativo del repertorio lingüístico del estudiante. Una nueva lengua es una forma de capital humano, pero no en un sentido meramente económico, ya que el dominio de un idioma no solo mejora nuestras oportunidades laborales y económicas. El aumento de nuestra competencia lingüística, ya sea desarrollando habilidades como la escritura o la lectura, o adquiriendo un nuevo idioma, es utilísimo en todas las esferas de la vida. 

¿Tienen derecho las lenguas a tener hablantes?

Los derechos lingüísticos, sin lugar a dudas, son siempre de los hablantes. Pero es cierto que muchos de los debates en esta materia están marcados por lo que se ha llamado el paradigma de la lengua: lo que único que parece importar es qué ocurra con ellas. Hay que resistirse a eso: las lenguas no tienen derechos ni tienen dignidad. Son regularidades comunicativas que sirven a los hablantes para comunicarse, pero, insisto, no son entidades apartes ni tienen vida propia. Es un error entender los derechos lingüísticos como si estos fueran de las lenguas y no de las personas que las usan.

Manuel Toscano YOLANDA CARDO

En numerosas ocasiones hemos oído que España es un caso excepcional de diversidad lingüística. ¿Qué opina?

En absoluto. La idea de que España es uno de los países más diversos desde el punto de vista lingüístico es una opinión hiperbólica que causa sonrojo. No es nada excepcional, pues España sigue el patrón del continente europeo –me refiero a la extensión geográfica, más allá de las fronteras de la UE–. En Europa es donde menor diversidad hay de todo el planeta: apenas albergamos un 3% del total de lenguas del mundo.  

¿Es la lengua un marcador identitario?

Desde luego, así se usa en muchas situaciones sociales El caso más claro es el nacionalismo lingüístico que la contempla como una seña de identidad que viene a probar o confirmar la existencia de un pueblo distinto, con una identidad cultural aparte. Toda la significación política de las lenguas viene precisamente de ahí: de verlas ante todo como marcadores de una identidad colectiva. 

A su juicio, los nacionalismos que existen en España son esencialmente lingüísticos. 

Es una idea en la que, creo, no se insiste lo suficiente: los nacionalismos periféricos en España –el catalán, por ejemplo– son todos nacionalismos lingüísticos. Es una de las razones por la que el asunto de las lenguas es particularmente importante en España. La cuestión de la lengua, para los nacionalistas, nunca es secundaria. No es un tipo de  reivindicación más junto a otras, como el autogobierno. Para el nacionalismo lingüístico, la lengua señala que existe un pueblo distinto, una nación, y de ahí se derivarían para el nacionalista derechos como la autodeterminación y la reivindicación de un Estado propio. La significación política de las lenguas en España es indudable porque nuestros nacionalismos nacen en territorios donde, además del español, se habla otra lengua. 

¿Existe aquello que se llama lengua propia?

Uno pensaría que la lengua propia es aquella que usamos de forma habitual, la que hemos aprendido en casa. Los nacionalismos que existen en España, sin embargo, hacen de ella una especie de atribución esencialista: se atribuye esa lengua al pueblo, a la comunidad o al territorio, con independencia de lo que los ciudadanos hablan, olvidando por cierto que solo los individuos hablan. Visto así, el concepto de lengua propia solo es entendible dentro del marco ideológico del nacionalismo lingüístico que lo usa como marcador identitario. De este modo se impone una identidad ficticia a los ciudadanos en los siguientes términos: si eres vasco, tu lengua es el euskera, aunque tu lengua materna y la que usas a diario sea el español. 

Sobre el asunto, cuenta en su ensayo cómo una universidad catalana prefirió que el sociólogo James Petras diera una conferencia en inglés, pese a que se ofreció a impartirla en español, idioma que dominaba y que era entendido por la mayoría del auditorio.   

Es una anécdota que cuento en el libro porque revela cómo el uso de la lengua como seña de identidad se hace a expensas de la función comunicativa, incluso sacrificándola si hace falta. Es la cara más fea de esa visión de la lengua: los anfitriones de Petras preferían que buena parte de la audiencia no pudiera seguir la charla con tal de que no empleara el idioma que ellos veían incorrecto en términos nacionalistas, al que eran hostiles. Eso, además, ocurrió en un aula universitaria. 

Usted es crítico con la situación actual. Advierte en su ensayo de que el bilingüismo simétrico fijado en la Constitución ha dado paso a un régimen de cooficialidad asimétrico a favor de la lengua autonómica. 

En algunos casos el bilingüismo simétrico era una pretensión irreal y bastante desmesurada en la medida en que implicaba no solo igualdad en el uso oficial, sino la imposición de usos sociales. Las políticas lingüísticas en Cataluña son, en este sentido, reveladoras. Ahí está, por ejemplo, la mal llamada inmersión lingüística en las escuelas catalanas, donde el español, que es lengua cooficial y lengua materna de la mayoría de los ciudadanos catalanes, es enseñado como si fuera un idioma extranjero, al que se asignan dos o tres horas a la semana. Este modelo, que ahora se pretende extender a las universidades, es un ejemplo claro del rechazo a tratar el español como lengua vehicular en las aulas, junto con el catalán; algo que sería lo natural en una sociedad bilingüe y que viene exigido por la Constitución, según los jueces. En cambio, se pretende relegar el español a una posición subalterna dentro del sistema educativo, como si fuera un idioma extranjero, con la excusa de que el catalán es la lengua propia de los catalanes. 

Manuel Toscano YOLANDA CARDO

¿Se podría hablar de una persecución del español en las aulas catalanas?

El asunto de la inmersión lingüística en el sistema educativo catalán es muy llamativo. En términos comparados, es una anomalía. El español, además de ser lengua oficial, es socialmente mayoritaria en Cataluña y, sin embargo, se ve excluida de las aulas. Un caso así, por ejemplo, sería impensable con los anglófonos en Quebec. Los que replican a los críticos de la inmersión sostienen que el español no corre ningún peligro, pero el problema nunca ha sido la suerte del español, uno de los grandes idiomas de nuestro tiempo. Lo que está en juego son los derechos de los ciudadanos hispanohablantes en Cataluña, que se ven conculcados de forma sistemática.  

Algunos análisis educativos (PISA, PIRLS…) están alertando de que la inmersión lingüística en las escuelas catalanas no es el modelo de éxito que trata de venderse.

Ya hay suficientes evidencias empíricas de los perjuicios que comporta la inmersión lingüística que, insisto, es una anomalía. Sobre este asunto, siempre recomiendo la lectura del libro de Mercè Vilarrubias Sumar y no restar, que desmonta todos los argumentos a favor de la inmersión y propone un modelo donde las dos lenguas cooficiales han de ser vehiculares. A mí me llama mucho la atención la feroz oposición a la modesta medida del 25%, que implica impartir en español, además de Lengua y Literatura Castellana, una asignatura más. Esa negativa refleja que lo que menos les importa es la enseñanza y los alumnos. De lo que se trata es de instrumentalizar la lengua y la escuela al servicio de la causa nacionalista en un ejercicio poco indisimulado de hispanofobia.     

¿Eran o son, a su juicio, necesarias medidas de ingeniería social como la inmersión lingüística para salvar el catalán o el euskera?

Podían tener algún sentido ciertas políticas de normalización por razones históricas, pero lo que no tiene justificación es el empleo de esa ingeniería social a favor de la causa nacionalista. Es decir, el uso de la lengua como una seña identitaria y como la imposición de una identidad nacional que, en muchos casos, no se corresponde con los usos lingüísticos reales. Me opongo a esa ingeniería social a gran escala porque una condición necesaria para la justicia de las políticas lingüísticas es que haya una adecuación a las circunstancias sociolingüísticas. Una lengua debe ser oficial porque se habla en la calle, en lugar de hacerla oficial para conseguir que se hable en la calle.        

Es muy crítico con la autorización del uso de las lenguas cooficiales en el Congreso. 

Lo soy porque es otro ejemplo muy claro de cómo el uso identitario de las lenguas se hace a expensas de la función comunicativa y con un coste nada desdeñable. Mi conjetura es que, en el fondo, este gesto a favor del plurilingüismo está al servicio de lo que llamaría la agenda plurinacional, para dar una visión del país no como una comunidad de ciudadanos, sino como un conjunto de pueblos, cada uno de ellos con su propia lengua. Me parece que este cambio en el reglamento del Congreso para permitir el uso de las lenguas autonómicas cuando tenemos una común, en la que todos nos entendemos, tiene ese propósito político: que el Parlamento se presente como una especie de congreso de embajadores, por citar al viejo Burke, donde acuden a defender los intereses de sus respectivos pueblos en lugar de dirigirse al conjunto de los ciudadanos. 

Casi en paralelo, las autoridades europeas se resisten a la entrada del catalán.

El régimen lingüístico de la Unión Europea es muy peculiar, un caso único. De acuerdo con la normativa comunitaria, toda lengua oficial de un Estado miembro pasa a serlo de la UE, que proclama además de forma solemne la igualdad de todas ellas. Ahora mismo, si no recuerdo mal, hay 24 lenguas oficiales en la Unión: es el verdadero paraíso de traductores e intérpretes. Ya existe suficiente complejidad lingüística, con los costes que conlleva, como para abrir ahora la puerta a las lenguas regionales.