La naturaleza florece con frecuencia en los discursos sobre la heterosexualidad. Pocos términos han sido tan connotados. Considerada patrimonio divino durante la primera Edad Media, la Iglesia incluso prohibió a los artistas que la reprodujeran, después fue idealizada, falsificada como un ameno telón de teatro. Más tarde, el filósofo francés Rousseau se embelesó con ella hasta que, ya entrado el siglo XIX, resurgió finalmente como concepto opuesto a la civilización.
Con el inicio del liberalismo y la irrupción en política de la burguesía, con fábricas echando humo a espuertas por monstruosas chimeneas abiertas al cielo, la generación romántica se fascinó con ella, porque si siempre había sido fuente de recursos, ahora, se convertía en fuerza generadora de riqueza, el motor del capitalismo. De la naturaleza se extraía (y se extrae) la energía primaria con que mover las máquinas que iban a satisfacer los sueños capitalistas más salvajes de todo burgués. Producción a gran escala y riqueza a la par. Madera y carbón alimentaban calderas, colmaban ambiciones, sellaban acuerdos y contratos. La razón la dominaba y explotaba como nunca antes y la revolución industrial llegó para quedarse y, de paso, transformar el mundo.
Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol. Someter a la naturaleza había sido un mandato divino que pronunciado en el Génesis, en una misma frase donde se aunaba con el creced y multiplicaos, aunque ya sabemos cómo terminó la historia. La cosa se complicó con el pecado original, que no era tanto el descubrimiento del sexo, sino el goce del sexo, el de la seducción y la tentación, el placer de lo prohibido que iba a quedar emplazado de manera más que problemática en el origen de nuestra existencia. El sexo, necesario para la reproducción, no debía realizarse a espaldas de Dios, el creador de la naturaleza. Reproducirse era naturaleza, pero otra cosa era atreverse a usar el mecanismo para ello sin más oficio ni beneficio que la propia voluntad de conocimiento, de satisfacer la curiosidad que encierra toda duda porque la duda, que como intuición es normalmente callada, no es sino síntoma de lo que no se sabe, principio del pensamiento y de ahí a tomar decisiones propias o a proyectarse una explicación del mundo ajena a los dogmas hay un paso.
Heterosexualidad como Ley suprema
Había que regular la (re)producción y el sexo que no servía a ese fin, ese excedente improductivo, se relegó a las esquinas oscuras de las grandes ciudades donde no llegaba la iluminación divina y se le llamó lujuria. La invisibilidad de los hombres en el proceso reproductivo, que trascendió en derechos garantizados por la legalidad, el reconocimiento de un recién nacido como propio o no (las pruebas de paternidad son hijas de la revolución industrial) dejaba a las mujeres a merced de la fisiología, ellas mismas naturaleza sometida a la razón de las masculinidad, impotente para que crear su propia descendencia. A un cierto punto, apareció incluso aquella denominación legal llamada “hijos naturales”. En España, fue María Lejárraga, entre otras mujeres de principios de la década de los treinta, la que destacó el absurdo de que el hijo de una madre soltera no fuera, simplemente, legítimo. Un hijo que había nacido, no amparado en la regulación de la reproducción sino, en el mejor de los casos (descartemos por un momento las violaciones), de la simple y humana curiosidad por saber, de la duda.
Pero era natural. Había sido un acto sexual entre un hombre y una mujer, de ahí que había acabado en embarazo por lo que había sido fruto de la heterosexualidad y había cumplido su función. No se ponía en duda que la heterosexualidad era natural: obedecía el mandato divino de Dios en el Génesis, creced y multiplicaos, como parte de la divina creación y obedecía al dictado del origen de los tiempos en el mito, un hombre y una mujer fueron creados con la orden expresa de Dios de multiplicarse. Si la reproducción era algo natural, era parte de la naturaleza, la heterosexualidad se convertía en Ley suprema que los hombres debían regular a tenor del mismo mandato que les ordenaba someter la naturaleza.
Matrimonio y patrimonio se unieron bajo santas alianzas. El principio del Poder, de someter, se relegaba a la masculinidad y eso era lo natural. Regulado desde la religión, que es, por ponerlo corto, la forma más antigua de la política trascendente, la masculinidad obtenía el don natural de decidir sobre la vida y la muerte de los otros. Hasta el hombre más pobre podía disponer de la vida de su mujer y de sus hijos porque así lo disponía la naturaleza y porque la suprema ley de la heterosexualidad determinaba la naturaleza de la mujer, la madre de sus hijos.
Órganos sexuales
Ha habido varios pensadores de la posmodernidad que ya han señalado el origen mítico-religioso de la naturaleza, la más notoria sea tal vez Donna Haraway, hay muchos. Pero fueron las feministas de los setenta, y en nuestras latitudes hay que mencionar a Montserrat Roig, las que incidieron en la incoherencia de la relación entre heterosexualidad y naturaleza. Muerto Dios, si entendemos la naturaleza como lo biológico, estas pensadoras señalaron que la sexualidad del organismo reproductor femenino, en su misma morfología, no responde a tal planteamiento. Tal cuerpo goza, de hecho, de dos órganos sexuales (el órgano de las funciones fisiológicas, por decirlo de alguna manera, va aparte). Uno de estos dos órganos sexuales, de hecho, no tiene más función que la de producir placer. El otro, efectivamente, coincide con el de la vía reproductiva.
La heterosexualidad que se erige en Ley natural, que la defiende como parte de la naturaleza, parte de algo tan artificial como la negación y la invención del cuerpo otro, desde un androcentrismo clásico. Como el cuerpo masculino dispone de un único órgano sexual (que también suple otras funciones fisiólogicas) el androcentrismo postula, con el fin de cuadrar el círculo de la heterosexualidad natural, que ese cuerpo otro es estrictamente complementario al único órgano sexual del cuerpo masculino. Se censura, niega, olvida todo lo demás, cuando no directa y físicamente lo destruye (depende de los niveles teológicos de cada cultura) atentando contra la integridad física (contra la psíquica se encuentra en todas) de seres humanos como en el caso de la ablación. El cuerpo de la mujer se inventa a partir de mitos que pertrechan una heterosexualidad fundacional y fundamental. Una heterosexualidad que se agota en la percepción del órgano sexual masculino, una heterosexualidad miope casi ciega.
Pensar que los discursos religiosos son algo superado, que la moderna política prescide de estos pensamientos fundacionales de la cultura es respetable, pero más bien parece que la trascendencia del Poder, los pre-discursos que determinan las legislaciones se encuentran todavía en el fuera de campo del mito. No sorprende que por las redes circulen charlas, entrevistas o conferencias donde se defiende que el Islam libera a las mujeres de las garras de un malévolo occidente (cabe pensar que se refiere al liberalismo o al neoliberalismo) que explota los cuerpos femeninos porque las obliga a cumplir estándares de belleza que solo acaban degenerando en enfermedades tanto mentales como físicas; mientras que en el Islam, las mujeres se ven liberadas de tales presiones. Cuando no, la mayoría hemos visto, en nuestro “occidente-cuna-de-la-libertad”, discursos como el de Meloni sobre “la diversidad de la cruz” o el “sí a la familia natural” (ahí está) o “sí a la identidad sexual, no a la identidad de género”, y el “no a la violencia islamista”, porque cabe suponer que si la violencia es cristiana, no pasa nada, es otra cosa; pronunciado todo con una rabia que ni en uno de los perfiles del Profeta de Gargallo (en el otro perfil, se lee la esperanza, y cabe imaginar que las personas que se fidelizan este tipo de discursos solo ven, de hecho, esa cara), un país, Italia, en el que ya están sufriendo las consecuencias del fundamentalismo cristiano.
En otro caso también podemos irnos a la India. Tal vez recordemos la fascinante Fuego de la indocanadiense Deepa Mehta, donde una de las protagonistas señala que, en su lengua, ni tan solo hay un nombre para lo que ellas sienten.
En cuanto al neoliberalismo (puede que eso sea lo que se oculta tras “occidente”), tampoco destaca la voluntad de transformación. En el contexto neoliberal hemos asistido a un auge de lo así llamado “diferencias” o sexualidades “alternativas” pero, como ya señaló el filósofo Toni Negri en su día, al liberalismo siempre le ha interesado lo diferente por la razón de que abre nuevos mercados. Y, de ahí, la“diferencia” con respecto a qué; “alternativo” en relación a qué. La elipsis siempre ha resultado uno de los recursos retóricos más elocuentes. Todavía se anuncia “el cine” sin más adjetivos frente al “cine orgullo”, “cine hecho por mujeres”, etc. con todas las etiquetas que se puedan imaginar: en el capitalismo, hay de todo para quien quiera, decía Toni Negri. La heterosexualidad sigue hundiendo sus raíces en la naturaleza inconsciente, como origen y principio de algo. El resto se ven como desviaciones. Y así parece que es, cuando la heterosexualidad, lejos de ser identidad, es Ley, y no cumplir con la Ley le coloca a una en el margen de la disidencia.
Hace veinte años, el filósofo Toni Negri nos advirtió desde su Imperio que el fundamentalismo no podía ser la respuesta al neoliberalismo. Los discursos entramados por una naturaleza original, que no es más que un mito, acaban por dar a siniestros callejones sin salida donde aguarda la violencia y el miedo. Ni de Eva ni de Adán, nos dijo la deliciosamente genial Amélie Nothomb, que supo demostrarnos como nadie el absurdo de una forma de pensar que es cualquier cosa menos natural. Al fin y al cabo, nadie escapa a la naturaleza, no importa quien se sea, porque la naturaleza, por lo que parece, seguirá siendo un misterio.