Cuando uno habla, conviene saber para qué sirve lo que dice. ¿Para que no te hagan ni caso, para que te malinterpreten o distorsionen, para cumplir con tu deber, para obtener algo, para ocupar el tiempo? Toda comunicación tiene asociada una eficacia a considerar. No obstante, lo más valioso y rico no se hace con sentido exclusivo de utilidad, sino por gusto y vocación. Cuando explicas algo a alguien conviene imaginar a quién tienes delante, sólo así puedes conseguir alguna eficacia con lo que digas. Hay quienes no tienen ningún interés en lo que les puedas decir, o incluso lo tienen en tergiversar tus palabras. En estos casos, conviene estar advertido lo más pronto posible y obrar en consecuencia: o no decir ni pío o ensayar y repetir con paciencia y alguna confianza. En particular, esto es clave en el arte de la enseñanza.
Hay que tener claro lo que se quiere transmitir, creer que puede ser asimilado y que merece la pena comentarlo. No hay nada a hacer, sin embargo, con quienes carecen de curiosidad: o pretenden saberlo todo o nada les interesa. Es perder absurdamente el tiempo porfiar con quienes no están dispuestos a ensayar perspectivas diferentes a las propias ni, tampoco, a intentar entender las de otras personas. A pesar de estar anquilosados, se muestran paradójicamente satisfechos. Hay que dirigirse, pues, a los jóvenes (que no son siempre los de menor edad), a quienes están dispuestos a la escucha atenta y respetuosa, abiertos a superar diferencias de criterio y opinión.
La buena voluntad une y genera vínculos y apegos, y es una condición básica para que la democracia participativa se active con éxito. Tocqueville encomiaba la conveniencia de aunar los esfuerzos de mentes divergentes. Lejos de reclamar un pensamiento uniforme, se trata de valorar la pluralidad cívica y tolerante para alcanzar el objetivo del rito umuganda, celebrado cada mes en Ruanda: aunar esfuerzos en una causa común para lograr un resultado’ proyectos concretos de mejora comunitaria (como, por ejemplo, podar los arbustos que atraen a los mosquitos portadores de la malaria). En su mejor versión, se hace constar que todos importamos y que no somos prescindibles.
En vez de entusiasmarse en medio de una efervescencia colectiva (que Émile Durkheim planteó como una embriaguez de alegría por formar parte de un grupo), veo indudablemente superior la pauta sudafricana del ubuntu: saberse perteneciente a una totalidad; aceptar un nosotros no restringido sino amplio, estimula a buscar el mejor futuro para todos y vivir de modo que se respete y aumente la libertad de los demás. Sin embargo, lo cierto es que vamos en dirección contraria al ubuntu: el sentimiento de soledad, exclusión y desamparo avanza en nuestras sociedades, y el grado de insatisfacción con el trabajo que se pueda estar haciendo es altísimo en cualquier parte del mundo.
Al comienzo de 2018, hace ya seis años, la premier británica Theresa May instauró un ministerio de la Soledad (Loneliness) para el cuidado de una soledad que supone aislamiento y desconexión y de la que se ha estimado que afecta a más de nueve millones de personas en Gran Bretaña; un país donde en 2016 se decidió en referéndum apartarse de las instituciones de la Unión Europea. En la lucha por la cohesión social, la efervescencia nacionalista, escéptica y recelosa del extraño, venció allí al umuganda ciudadano, mestizo e integrador.
Pese a que nunca ha sido tan sencillo como ahora comunicarse con todo el mundo, numerosas personas de cualquier sector social se sienten solas, excluidas y desvalidas, seres que no importan a nadie, salvo para quedar reducidos a números. No se trata sólo de gente mayor, sino de niños y de personas de cualquier edad. Economista y profesora en el University College de Londres, Noreena Hertz ha analizado esta situación en El siglo de la soledad (Paidós), un ensayo que llama a la acción, porque entiende que el futuro está en nuestras manos. Recalca el deseo universal de sentirse cerca de los demás, de ser escuchados y vistos, que se nos preste atención y se nos trate con justicia, amabilidad y respeto.
Desde Occidente, Hertz aboga por un capitalismo compaginado con la solidaridad y la compasión. ¿Cómo desentenderse de los miles de millones de euros que, como impuestos fallidos, se pierden en los llamados paraísos fiscales, en lugar de ir destinados a proyectos públicos? Suponen una gangrena terrible para el Estado social. La pensadora inglesa resalta como exigencia cívica la efectividad de una legislación que garantice los derechos de los trabajadores. Y muy en especial de quienes cobran salarios irrisorios, de los autónomos maltratados, de los que tienen contratos de cero horas.
El año 2018, Reino Unido contaba con unos 850.000 contratos que impiden saber cuántas horas a la semana se va a trabajar, si es que trabajan alguna; una relación abierta que aumenta la precariedad laboral, no garantiza un salario mínimo y subcontrata de forma oscura. Hoy por hoy, no es legal en España, aunque se dé bajo cuerda. La vigilancia controladora y abusiva a los trabajadores que Chaplin retrató en Tiempos modernos, no es cosa del pasado: el periodista independiente James Bloodworth investigó en un almacén de embalaje de Amazon y como empleado pudo testimoniar, y denunciar públicamente, unas pésimas condiciones de control y de salario.
Noreena Hertz destaca que entre los años 2008 y 2018, los recursos destinados a las bibliotecas estadounidenses se redujeron en un 40 por ciento, mientras que, durante ese período, en el Reino Unido se cerraron 800.000 bibliotecas públicas. Un desmantelamiento brutal de logros sociales que, según parece, no fueron debidamente valorados por la ciudadanía y que nos sumen inexorablemente en una demencial y desigual pobreza intelectual.
Es conocido que tanto Steve Jobs como Bill Gates pusieron límites al empleo de la tecnología en sus familias, acaso porque parece que la gente sonríe mucho menos a los demás cuando lleva un teléfono en la mano y se comunica de un modo pésimo y muy superficial. Por esto se valora salir del aislamiento y que a la hora de comer se comparta la mesa, se converse, se escuche y se mire a la cara, lo que refuerza los vínculos. Además, la falta de una buena comunicación con los demás es muy perjudicial para la salud. Poco se habla de ello, pero los aislados son especialmente vulnerables a los discursos demagogos, los populistas están hechos a avivar las tensiones sociales hasta llevarlas a un callejón sin salida, a enfrentar en bloques a la sociedad.
Acerquémonos al mundo de la intimidad digital. Para el año que viene, en 2025, está previsto que el comercio de los robots sociales a los que se encomienda un rol de cuidadores o acompañantes, se dispare con un valor cinco veces superior al de 2017, que se valoró en 288 millones de dólares. ¿Es más fácil sincerarse con ellos? Se dirá que un robot no puede contagiar virus, pero ¿es deseable distanciarse de lo humano y desplazar a los seres de carne y hueso? ¿Qué decir de los muñecos o robots sexuales? También los hay transgéneros.
Hace más de veinticinco siglos, los griegos plantearon la xenia, concepto que significaba amistad hospitalaria como actos de recíproca generosidad. Se convirtió en una institución que hoy pervive en, por ejemplo, la inviolabilidad de las embajadas y de las valijas diplomáticas. Cortesía y respeto que nunca se deben perder, pues aseguran una brizna de esperanza para evitar la deshumanización.